Esta ciudad
presenta uno de sus rostros más hermosos recién nevada, aunque a mí me guste más
cuando el otoño decide revestirla con sus pinceles y su luz. Sin embargo,
moverse cuando la señora blanca más intempestiva se pone, salvo para los niños
y los jovencitos, es complicado y casi desagradable; incómodo.
Hemos perdido esa edad en que ciertas
inclemencias meteorológicas, las vivíamos como juguetes meteorológicos para
disfrutarlos como un regalo sorpresa, como el mejor de los regalos.
Causa melancolía vernos caminar temerosos
por las empinadas calles, no vayamos a pegar el resbalón fatídico que quebrante
alguno de nuestros huesos, mientras que la chavalería organiza verdaderas
carreras y saltos de obstáculos y batallas blancas a sabiendas de que nada va a
suceder. Los operarios del Ayuntamiento trabajando a destajo, sembrando de sal
y otros materiales fundentes, que dirían los expertos, las calles, como quien
quiere destrozar una mala hierba. El tráfago de vehículos hostil y más
abundante, acaso, de lo habitual.
Sólo unos pocos saben disfrutar de la
belleza.
Sólo unos pocos saben que estos momentos se
elevarán a la categoría de sonrisa dentro de un tiempo…