Cómplices

Viernes, 10 de febrero de 2012


Me detengo. Más que el folio en blanco, debería decir la pantalla en blanco, y es un reto, como un abismo que se ha de saltar con lo que uno es y lo que uno tiene,  bien poca cosa, por cierto.
Sólo se me ocurre escribir acerca de la preocupación que me acecha desde hace unos meses, quizá unos años, desde que el monstruo decidió mostrarse insaciable en su voraz apetito. Sólo se me ocurre retornar una y otra vez al mismo asunto, y no quiero repetirme, no quiero convertirme en eco de mí mismo, por más que la situación cada día se torne más quebradiza o frágil.
Y por si todo fuera poco, tengo la impresión vivísima de que nos consideran estúpidos. Me parece que nos tratan como si nuestra capacidad para pensar no existiera, como si fuésemos meros individuos semovientes, o algo así. Pretenden, con juegos de palabras altisonantes y efectistas, provocar la confusión, y eso es imposible, al menos en un grupo notable de la población.
Uno escucha a unos y a otros: empleadores, políticos, sesudos comentaristas (los sindicatos mantienen un extraño silencio), y comprende que los verdaderos dioses del sistema: productividad, rentabilidad y eficacia, han llegado ya a uno de los últimos reductos del Planeta, donde aún había alguna resistencia a su dominio, donde aún cierta dignidad humana era tenida en cuenta, donde ser trabajador aún no suponía el estigma de ser casta inferior…, al menos en teoría.
Quizá me he puesto últimamente las gafas de no ver, y por tanto no alcance a contemplar las bondades de estas medidas. Quizá tengan razón, pero el pesimismo me invade, como si esta civilización hubiera sido derrotada, como si ya hubiésemos alcanzado y rebasado las más altas cimas a las que podíamos aspirar, y ahora llegue el declive que siempre sucede. Y sin embargo, a uno le queda la impresión de que ni siquiera habíamos subido los primeros metros de la ascensión, que la humanidad está lejísimos de alcanzar su verdadera valía.