Cómplices

Miércoles, 19 de octubre de 2011

¿Cómo se puede jugar con las personas de esta manera? ¿Cómo alguien puede dictaminar el futuro de otro por culpa de no haber hecho su trabajo con la mínima profesionalidad que se requiere?
Uno piensa y analiza, simplemente por encima, las bases de funcionamiento de esta sociedad, y se da cuenta, sin demasiado esfuerzo, que una parte fundamental del conglomerado que sirve para engrasar ese movimiento es la confianza. Uno compra pan, porque confía y sabe que los panaderos hacen su trabajo en condiciones. Uno va a la pescadería y está convencido de que el pescado que lleva a su casa se corresponde con la calidad por la que ha pagado lo que el pescadero le ha pedido. Y así sucesivamente.
¿Qué ocurre, entonces, cuando el eslabón de la cadena salta despedazado por los aires porque alguien, por ejemplo, no ha cumplido correctamente con su labor de lector para una editorial o una agencia literaria?
No me refiero a la valoración final del resultado de su lectura, al fin y al cabo esta cuestión –aunque decisiva- es subjetiva, sino a lo primordial: que se lean el libro en detalle y con atención.
Que yo sepa, a mí no me ha ocurrido semejante desgracia. Hasta donde sé, los libros que me han rechazado –y han sido varios- han sido leídos como uno espera que se lean. Hablar de cariño, pedir poner el alma en el empeño, quizá sea empezar a transitar por otros territorios y, por tanto, quizá sea demasiado pedir; pero hoy he conocido el caso de alguien que ha padecido esa quiebra a la que me refería más arriba.
Ahora mismo en mi teclado, agoniza una mosca, o así parece por sus gestos dubitativos, lentos y desequilibrados. Pudiera ser la última mosca de la temporada, una mosca anacrónica, pues en estas latitudes uno no espera estos insectos pasada la mitad de octubre. Del mismo modo, espero que sea igual de anacrónico el hecho de que ese lector haya leído así ese libro. Más allá de su decisión final –que podría haber sido la misma, en todo caso-, espero que cumpla con la tarea encomendada sin más fisuras.
Uno en cuanto que escritor, aunque milite en las categorías inferiores de este mundillo, espera que quien lea sus libros teniendo en su voluntad la decisión sobre la publicación o no del texto, lo haga con el mínimo respeto, con el mínimo afán, con el mínimo interés y con el mínimo de preparación. Porque también uno confía en que las editoriales cuentan con lectores que no son meros aprendices, sino que reúnen unos requisitos que, en todo caso, superan la media del lector común.
Ayer por la tarde, estuve en la presentación de un libro editado por Ciudadela en 2009. El acto se celebró en el salón de actos del hotel San Antonio el Real, y allí Rosa María Echeverría nos habló de su novela El palacio de los vientos. No pensaba hablar de esta cuestión, al menos no pensaba hacerlo hoy, pero al surgir la otra información, a uno se le llena la cabeza de preguntas o de dudas.
Dice Rosa María Echeverría en su blog:
Reivindico la belleza literaria. El mundo interior que trato de descubrir y de describir se hace a través de un lenguaje que he querido que esté cargado de magia y de belleza. Un lenguaje en el que la naturaleza tiene una importancia preponderante. Arrolladora, casi salvaje.
Esta intención es la que, al fin, me empujó a comprar su novela, que espero leer en no mucho tiempo –aunque cada vez creo menos en mis propósitos lectores-. Porque transito también por esa idea, como creo que se sabe. Dicho de otro modo, tal y como entiendo esta tarea, escribir no sólo es contar algo, sino –y más principal aún- el modo en que se cuenta.
Sin embargo, por lo que parece, este tipo de literatura no es la más apreciada por las editoriales, las agencias literarias y los lectores sobre quienes, al final, recae parte importante de la responsabilidad, pues se trata de un primer filtro. No el último, desde luego, pero sí la primera criba, acaso la más difícil de salvar. Es cierto, sin embargo, que algunos cuentan con una posición diferente de otros, y quizá sea esto lo que, en el fondo, modifique todo el resultado del proceso.
Pareciera que el único modo de entrar en el mundo editorial –además de los consabidos concursos que van a empezar a escasear-, es el de la trasgresión, el de la violencia, el de la provocación. Cualquier otra senda para un desconocido es un trayecto que te lleva al rechazo. Por esa vía no creo que me encuentren nunca, porque es un sendero en el que me siento deshonesto conmigo mismo, y por ahí, de momento, no transitaré.
Y me pregunto, por ejemplo, ¿Si La montaña mágica fuera presentada a una editorial española firmada por cualquier escritor desconocido, alguien la editaría? ¿Dónde está la intriga, el sexo, la violencia, la ausencia de referencias morales en esta obra? ¿Quién publicaría hoy Los amores en el tiempo del cólera si su autor no fuera Gabriel García Márquez? ¿Y El Ulises de James Joyce? ¿Alguien se atrevería con San Manuel bueno y mártir de Miguel de Unamuno? ¿Cómo entonces se van a atrever con mis libros?
Creo que va a ser cuestión de pensar que la mayoría de las editoriales se dedican a publicar libros, no literatura.
Por suerte ningún lector o lectora va a arruinar nuestro afán de escritor, aunque nuestros libros duerman para siempre en el desván de nuestros archivos, seguirán naciendo, al menos, mientras la emoción y la vida y la belleza y la pasión por contarlo lata en nuestros corazones.