(A Marisa Peña, por su artículo de hoy en los blogs de Público.
Gracias)
La memoria y la
palabra son la esencia del ser humano. Como bien saben quienes
tienen o han tenido que convivir con un pariente que padece o ha padecido Alzheimer, sin memoria el ser humano deja de ser quien era; de algún modo deja de ser.
Si esto es así en lo individual, en lo
colectivo sucede lo mismo.
Sé que me repito, sé que esta idea ha
circulado por estas páginas en alguna otra ocasión no muy lejana; pero los acontecimientos
vergonzosos que padece este país y quien ha intentado —aplicando las leyes— que como Nación recobrásemos
esa parte de la memoria que aún falta, me obliga a recalcar, una vez más esta
idea.
Como
pueblo también somos memoria y palabra. Nos quitaron el uso libre de la última
y se pudo reconquistar al cabo de los lustros. A algunos les quieren extirpar a la fuerza la primera. Y quizá sólo el miedo o la mala conciencia expliquen
tanta resistencia.
Para
que la herida se convierta en cicatriz que deje de supurar, es necesario —más aún, urgente— que se subsane esa
injusticia. Si los familiares de cualquier persona muerta, incluso un genocida
o tirano, tienen derecho —en cuanto que seres humanos— a recordar a sus muertos y
a saber dónde reposan sus restos mortales, ¿cuánto más lo tendrán quienes
fueron víctimas, aquellos que sólo fueron culpables de pensar de modo diferente a quien portaba las
armas que acabaron con su vida?
Si
una herida profunda se cubre con una venda, pero no se limpia, ni se sanea, la infección,
incluso la gangrena es inevitable. Y ciertas heridas no hay sistema político ni
sistema educativo ni Código Penal que las palie, porque se desayunan, se comen
y se cenan a diario. Y como se hereda el color de los ojos, un hoyuelo en la
barbilla, la forma de caminar o el gesto del rostro, también se heredará el
odio.