Ayer, cuando la noticia se hizo cabriola de esperanza histórica -está vez sí-, estaba leyendo un poemario… Acababa de leerlo. Acababa de hacer su primera lectura, por ser preciso…
Los poemarios no se leen una sola vez. Los poemarios necesitan más de una lectura para acceder a su entraña, para sentir su latido más hondo. Cuando uno es joven e inexperto, acude a los libros de poesía con la convicción de que acabará pronto con ellos, pues –normalmente- no son muy gruesos, pero con el paso del tiempo y de los libros, se da cuenta de que su grosor no se mide por el número de páginas, ni siquiera por el número de sus versos, sino que es más bien una densidad o, mejor aún, un modo distinto de medir los tiempos o, quizá, más que avanzar, se trata de bucear y profundizar e imaginar y soñar y dejarse arrebatar...
He dicho en estos días de atrás, siguiendo la máxima cervantina, que no hay libro tan malo del que no se pueda sacar algo bueno de él. Al mismo tiempo, sé lo que cuesta dar por terminado un poema, y, en muchas ocasiones empezarlo, porque he pasado, paso y anhelo pasar por el mismo trance en muchas ocasiones. A veces la idea está clara, pero no la forma de convertirla en poema. Otras veces, la idea es una masa viscosa de la que apenas es posible distinguir una especie de silueta confusa o difuminada. De algún modo se debe parecer a la sensación que tiene el escultor cuando, al mirar con detalle una piedra o un trozo de madera, descubre en su masa informe la existencia del motivo que su cincel o buril revelarán a nuestros ojos.
Así que esta tarde he vuelto a sus versos. He trazado un signo de humildad en mi mirada y me he acercado a ellos con tanto respeto, con tanta paz, con tanto silencio, como si hubieran sido escritos por mí.
Pero después de leer dos veces el poemario, a uno no le queda más remedio que encoger el ánimo. Hay veces que son inevitables las preguntas, las dudas, las sospechas. Algo así como una tenebrosa sacudida que, sin embargo, es mejor esconder, porque lo más probable es que uno no pueda ser objetivo en sus juicios.
Por suerte, ya digo, la esperanza que tiñó esta España nuestra, me ayudó a olvidar durante unas horas cuestión tan baladí. Al fin y al cabo, mis poemarios no son importantes; ni, aunque lo fueran en el ámbito al que corresponden, serían destacables ante esa cascada de luz que nos llegó ayer por la tarde (a mí, ya anochecido).
Hoy con la distancia de las horas, no es menor la hondura de ese desconcierto, como sienten las palomas por la presencia sorpresiva de un halcón en su horizonte. Porque desconcierto, más que enfado, desengaño o desasosiego, es el término que mejor define mi estado de ánimo después de haberme acercado con todo el respeto hacia esos versos. Uno diría que se ha topado con el mismo poema repetido varias veces. Las mismas imágenes, los mismos hallazgos que en un poema son piedras preciosas, al repetirse tantas veces, se vuelven bisutería previsible. Además, si la poesía tiene algo es el ritmo, y lo que no puede entenderse es que este libro haya llegado hasta donde lo ha hecho, con errores en tantos endecasílabos; errores que, además, se corrigen con tanta facilidad… Y si así ocurre con lo más superficial –aunque tan importante en un poema, como son las imágenes o los ritmos-, ¿qué decir de su entraña, de la sustancia que lo irriga? Más de lo mismo.
Y por una vez, puedo decir con casi toda certeza y sin despreciar a este poemario, que no merecía más que el mío. Y si el mío no merecía llegar hasta donde ha llegado éste –lo cual es probable-, entonces, éste tampoco tendría que haber llegado a donde lo ha hecho. Y si es verdad lo que acabo de afirmar, la conclusión es evidente, además de dolorosa.