Hace veintiún años, la noche era un pedazo de hielo sobre la superficie terráquea, al menos en esta parte de la Meseta castellana. Las estrellas disparaban su luz sobre nosotros que se convertía en flechas envenenadas por un helor cortante.
En teoría faltaba una semana para el acontecimiento que esperábamos con tanta alegría. Aunque uno tenía el barrunto de que no pasaría tanto tiempo. Y así fue. Al principio del día dos, justo pasados cinco minutos del quicio que separa o enlaza una jornada con otra, nació mi primera hija. Ella, su llegada hasta nosotros, supuestamente, sería el combustible necesario para que nuestra vida –la de entonces- se encauzara definitivamente, pero…
Bueno, mejor no seguiré por esta vía. Mejor pensar en lo que verdaderamente importa, el futuro, nunca el doloroso pasado.
Ahora mismo, a mis espaldas, esta mujercita está abrazada a su novio, se ríen, juegan, se besan… No saben que la noche hace que la ventana que tengo ante mí se torna espejo, y sobre su azogue les veo, con mover mis ojos un poco.
Es feliz, o lo parece, a pesar de todo. Y después de haberla visto sufrir tantas veces por diferentes motivos, contemplarla de este modo me llena de gozo, aunque a veces no sé qué le haría, como, cuando ahora mismo, enchufa el televisor y expulsa el silencio necesario con una patada en el trasero…
En fin, como casi todos los días, habrá que rendirse a la evidencia.