A veces tengo la impresión de que me
comporto como máquina engranada para no detenerme, como uno de esos sinfines que
dan vueltas y vueltas sin parar, acarreando piedra, arena o grano. A veces me
da en la nariz un aroma de vergüenza cuando, por ejemplo, dedico un tiempo a
contemplar, a no hacer nada, haciéndolo todo, es decir, recibir a través de mis
sentidos lo que el mundo me ofrece, cuando el paseo cotidiano (por prescripción facultativa) se alarga por el mero placer de permitir que la mirada se
embellezca por dentro con los perfiles casi dorados de esta ciudad. A veces
incluso hasta dormir parece una pérdida de tiempo cuando, bien mirado, dormir
bien y lo suficiente significa tener resuelto un tercio de la existencia.
A menudo murmuro, casi como jaculatoria, los
famosos versos de fray Luis, “qué
descansada vida la de quien huye del mundanal ruïdo” (siempre incluyo la diéresis
que el poeta usó para romper el diptongo), y me suena a utopía inalcanzable, a
una especie de anhelo que se cumplirá sólo después del postrer suspiro. Y sin
embargo, creo que en esa afirmación del agustino conquense anida buena parte de
la sabiduría.
Por lo que se ve (si tenemos en cuenta las fechas
por las que fueron escritos estos versos, mediados del siglo XVI
aproximadamente), el ser humano ha caído en la misma trampa, o ha tenido la
tentación de caer en la misma trampa: enfangarse en multitud de actividades
que, a la hora de la verdad, sirven únicamente para distraernos de lo que
importa.
El ser humano está preparado para la acción, qué
duda cabe, pero también necesita del reposo, de la reflexión, de momentos de
parada y simple contemplación, como para cargar las baterías. En el fondo, el
ser humano es un frágil equilibrio entre acción y reflexión: tan dañino es no
pararse como no moverse. No por decir mucho, se dice más, o se dice mejor.
Si ya en el Renacimiento algunos tenían la sensación
de estar demasiado enfangados en lo más efímero y baladí de este
mundo, en este siglo, me temo, la cosa empeora. A lo mejor el gran problema de
nuestro tiempo tiene que ver con esa carencia de reflexión. Cada día uno se
acostumbra más (y peor) a leer mucho, pero por encima, en diagonal, recogiendo
apenas por unos minutos los titulares, por así decir. Demasiados datos sin
información medianamente profunda, reflexiva y contrastada. Es como si respirásemos
datos, en vez de asimilarlos.
Quizá la gran trampa es caer en ese movimiento frenético
que ofrece Internet. Tener acceso a tantas ventanas de opinión y de información,
me provoca la sensación de tener que acudir a todas partes y estar en todos
lados al mismo tiempo.
Los sabios renacentistas conocían muchas cosas,
pero no de modo superficial, sino que su formación era amplísima y hondísima. Hoy
se tiende a pensar que almacenar muchos datos de casi todas las cosas, nos
autoriza para opinar sobre todas ellas. Y no es verdad —salvo excepciones—,
puesto que en cuanto llega el verdadero experto, quien conoce con profundidad
de una materia, se comprende el verdadero alcance de nuestra ignorancia.
No es verdad que por tener acceso a la información
más amplia y plural, estemos más informados ni, mucho menos, más formados. Sólo
tenemos más datos que apenas manejamos con soltura y con propiedad. Ahí nos
engañan. Camuflan la libertad con el barniz de la información superficial. Al final
nos movemos por impulsos de la grey, no por decisiones individuales y
meditadas. En apariencia esta sociedad es más democrática, pero en realidad está
más manipulada, pues la confusión se consigue mejor con tantísima estridencia.
Si quiero aportar algo a los demás, si quiero que mi
voz sea algo más que una retahíla, quizá convengan más momentos de silencio
activo, de escucha sosegada, de contemplación, de dejarse iluminar por quienes
realmente saben algo… Algo así como imitar a los árboles que se dejan bañar por
la luz, sin resistencia, como ofreciéndose a su acción, para crecer, para
robustecerse, para regalarnos su sombra y sus frutos y, más aún, llenar el aire
que respiramos con el oxígeno que permite nuestra vida.