Ya nos íbamos, como quien dice, cuando se acordó Mariano de que no me había enseñado el Cuadro.
Nada más llegar habíamos visto, aunque fuera por encima, cómo había avanzado el trabajo de los últimos meses. Desde mediados de julio, antes de la exposición en Tenerife, no habíamos vuelto a ir por su estudio. Habíamos comprobado que el tamaño pequeño de sus tablas, ha dado paso a un formato mayor, quizá de dos metros por uno, o por uno veinte. No sé calcular con precisión. Un formato que le ha provocado obras dispuestas en vertical, a modo de puertas. Avanza mucho, intensamente, sin ruido, pero con constancia, aprovechando cada hora disponible, cada granito de inspiración.
El cuadro estaba de cara a la pared, oculto a las miradas, tras otro de los tres o cuatro en los que ahora trabaja. Siempre le gusta tener más de uno avanzando o caminando, como si al dejar uno, pudiera pensarlo mejor al ir sobre otro, y viceversa.
Los volúmenes de los rostros y las manos se adensan, adquieren contornos que les acercan a la escultura, a la carne, se apropian de la pesantez propia de los cuerpos que trajinamos nuestros afanes por este planeta. Entretanto, los ropajes se hacen etéreos, leves veladuras de diversos colores que, si acaso, dibujan algunas figuras geométricas más bien caprichosas que invitan o proponen al espectador que piense en el movimiento, en el sutil adorno o estampado que tantas telas tienen. Pero, en realidad, habíamos visto dos o tres lienzos que son aún bocetos, criatura en formación, embrión de lo que ha de ser cuando sea.
Y le dimos de la vuelta. Es ligero, a pesar de sus dimensiones.
El día, como siempre que vamos a Basardilla, se convierte en un viaje al sosiego, un viaje como un brasero para el corazón. La lluvia que parecía caer más cercana a nuestras cabezas, como si las nubes hubieran sido empujadas hacia abajo unos cientos de metros, la luz de fuera siempre fue escasa, una luz cansada, una luz distraída, como con jaqueca, que no impidió, sin embargo, apreciar el trabajo de platero que el otoño está haciendo sobre los fresnos del jardín y de orfebre sobre el resto de los árboles y arbustos. (Realmente la jaqueca era la mía, que se acercó poco a poco, a medida que el vino del Penedés y el cava se pusieron a echar carreras por el circuito de mi venero).
Fue una sobremesa para el desasosiego por lo que se prevé que ocurrirá en unas semanas. A ninguno nos encajaban las encuestas publicadas. Nos sorprende y nos asusta lo que se avecina; pero será lo que los españoles queramos, y luego –cuando lleguen las lamentaciones-, alguien podrá decir que tenemos lo que hemos querido tener. Todavía no hemos comprendido que no tenemos tantas posibilidades como los verdaderos ricos, que somos menos pudientes de lo que nos creemos. La inmensa mayoría aún cree la falacia de pertenecer a la clase media-alta. Seguimos siendo un país en el que quien más, quien menos, tiene oculto un hidalgo que pugna por brillar más que sus miserias. Un hidalgo que comerá despojos y lavará sus calzones cada noche para que no huelan a la mañana siguiente, pero que nunca reconocerá sus estrecheces. Y alentamos, por alentar no sé qué, el desmantelamiento del sector público. Entre todos conseguiremos regresar a jornadas de sesenta y cinco horas semanales (¿alguien recuerda dónde está el debate de las treinta y cinco horas?) con sueldos miserables y despido libre; entre todos conseguiremos que se retrasen las jubilaciones, hasta que éstas lleguen el día en que pasemos a vivir en una caja de madera; entre todos lograremos que sólo los que más tienen puedan acceder a los altos puestos directivos, pues sólo ellos accederán en las mejores condiciones a los más altos estudios; entre todos auspiciaremos que los hospitales públicos sirvan poco más que para hacer alguna sutura. Pero, eso sí, habremos traído a esta sociedad el modelo americano, qué alegría... Más que borreguillos que caminan al albur de un pastor, seremos braceros alimentados con un poco de comida plastificada y distraídos con el fútbol o cualquier otro divertimento que tendrá como sustancia básica el FRENAPENSAMIENTO, cuya molécula fundamental actúa impidiendo encontrar un minuto para el silencio, el sosiego y la reflexión personal... No, si ya sé que no será de golpe. Pero en no mucho tiempo estará todo dispuesto para que suceda.
