Me detengo. Más que el folio en blanco, debería decir la pantalla
en blanco, y es un reto, como un abismo que se ha de saltar con
lo que uno es y lo que uno tiene, bien poca
cosa, por cierto.
Sólo se me ocurre escribir acerca de la
preocupación que me acecha desde hace unos meses, quizá unos años, desde que el
monstruo decidió mostrarse insaciable en su voraz apetito. Sólo se me ocurre
retornar una y otra vez al mismo asunto, y no quiero repetirme, no quiero
convertirme en eco de mí mismo, por más que la situación cada día se torne más
quebradiza o frágil.
Y por si todo fuera poco, tengo la impresión
vivísima de que nos consideran estúpidos. Me parece que nos tratan como si
nuestra capacidad para pensar no existiera, como si fuésemos meros individuos
semovientes, o algo así. Pretenden, con juegos de palabras altisonantes y
efectistas, provocar la confusión, y eso es imposible, al menos en un grupo
notable de la población.
Uno escucha a unos y a otros: empleadores,
políticos, sesudos comentaristas (los sindicatos mantienen un extraño
silencio), y comprende que los verdaderos dioses del sistema: productividad, rentabilidad
y eficacia, han llegado ya a uno de los últimos reductos del Planeta, donde aún
había alguna resistencia a su dominio, donde aún cierta dignidad humana era
tenida en cuenta, donde ser trabajador aún no suponía el estigma de ser casta
inferior…, al menos en teoría.
Quizá me he puesto últimamente las gafas de
no ver, y por tanto no alcance a contemplar las bondades de estas medidas. Quizá
tengan razón, pero el pesimismo me invade, como si esta civilización hubiera
sido derrotada, como si ya hubiésemos alcanzado y rebasado las más altas cimas
a las que podíamos aspirar, y ahora llegue el declive que siempre sucede. Y sin
embargo, a uno le queda la impresión de que ni siquiera habíamos subido los
primeros metros de la ascensión, que la humanidad está lejísimos de alcanzar su
verdadera valía.