Lo primero que nos sorprendió ayer, nada
más cruzar la puerta de entrada y un minúsculo pasadizo, fueron los capiteles
del claustro del monasterio de Santa María la Real de Nieva que pertenece a la obra social de Caja Segovia.
(¿Por cuánto tiempo aún?)
Todavía no había llegado mi
hermano ni el resto de su familia, así que nos demoramos recorriendo el
claustro, con el sabor de la admiración galopando a través de nuestras gargantas y
amenazando con obnubilar la vista.
Como todo claustro que se
precie (incluso los que son mera huella de un pasado ya irreconocible) el
ciprés se erguía, menhir vivo, en muda acción de gracias. Sin embargo, fueron
los capiteles de las columnas lo que nos llamaron la atención. Su estado de
conservación es prodigioso, como si la mano del tiempo hubiera dejado
de actuar en este lugar, o, como mucho, se hubiera limitado a acariciar de vez
en cuando la piel de piedra de estos altorrelieves, prodigio de iconografía. En
la casi totalidad se puede apreciar cada detalle, casi cada golpe de
cincel que el cantero dejaba, tal que beso esculpido sobre la piedra de
caliza rubia.
Comprendí por
qué mi hermano me comentó en abril que para la exposición de Santa María preparaba
algo nuevo… Si uno hubiera sabido qué hacer con un pincel entre las manos, además
de sujetarlo, me habría planteado lo mismo. A la vista del lugar es imposible
otra idea.
Y lo ha hecho.
Continuando por la vereda
que transita su obra, ha dado nuevos pasos que intensifican o ahondan, por así
decir, los hallazgos técnicos y las propuestas temáticas. Según lo ven mis
torpes ojos, el realismo se hace más realista y lo abstracto se sublima más aún:
carne y luz, luz encarnada, carne iluminada.
Pero este camino estético,
no sólo es trayecto de exploración formal, sino motor
de búsqueda existencial.
No recuerdo ahora quién afirmó que la ética es previa a la estética, pero lo suscribo plenamente.
Cuando el arte (cualquier arte, no sólo la pintura, sino el resto) sólo abunda y se esmera en el envoltorio con que se presenta ante el
espectador, podría decirse que el artista ofrece sólo cáscaras sin fruto. En
tal caso, y como mucho, sólo podría apreciarse virtuosismo técnico, pero no
verdadera emoción, algo que llegue al interior de quien recibe la propuesta
creativa.
Otra cosa bien distinta es
que esa oferta concreta guste o no. Sobre tal aspecto nunca se puede estar
seguro. Esa parte del proceso de comunicación entre quien crea y quien
contempla lo creado, ya no pertenece al artista, sino que es la respuesta libre
del receptor. Así ha sido siempre, así seguirá siendo siempre, así debe seguir
siendo, por más que los poderosos e influyentes pretendan (y consigan casi siempre)
imponer su criterio, eso sí, con mecanismos cada vez más sofisticados y
sutiles, lo que les hace más peligrosos y difíciles de desenmascarar.
Al abandonar la exposición,
uno salía con el espíritu sereno. A pesar de todas las dificultades, de todas
las tribulaciones, la potencia de la Luz acabará por destruir el color
tenebroso del mal que ahora parece gobernar el mundo. Pero no quiero ahora detenerme en reflexiones de penumbra y frío. Mancillaría un recuerdo que es camino hacia la esperanza, aunque el trayecto parezca demasiado extenso.