Cómplices

Martes, 7 de febrero de 2012


(A Marisa Peña, por su artículo de hoy en los blogs de Público.
Gracias)
La memoria y la palabra son la esencia del ser humano. Como bien saben quienes tienen o han tenido que convivir con un pariente que padece o ha padecido Alzheimer, sin memoria el ser humano deja de ser quien era; de algún modo deja de ser.
Si esto es así en lo individual, en lo colectivo sucede lo mismo.
Sé que me repito, sé que esta idea ha circulado por estas páginas en alguna otra ocasión no muy lejana; pero los acontecimientos vergonzosos que padece este país y quien ha intentado aplicando las leyes— que como Nación recobrásemos esa parte de la memoria que aún falta, me obliga a recalcar, una vez más esta idea.
Como pueblo también somos memoria y palabra. Nos quitaron el uso libre de la última y se pudo reconquistar al cabo de los lustros. A algunos les quieren extirpar a la fuerza la primera. Y quizá sólo el miedo o la mala conciencia expliquen tanta resistencia.
Para que la herida se convierta en cicatriz que deje de supurar, es necesario más aún, urgente que se subsane esa injusticia. Si los familiares de cualquier persona muerta, incluso un genocida o tirano, tienen derecho en cuanto que seres humanos a recordar a sus muertos y a saber dónde reposan sus restos mortales, ¿cuánto más lo tendrán quienes fueron víctimas, aquellos que sólo fueron culpables de pensar de modo diferente a quien portaba las armas que acabaron con su vida?
Si una herida profunda se cubre con una venda, pero no se limpia, ni se sanea, la infección, incluso la gangrena es inevitable. Y ciertas heridas no hay sistema político ni sistema educativo ni Código Penal que las palie, porque se desayunan, se comen y se cenan a diario. Y como se hereda el color de los ojos, un hoyuelo en la barbilla, la forma de caminar o el gesto del rostro, también se heredará el odio.