Convendría que la jaqueca desapareciera, o la noche acabará en algún purgatorio, inservible, agnóstica de sí misma.
Hay veces que los días llegan con su carcasa vacía, como si al empaquetador se le hubiera escapado la caja sin su contenido, y otro la hubiera envuelto en el hermoso papel de regalo. Cuando llega a tus manos crees que, al abrirla, encontrarás un pedazo de sol, pero la sorpresa se torna estupor: no hay nada.
Mis mejores horas del día son éstas, cuando, por fin, me pongo delante de este paisaje y procuro desentrañar el misterio de alguna idea que me lleve a las palabras conductoras de luz.
Cuando las manecillas del reloj transitan este momento, y la cabeza, sin embargo, ha sido saboteada por manifestantes que han erigido barricadas, me entristezco, pues todo el afán de la jornada acaba estrellándose contra ese muro. A veces los antidisturbios no llegan a tiempo. Acabarán disolviendo a los revoltosos –ya quedan muchos menos-, pero quizá sea tarde.
Mejor será leer algún libro de hermosa portada adamascada. Porque como me han escrito, los libros están para viajar de ciudad en ciudad… Quizá allí encuentre la llave que me acerque al manantial, o sirva para hacer explotar la roca que aún atora el mío.