Cómplices

Martes, 4 de octubre de 2011

No conocía al médico hasta este mediodía. Me ha parecido un hombre afable que se interesa por sus enfermos y que es mucho más que mero expendedor de recetas. Incluso posee un punto de ironía que tiene la virtud de enfriar el drama que, en muchas ocasiones, atenaza a los pacientes y a sus familiares intensificando los síntomas de la enfermedad.
Además del famoso ojo clínico, me parece que una de las principales cualidades de un médico de atención primaria o de familia es crear confianza entorno a sí. No hablo de los casos en que tiene que tratar una gastroenteritis o una faringitis aguda. Hablo de esas dolencias que se enquistan en el paciente y empiezan a formar parte de su vida. O de esas enfermedades que amenazan con ubicar a una persona justo en el borde de un precipicio. En estos casos, sobre todo si el enfermo tiene un perfil determinado, más que una cualidad es una necesidad insoslayable para que los tratamientos alcancen el fin pretendido. Algunos enfermos se vuelven como niños, incapaces de dar un paso salvo que sean sujetados por una mano amiga, y la mayoría de las manos no lo son. Y la del médico debe serlo, casi como un imperativo categórico.
Al tiempo que la consulta discurría, uno pensaba en los vericuetos en que parece va a entrar la sanidad pública española (los botones que a modo de muestra se enseñan en determinadas comunidades autónomas son fácilmente interpretables y no provocan tranquilidad, precisamente). Uno supone que la profesionalidad y la dedicación de los médicos, enfermeras y resto de personal sanitario no se verán afectados por la disminución de fondos públicos. Pero da miedo. Da miedo pensar que aquellos que no disponemos de recursos para pagar una compañía privada, nos acabemos asomando a un erial donde la intuición, la buena voluntad y la buena suerte sean el principal elemento de tecnología punta. Pensar que entre los criterios que tengan que usar los facultativos para prescribir tal o cual prueba o tratamiento, esté el de su coste económico, hace que un sarpullido de rabia recorra mi médula espinal. Intuir que en no mucho tiempo una operación como la de cataratas, por ejemplo, podría dejar de ser cubierta por el sistema público de salud es motivo suficiente para plantarse en mitad de la A-6 a su paso por el Palacio de La Moncloa.
Quienes disponen de medios económicos holgados podrán continuar pagándose una cirugía en los centros quirúrgicos más exclusivos del Planeta. Mejor para ellos y para los profesionales que reciban el trasvase de fondos. Determinada clase de político y de gestor sólo ve en el servicio público lo relativo a la financiación, es decir, sólo lo entienden como un elemento más de la economía, porque sus usuarios, son eso, una especie de clientes que no pagamos o no pagamos lo suficiente. Y así no les cuadran las cuentas.
A esta situación de bochorno moral, ético y político nos han llevado las teorías neoliberales que imperan en el globo y que pronto, parece, regresarán a nuestra patria, si es que se llegaron a marcharse en alguna ocasión, que tampoco estoy nada seguro.
Estoy convencido de que lo de este mediodía sólo es posible en la situación actual. Cuando las tijeras comiencen su trabajo de poda a destajo, quizá debamos prepararnos para el llanto, pues quizá sea mejor que los límites de esperanza de vida no aumenten. Es una buena manera de no pagar pensiones, ni mantener geriátricos o residencias de ancianos, se abaratarán los costes de farmacia y de estancias hospitalarias. Habrá menos votantes, pero no serán una carga para el erario público.
Cuando una parte no pequeña de la población ha llegado al convencimiento de que la deuda de los estados se puede recortar reduciendo los servicios públicos prestados a la población menos pudiente (y también son recortes bajar sueldos, no contratar más profesionales, no invertir en mejoras de infraestructuras y equipamientos y eliminar ayudas a la investigación), algo muy grave sucede. Una especie de apoplejía moral ha atacado a esta civilización. La mentira y la hipocresía comienzan su reinado y se avecinan tiempos en que los fantasmas de la historia pueden empezar a regocijarse dentro de sus tumbas.