Cómplices

Lunes, 20 de febrero de 2012


Vuelta a una larga caminata desoxidante, sobre todo para las neuronas. Regreso a sentir la luz y las distancias en la mirada. Aunque las temperaturas siguen siendo casi subterráneas, la luminosidad de la tarde ha ejercido de buen cebo para mis piernas.
Me parece —pero quizá me equivoque— que recibir tanta información, por canales tan diversos y variopintos, culmina en una amalgama tal de datos, que uno no sabe ya si ha leído o ha soñado —¿Ha pesadillado, no existe?—, y, al final, tiene la sensación de desinformación, de tal puré indigesto que llega a la conclusión que mejor hubiera sido hacer cualquier otra cosa.
Anoche, casi por casualidad —bendita casualidad—, estuvimos comentando sobre Rayuela en el FB. Llegamos a la sugerencia de que sería bueno ponerse a una relectura. Y a pesar de que tengo un par de libros empezados, decidí seguir mi propia sugerencia.
Es como si fuera otra novela distinta de aquella que leí hace veinte años. Y ya no sé si es la novela la que ha variado, o, más bien, he sido yo. Algunas veces sucede que las relecturas de libros, son un fiasco para el nuevo lector de hoy; sin embargo, en el caso de la novela de Cortázar, me está sucediendo al revés. Es como si ahora me acercase un poco más a su comprensión, aunque aún esté tan lejos como lo estoy de una estrella.
No es de extrañar…
Si vuelvo la mirada al Amando que era yo hace veinte años, me veo como un ser desbordado por la vida. Aún así me gustó entonces, pero ahora estoy disfrutando más, quizá no haya nada que me distraiga, quizá sea capaz por ello de oír mejor el rumor lírico que recorre su texto, quizá me importe menos sumergirme en la literatura y no querer aprehender únicamente el argumento, quizá sea que hoy comprendo mejor a Oliveira y a la Maga…
*
La realidad sigue haciendo daño, e impide que durante mucho tiempo permanezca ajeno a sus continuos balanceos. Uno pretende conseguir una vida pacífica y razonablemente tranquila, pero se empeñan con afán infatigable en situarnos ante circunstancias de las que ya se suponían desfasadas, meras imágenes de viejas hemerotecas casi apolilladas.
¿Es el poder absoluto, sinónimo de absoluta arrogancia, sinónimo de manos libres para descargarlas fieramente contra estudiantes que cortan una calzada?
A mi espalda, mi hija —la que aún no había nacido cuando leí Rayuela por vez primera— está en su página de la Facultad, algo de rabia empieza a haber también entre los mensajes que se cruzan. Todavía predomina cierto humor corrosivo, pero ya se empieza a percibir el desaliento y el descontento. Podría ser ella la que cualquier día acabe con varios puntos de sutura en al cabeza por reclamar lo que en justicia es suyo, aquello por lo que sus padres tanto nos hemos sacrificado.
Temo por la educación pública y, sinceramente, creí que nunca más tendría que temer por ella. Y el deterioro de la educación pública —ya sé que me repito— es el paso necesario para cortar el puente que permite que la igualdad de oportunidades no sea una metáfora cargada de imposible buenismo.