Hay días nacidos para erigir un monumento a la amistad. Justo en mitad de las llamas del incendio que parece que todo lo calcina con su voraz hambre insaciable, surge esa llamada de teléfono, ese correo electrónico, ese gesto amigo, esa palmada sin palabras, esas frases que llevan, como una guinda dulcísima, la raíz del verdadero ánimo… Y uno sabe que no todo está perdido. Uno sabe que el destino probablemente sea inapelable, pero no es lo mismo recorrer el camino en solitario, que hacerlo con el aliento de la amistad animando el trance.
Lamento la torpeza de mis manos para levantar esa imagen: una mano apoyada sobre un hombro, ese gesto de camaradería entre amigos que pasean en la misma dirección. Sólo eso.
Pero sólo tengo mis torpes palabras, y eso es lo único que puedo levantar, en el fondo una avecilla que se pierde en la brisa; pero sabedlo: siento vuestras manos sobre mis abatidos hombros como si fueran alas que me elevan sobre el dolor y la pesantez del llanto.