Festivo en la ciudad. Y frío. Y ventoso. Un día propicio para pasear las calles. El segoviano, históricamente, aprovechaba nuestro patrón San Frutos para acercarse a Madrid y hacer compras: ropas para la temporada recién iniciada, algún avance navideño, simple deambular por las abigarradas calles de la capital, sobre todo por Gran Vía, Sol, Princesa, Callao…
Si mi memoria no me traiciona, era uno de los días en que la empresa de autobuses que hace el recorrido entre ambas ciudades más recaudación hacía. Hoy ya es todo bien distinto. Los estudiantes llenan a diario este transporte, los turistas procedentes de la capital del Reino nutren los viajes hacia Segovia, hay segovianos que trabajan en Madrid y que viven en Segovia y a la inversa. Hoy las lanzaderas del AVE –o ALVIA- nos colocan en menos de media hora en la estación de Chamartín… Pero a pesar de estos cambios, que hacen rutinario el desplazamiento a Madrid, el día de San Frutos sigue siendo un buen día para que nuestros capitostes del comercio eleven su jeremiada tradicional sobre lo malísimos que somos los segovianos al ir a dejar nuestros cuartos –cada vez menos abundosos- en otros lugares. Es una pena, pero cada año uno tiene que escuchar la misma sarta de tópicos y lugares comunes que, además, se ajustan poco a la realidad. Y esto lo afirma alguien que en los últimos cuarenta y nueve años no ha ido ni una sola vez a Madrid el día de San Frutos. Ni una.
Hoy sí tenía pensado hacerlo.
Quiero decir que hace un par de semanas lo proyecté, pero…
Más o menos entonces, como un cascabeleo feliz, me llegó la invitación de Jorge Torres Daudet para que acudiera a la presentación de su último poemario que tendrá lugar esta tarde a las siete en la Casa de Guadalajara en Madrid, si no me equivoco. Hablo de memoria. Y me hice la falsa ilusión de que quizá podría ser un buen día para perderme, nuevamente por el Madrid que me fascina. Aprovechar que uno madruga para subirse al bus, y disfrutar de una de las mejores ciudades que existen para disfrutar de ella, no quizá para vivirla. Así, pensé, una vez en Príncipe Pío me acercaría hasta el Prado, o el Thyssen o quizá la Fundación de la Caixa, por ejemplo, perderme por alguna de sus salas durante la mañana. A la salida, asomarme a la Cuesta de Moyano y después de comer por allí mismo, acercarme hasta la Plaza Mayor. Quizá comprara alguna cosa (algún poemario en la Casa del Libro era más que posible) y por fin, tras un cafecito, acercarme donde el Teatro Español y buscar y abrazar a Jorge y a tantos conocidos cibernéticos a quienes, por fin, podría conocer en carne y hueso.
Por suerte avisé al interesado de que todo se podría torcer, como así ha sido. Hoy no es el mejor día para salir de Segovia. Hoy es día para volver poner las energías en lo que importa. Quizá ha llegado la hora en que planificar más allá de veinticuatro horas sea todo un riesgo, pero cómo se puede vivir sin proyectarse de algún modo en el futuro, aunque sea mínimamente, aunque sólo sea levantando un pequeño esquema.
No me quejo, pues la vida es esto y bien lo sé. Como dijo alguien, nada es tan perdurable que lo sea para siempre, ni lo bueno ni lo malo. Es verdad que nuestra memoria suele causarnos algunos estropicios en los recuerdos y también es cierto que seleccionamos las remembranzas; pero no es menos verdad que las vivencias dañinas parecen estar diseñadas con arpones invencibles, de tal modo que siempre están ahí, firmemente ancladas. Y algunas veces resucitan, con lo que, además del sufrir presente, revives el dolor de antaño.