A veces me oriento mal por los
vericuetos de este mundo. A veces camino con la convicción de que es la senda
adecuada, pero, de pronto, descubro el error. Como si hubiera sido víctima de
un espejismo o de una alucinación, como si el canto malicioso de las sirenas me
hubiera trastornado los sentidos. A veces tengo la sensación de que estoy
equivocado, e intento modificar la orientación de mis pasos.
Pero cuando en mis adentros
empieza a sonar un eco lejano, que conozco a la perfección, entonces sé que me
he dejado llevar por algo ajeno a mí, quizá la comodidad, quizá la tranquilidad
que otorga saberse acompañado, muy acompañado.
Todavía me cuesta reconocer
que esta tarea es tan solitaria como parece. Aunque no esté solo, aunque deba y
me deba a los demás, aunque el sendero sea ancho y esté ocupado por muchos,
cada uno traza sus pasos (invisibles, quizá inútiles) en solitario. Son sus
piernas y su corazón, no el de los acompañantes, quienes permiten recorrerlo.
A esta hora del ocaso (este
lento ocaso fresco de un Corpus Christi que ya no es festivo) los vencejos
vuelan con muchas dificultades. La fuerza del viento impide que se desplace
como ellos quisieran hacerlo. Distingo unos pocos, quizá un par de docenas. Todos
ellos ocupan el mismo rectángulo de ventanal, pero cada uno lleva su trazada,
su lugar, su tiempo. A pesar de tanta dificultad, no hay choques, no hay
fricciones. Entretanto la luz se diluye poco a poco, como si se destiñera en un
inmenso océano, igual para todos, pero diferente para cada mirada.