Y el cuadro me acogía, me llamaba, me invitaba a entrar en su regazo.
Este cuadro tiene muchas referencias a la tradición de la pintura europea desde los tiempos románicos en que el pantocrátor presidía los ábsides de los templos. Y referencias a Velázquez en la luz que nace al fondo de la escena, por la izquierda del espectador, o a Tiziano en la parte del celaje de la derecha, o todo el Renacimiento y lo que vino después –culminado en Velázquez-, con esa perspectiva, que hace mucho tiempo Mariano no utilizaba en sus lienzos, dotándole a éste de un fondo que habitualmente no existe…
Este cuadro, aunque pintará otros mejores, es el que más me ha llegado de su obra, y muchos lo han hecho. Es un cuadro resumen de la teología más humana, de la mística más pura, un cuadro en el que las iglesias –cualquier iglesia- puede comprender que su misión es baldía, salvo para justificar el afán de poseer voluntades y acrecer poder y miserias. Una misión que más tiene que ver con prostituir la verdad que con proponerla.
Si el resucitado que expuso en octubre pasado en Segovia, me impactó y me invitó a pensar en la luz, en la eternidad, éste me ha emocionado hasta la conmoción. Un cuadro ante el que uno puede pasarse horas contemplando la esencia del misterio de la salvación, porque están unidas la luz y la cruz, sin que se vea por ninguna parte ese patíbulo romano, sino sólo algunas de sus consecuencias, como una referencia al pasado ya superada, ya casi anecdótica. Un cuadro en el que uno ve y siente quietud y movimiento al mismo tiempo, en el que uno se siente invitado a entrar, a recorrer ese camino de luz azul que ocupa todo su centro y que desemboca en un horizonte apenas esbozado, un horizonte casi velazqueño de verdes, blancos, amarillos, cárdenos, que a mí me recordaron la entrada a un maravilloso lugar, un lugar del que no querré regresar, casi seguro, suponiendo que a él llegue. Y esas manos, abiertas como las abre un padre al invitar a su hijo pequeño para que acuda a él riendo y saltando, esas manos que son uno de los mejores estudios anatómicos que le recuerdo a Mariano, esas manos donde la señal de los clavos, casi ocultas entre la sombra y el borde de una manga que roza las muñecas, esas manos poderosas y tiernas, firmes y acogedoras… ¡Cuántas veces habré escrito sobre mi deseo de no ser arrojado de esas palmas, o de ser sostenido por ellas! Y ahora están ahí, en ese lienzo, en el que, a pesar de mis hechuras, quepo entero.
Pero mentiría si no dijera que es el rostro quien vence todas mis resistencias, esa cara es la que me llamó desde el fuego de sus ojos negros e intensos y, al mismo tiempo, serenos. Un gesto que es la pura propuesta, la paz y la ternura que sabe a pan o fruta madura recién arrancada del árbol, no al dulzor empalagoso de algunos pasteles que acaba por repugnar. Quizá la palabra sea serenidad absoluta, absoluto equilibrio. No hay contrapartida, quiero decir, no hay amenaza o sufrimiento por ningún lado, no se lee en ningún sitio del cuadro algo así como, 'Si no vienes a mí serás condenado'. No, no hay nada similar. Es pura propuesta, repito.
“Mírame. Ven. Te quiero, así, como tú eres. Acércate que no te pregunto, sólo voy a apuntar el peso de tu sufrimiento. Si estás ahí y lo quieres, ven. Mira, asómate, detrás de mí encontrarás lo que en verdad estás buscando”.