Cómplices

Lunes, 7 de noviembre de 2011

Llevo tiempo harto del manejo torticero del lenguaje. Se hace demasiado daño desde las cimas del poder con este modo de prostitución sutil y que no resulta tan criticado como debiera.
A estas horas, muchos millones de españoles estarán pegados a las pantallas de sus televisores viendo un supuesto debate entre los dos candidatos para presidir el próximo gobierno de esta nación, una vez que se celebren las elecciones dentro de un par de semanas.
En pocos sitios he leído, visto u oído que nadie diga que se trata de una falacia. ¿Dónde está el debate? Según el DRAE, debate es controversia, discusión. ¿Cómo es posible que haya controversia o discusión con los tiempos pactados de antemano, con las preguntas cerradas…? Todo lo más, será una superposición de ideas que, por otro lado, son sobradamente conocidas (o sobradamente desconocidas, según se vea), y generalidades que se podrán llevar a cabo (o no), según como doña Merkell o don Sarko decidan, asesorados ambos por esas mentes ocultas y dañinas que están llevando a Europa al desastre, al retroceso de décadas en tantas cosas, fundamentalmente derechos sociales, que costaron tanto sufrimiento y sangre a quienes nos precedieron; sudor y sangre a los que deberíamos mostrar mucho más respeto del que demostramos.
Si se hace caso de las encuestas, parece que hay una millonada amplísima de ciudadanos que aún deshojan la papeleta que introducirán en la urna el próximo día veinte. Es algo muy respetable, lo digo por delante, por si alguien no me entiende, pero no me lo creo. Supongo que habrá personas que aún duden, pero no me creo que sean tantas. Otra cosa bien distinta es que no contesten a la pregunta, porque uno en este país no se termina de fiar de nadie, y menos del uso que se haga de una respuesta, por más que se garantice el anonimato.
Todo es un esperpento, un juego inútil y un poco triste. Si acaso, el menú con el que sobrevirán opinadores y analistas.
Y lo peor del asunto es que con estas cuestiones, la desafección hacia los políticos y sus patrañas crece y crece. Pero crece hacia la indiferencia, que es la más peligrosa de las actitudes.
En estas últimas semanas o meses, durante más de una ocasión he debatido –esta vez sí, en la acepción precisa que la RAE establece para esta palabra- con personas bien distintas sobre este asunto. Me sorprende que en general el argumento sea muy similar:
a)             los políticos son todos iguales, en general unos arribistas que sólo buscan su propio beneficio,
b)             nosotros no podemos hacer nada por cambiar las cosas. Para algo les elegimos.
Por mi parte vengo a decir que esto no es la democracia. Es verdad que son ellos quienes incumplen (cuando incumplen), roban (cuando roban), van a lo suyo o a lo de sus amigos (cuando así actúan), y todos los etcéteras que se quieran añadir. Pero dicho esto, ¿cuánto hay de dejación por nuestra parte? ¿No se evitarían algunos de estos dislates si fuésemos más críticos a diario, en lo cotidiano?
Se me contesta por la falta de tiempo, por la cantidad de quehaceres que nos ocupan el día a día, y que es imposible atender todo esto; en fin, que para esto es para lo que les elegimos. Si se entiende que todos debemos estar en todo, por supuesto que la cuestión es utópica. Una democracia asamblearía para gobernar o gestionar una nación de cuarenta y seis millones de ciudadanos es inviable, se mire por donde se mire. Pero creo que cada uno de nosotros tenemos nuestra parcela, nuestro interés, aunque sólo sea nuestra dedicación.
Ortega y Gasset hablaba hace ya muchos años de la sociedad invertebrada. Sinceramente creo que hemos avanzado muy poco en estas cuestiones. Me parece que el gran problema de nuestra democracia es que las únicas organizaciones colectivas que funcionan –como verdaderas máquinas apisonadoras, por cierto- son los partidos políticos, que, además y para terminar de rematar la escena, están en manos de la gran banca, a la que deben dinero en cantidades poco edificantes.
En esta ciudad, por ejemplo, los carteles electorales del PSOE que cuelgan en las farolas de las calles no cuentan con la fotografía del candidato primero de su lista por esta circunscripción, cuando es a él a quien votaremos (o no) el próximo día veinte. El único rostro visible es el D. Alfredo Pérez Rubalcaba a quien, si se cumple lo previsto, no veremos por aquí. (Hace cuatro años sí estuvo, no deja de ser curioso). Está claro, por tanto, que da lo mismo quién figure en la papeleta que introduciremos (o no) en la urna. Es evidente que es algo sabido desde 1978: nada importa el individuo a quien se vote, lo que importa son las siglas por las que se presenta.
Todas estas cuestiones deberían hacer plantearnos el modelo de ley electoral que tenemos. Sé que mis palabras no moverán a nadie, pues yo tampoco soy nadie –excepto el próximo día veinte, que seré un voto (o no)-, pero ciertas conjunciones –y no precisamente estelares- son peligrosas. Y no guardar memoria de la historia suele llevar a su repetición, porque la historia tiene esos caprichos.