Cómplices

Jueves, 23 de febrero de 2012


A veces tengo la impresión de que me comporto como máquina engranada para no detenerme, como uno de esos sinfines que dan vueltas y vueltas sin parar, acarreando piedra, arena o grano. A veces me da en la nariz un aroma de vergüenza cuando, por ejemplo, dedico un tiempo a contemplar, a no hacer nada, haciéndolo todo, es decir, recibir a través de mis sentidos lo que el mundo me ofrece, cuando el paseo cotidiano (por prescripción facultativa) se alarga por el mero placer de permitir que la mirada se embellezca por dentro con los perfiles casi dorados de esta ciudad. A veces incluso hasta dormir parece una pérdida de tiempo cuando, bien mirado, dormir bien y lo suficiente significa tener resuelto un tercio de la existencia.
A menudo murmuro, casi como jaculatoria, los famosos versos de fray Luis, “qué descansada vida la de quien huye del mundanal ruïdo” (siempre incluyo la diéresis que el poeta usó para romper el diptongo), y me suena a utopía inalcanzable, a una especie de anhelo que se cumplirá sólo después del postrer suspiro. Y sin embargo, creo que en esa afirmación del agustino conquense anida buena parte de la sabiduría.
Por lo que se ve (si tenemos en cuenta las fechas por las que fueron escritos estos versos, mediados del siglo XVI aproximadamente), el ser humano ha caído en la misma trampa, o ha tenido la tentación de caer en la misma trampa: enfangarse en multitud de actividades que, a la hora de la verdad, sirven únicamente para distraernos de lo que importa.
El ser humano está preparado para la acción, qué duda cabe, pero también necesita del reposo, de la reflexión, de momentos de parada y simple contemplación, como para cargar las baterías. En el fondo, el ser humano es un frágil equilibrio entre acción y reflexión: tan dañino es no pararse como no moverse. No por decir mucho, se dice más, o se dice mejor.
Si ya en el Renacimiento algunos tenían la sensación de estar demasiado enfangados en lo más efímero y baladí de este mundo, en este siglo, me temo, la cosa empeora. A lo mejor el gran problema de nuestro tiempo tiene que ver con esa carencia de reflexión. Cada día uno se acostumbra más (y peor) a leer mucho, pero por encima, en diagonal, recogiendo apenas por unos minutos los titulares, por así decir. Demasiados datos sin información medianamente profunda, reflexiva y contrastada. Es como si respirásemos datos, en vez de asimilarlos.
Quizá la gran trampa es caer en ese movimiento frenético que ofrece Internet. Tener acceso a tantas ventanas de opinión y de información, me provoca la sensación de tener que acudir a todas partes y estar en todos lados al mismo tiempo.
Los sabios renacentistas conocían muchas cosas, pero no de modo superficial, sino que su formación era amplísima y hondísima. Hoy se tiende a pensar que almacenar muchos datos de casi todas las cosas, nos autoriza para opinar sobre todas ellas. Y no es verdad —salvo excepciones—, puesto que en cuanto llega el verdadero experto, quien conoce con profundidad de una materia, se comprende el verdadero alcance de nuestra ignorancia.
No es verdad que por tener acceso a la información más amplia y plural, estemos más informados ni, mucho menos, más formados. Sólo tenemos más datos que apenas manejamos con soltura y con propiedad. Ahí nos engañan. Camuflan la libertad con el barniz de la información superficial. Al final nos movemos por impulsos de la grey, no por decisiones individuales y meditadas. En apariencia esta sociedad es más democrática, pero en realidad está más manipulada, pues la confusión se consigue mejor con tantísima estridencia.
Si quiero aportar algo a los demás, si quiero que mi voz sea algo más que una retahíla, quizá convengan más momentos de silencio activo, de escucha sosegada, de contemplación, de dejarse iluminar por quienes realmente saben algo… Algo así como imitar a los árboles que se dejan bañar por la luz, sin resistencia, como ofreciéndose a su acción, para crecer, para robustecerse, para regalarnos su sombra y sus frutos y, más aún, llenar el aire que respiramos con el oxígeno que permite nuestra vida.