Cómplices

Miércoles, 5 de octubre de 2011

Sucede algunas veces que los días vienen con pequeños peteretes escondidos entre sus pertenencias. Así me ha pasado esta mañana. Además de enviar a un comprador un ejemplar de Oscurece en Edimburgo, he dedicado un libro de Versos como carne a alguien que nunca supuse poseedor del mismo. Alguien que me ha confesado que el último libro de poesía que tiene dedicado es de Gabriel Celaya, quien se lo firmó hace treinta años en San Sebastián. Y mientras las manecillas del reloj han seguido su rumbo imparable, otro compañero me ha hablado de una de las últimas entradas de este Surcos de los días. En concreto la del lunes, la que hablaba sobre el fútbol.
Dice mi compañero, y no es ninguna tontería lo que dice, que debería haber hablado de burbuja. La burbuja del fútbol español. No le falta razón. Muchos de los síntomas de otras burbujas (la tecnológica, la financiera, la inmobiliaria) se repiten en el caso del balompié hispano, quizá europeo, porque salvo en Alemania, en el resto de países los clubes son expertos generadores de deuda, que camuflan en un sistema contable perverso y maquiavélico, por no decir kafkiano.
Y uno, con el saboreo de estos pequeños regalos, es capaz de continuar su existencia con mejor ánimo, como si se hubiera recargado de vitaminas el organismo que eviten que se melnacolice en exceso. Merece la pena continuar con esta tarea, hay personas muy diferentes entre sí que encuentran un momento de su vida para detenerse en las ideas o en los sentimientos que uno va esparciendo por aquí o por allá.
A veces me planteo –supongo que a todos cuantos realizan alguna actividad creativa les sucede algo similar- las razones que me impulsan a no decaer en el empeño. Incluso en los momentos difíciles de la existencia (o en estos con más energía si cabe), procuro encontrar, aunque sólo sean unos minutos para dejar algo por escrito. Quizá únicamente sea una frase que más bien parecerá un exabrupto, pero esa frase alivia el peso de la carga que amenaza con aplastarme.
¿Sería igual en el caso de que todos estos racimos de frases o de párrafos no fueran a ver la luz, aunque sea la leve luz de este lugar? Sí, estoy convencido, pues durante muchos años así ha sido. Pero tener constancia de la presencia activa de lectores aún espolea más. Sin embargo, me parece que esta razón no es suficiente. Hay algo todavía más hondo y más visceral que me empuja. A lo mejor se trata de que algunos individuos de la raza humana tienen la predisposición congénita para ser los relatores del mundo y sus circunstancias. El ser humano es narrativo y poético en parte de su esencia, es desde un punto de vista óntico, logos. Si no fuera así, el arte no habría aparecido. El ser humano tiene la imperiosa necesidad de recrear sin pausa el mundo en que vive. Recrearlo para avanzar, para ordenarlo, para explicárselo, para entenderlo. El ser humano, acaso por ese ansia de eternidad que todos llevamos impreso en el corazón, busca manifestaciones que tiendan a la permanencia, huellas algo más perdurables que las que dejan las pisadas en la orilla de una playa arenosa. Somos poco más. Quizá un vaporoso recuerdo en quien nos quiso, y cuando esos que nos quisieron tampoco estén, todo rastro de nuestra presencia será extinto. Todo este conglomerado es el que podría venir a dar respuesta a ese interrogante.
Quizá suceda en muchos casos que el artista no se plantea todas estas cuestiones, simplemente las ejecuta, como quien obedece una voz de mando, sin rechiste que valga.
En una de las intensas charlas mantenidas en Zaragoza, se hablaba también de esta cuestión. El escritor, la mayoría de las veces, no se cuestiona por qué escribe, simplemente escribe, responde con ese impulso, tantas veces irracional, a un deseo que le nace desde lo más profundo. Son otros (críticos, periodistas, lectores, amigos…) quienes le pueden hacer germinar la pregunta. En menos casos, pero también hay alguno, la propia reflexión sobre el quehacer cotidiano lleva (y sin necesidad de que transcurra mucho tiempo) a esa cuestión. ¿Por qué escribo? La mayoría de las veces la respuesta no existe, lo más que ocurre es que uno se puede aproximar a ella, pero nunca llegar al cogollo y, lo más probable, es que esto suceda porque no exista contestación adecuada, ni mucho menos unánime. Se escribe y punto. Elaborar teorías sobre sus causas, sólo lleva a la jaqueca.
No sé por qué escribo, lo que sé es que lo necesito, lo que sé es que en algunas ocasiones lo que dejo negro sobre blanco interesa a alguien. Y en la comunión o conjunción de ambas razones, itinerarios o surcos, quizá esté el núcleo de la respuesta, aunque sea un núcleo de formulación más bien abstracta o, como mucho, voluntarista.