Cómplices

Jueves, 7 de junio de 2012


A veces me oriento mal por los vericuetos de este mundo. A veces camino con la convicción de que es la senda adecuada, pero, de pronto, descubro el error. Como si hubiera sido víctima de un espejismo o de una alucinación, como si el canto malicioso de las sirenas me hubiera trastornado los sentidos. A veces tengo la sensación de que estoy equivocado, e intento modificar la orientación de mis pasos.
Pero cuando en mis adentros empieza a sonar un eco lejano, que conozco a la perfección, entonces sé que me he dejado llevar por algo ajeno a mí, quizá la comodidad, quizá la tranquilidad que otorga saberse acompañado, muy acompañado.
Todavía me cuesta reconocer que esta tarea es tan solitaria como parece. Aunque no esté solo, aunque deba y me deba a los demás, aunque el sendero sea ancho y esté ocupado por muchos, cada uno traza sus pasos (invisibles, quizá inútiles) en solitario. Son sus piernas y su corazón, no el de los acompañantes, quienes permiten recorrerlo.
A esta hora del ocaso (este lento ocaso fresco de un Corpus Christi que ya no es festivo) los vencejos vuelan con muchas dificultades. La fuerza del viento impide que se desplace como ellos quisieran hacerlo. Distingo unos pocos, quizá un par de docenas. Todos ellos ocupan el mismo rectángulo de ventanal, pero cada uno lleva su trazada, su lugar, su tiempo. A pesar de tanta dificultad, no hay choques, no hay fricciones. Entretanto la luz se diluye poco a poco, como si se destiñera en un inmenso océano, igual para todos, pero diferente para cada mirada.