Cómplices

Martes, 20 de diciembre de 2011

Escribir por escribir sobre lo sucedido en estos días en el Congreso de los Diputados, tan cercano al Prado y al Thyssen (algo se les podría pegar a sus señorías), me aburre o, más bien, me deprime y me enciende. Se ha iniciado una época en que, me temo, se fijarán las bases hacia el retroceso en muchas cosas, excepto en las pretensiones neoliberales, y los anhelos de los grandes empresarios que, en el fondo, no son más que el largo brazo de lo anterior. Y lo peor del asunto es que mucho antes de haber inaugurado este capítulo de nuestra historia, ya tienen preparada la justificación o explicación al desaguisado que van a cometer.
Podremos estar satisfechos cuando consigamos que los números de la llamada macroeconomía (ese galimatías inextricable) cuadren y armonicen y Merkel las bendiga. Alzaremos entonces nuestros brazos en algazara, entonaremos briosos aleluyas jubilosos, porque nuestra pobreza habrá ayudado a sanear las cuentas de nadie sabe muy bien quién. Mejor no nos quejemos en ese momento del estado en que esté la sanidad pública, la educación pública, la atención a los más desfavorecidos, los derechos laborales, puesto que el único derecho (y casi el único motivo para vivir) será que alguien pague miserias a cambio de jornadas laborales cada vez más salvajes. Ni tampoco nos rasguemos las vestiduras por el crecimiento de la sanidad privada, la educación privada, la seguridad privada… El camino está empezando a trazarse. Las élites volverán a gozar de lo más exclusivo, lo mejor, y el resto les serviremos, porque esa será nuestra misión. Ésa, en el fondo, es la idea. O si no es así se le parece mucho. Quizá consigan que baje el paro y los salarios, no lo dudo, y, a cambio, además de nuestro eterno agradecimiento, les pagaremos con más tiempo, con más energía, con nuestra dignidad perdida a cambio del famoso plato de lentejas. Poco más. Trabajar será el único objetivo, por tanto, y en aplicación elemental del razonamiento lógico, se congela la oferta pública de empleo. Magnífico y, sobre todo, coherente.
Lo que no acepto, ni bien ni mal ni regular, es que el discurso tan poco brillante de nuestro Presidente de Gobierno haya llevado el sufrimiento y las lágrimas a más de una persona.
Que en nombre de unos números se lleve la desesperación a una vida (a más de una) es para que este señor y cuantos le rodean y aplauden con las orejas sus planes, dejen de dormir en los próximos cuatro años. Noche por noche con un insomnio incurable.
Nos van a distraer con cuestiones de carácter patriótico, acudiendo a la idea de España y su grandeza, esa idea que aún late en lo más profundo de muchos cerebros.
España no es un territorio. España no es una bandera. España no es un himno. España no es un modelo de estado. España somos los españoles. El conjunto de nuestras esperanzas, ilusiones, anhelos, miedos, preocupaciones, enfermedades, proyectos, bienes, creencias, ideologías, sentimientos, sensaciones.
Esto lo aprendí en carne propia hace muchos años, cuando me obligaron a vestirme de verde y a empuñar un cetme, aunque sólo fuera para la instrucción y disparar con balas de fogueo a una diana (por cierto cerré los ojos y acerté en la que no me correspondía). Entonces descubrí que lo único que se aproximaba a España éramos nosotros mismos. Lo demás son entelequias insostenibles cuando se tratan de justificar a toda costa, incluso a costa de convertir a una persona en un mar de lágrimas.
Sé que esto es más básico que el mecanismo de un chupete, pero algunas veces uno tiene la impresión de que los políticos no asistieron a la primera clase de la carrera para ser ministros que la mayoría empezó hace muchos años y en cuyo empeño seguirán durante lo que les quede de existencia, al resguardo de cualquier tormenta. Ninguno de ellos presentará una enmienda para disminuirse el sueldo. Ningún grupo político renunciará a los tremendos estipendios que les corresponden por el hecho de serlo. Ningún diputado o senador pedirá que su cotización a la seguridad social tenga exactamente el mismo tratamiento que el del resto de trabajadores por cuenta ajena dentro del régimen general de la Seguridad Social. Ninguno renunciará a sus dietas, coches oficiales, despachos, y el sinnúmero de etcéteras que, en forma de prebendas, legalmente les corresponden.
Entretanto alguien llora y se desespera.