Tampoco acusarás recibo del poema cuya primera versión te acabo de escribir. Ya tiene su hueco en el poemario aún balbuciente en que me debato, y era necesario –tanto como respirar- que al fin me brotara. Uno se empeña en buscar poemas, pero los poemas no se encuentran, brotan, son como las flores o como los cardos o como los campos de cereales, nacen a su tiempo, cuando la semilla, tras anidar en la tierra, germina y rompe la piel del terreno y ahonda en su entraña con los filamentos de sus raíces.
Quizá era necesaria una tarde tranquila y fría como la de hoy, una tarde de puro otoño melancólico y oscuro, como esos pozos sin brocal a los que tanto temes desde siempre y a los que tanto nos hiciste temer, no fuéramos a caer en ellos, como algunos niños –decías- caían. En la cuadra de la casa del abuelo –comentabais los mayores- había uno, y en aquellas tardes de los veranos interminables vi por vez primera el pánico en tu rostro; ese pánico inexplicable, porque casi siempre crecía ante circunstancias que no habían sucedido ni era probable que sucedieran.
¿Sabes…? Tal y como lo entiendo, los poemas no se pueden escribir cuando la herida mana, porque lo único que habrá será sangre y pus, una turbiedad que haría de los sentimientos un huracán ilegible y poco aprovechable. Al menos yo no puedo. En esos momentos, lo único que puedo hacer, si es que soy capaz, es dejar un rastro, como un grito de hormigas en algún papel; pero casi nunca sirve de nada, salvo como una viga sobre la que ir edificando después, cuando la cicatriz ya no duela, pero no se haya desdibujado del todo.
Este poema me llevaba pesando en algún lugar del corazón desde hace unas semanas, pero era un magma ardiente al que no se podía echar mano, salvo que quisiera abrasármela. Ahora, sin embargo, esa lava ígnea se ha tornado roca volcánica que, aunque aún humea, ya permite ser manipulada.
Y ahora estoy mejor, porque te lo debía, porque era necesaria abrir esta puerta, porque, quizá, si soy algo así como un poeta, la única razón sea poder escribir este viaje, aunque su destino sea uno al que no queremos dirigirnos, ni, mucho menos, llegar. Pero nuestra voluntad es ajena a este asunto.