Cómplices

Miércoles, 6 de junio de 2012


En estos tiempos celebrar es algo que no se hace como se debiera. Estamos demasiado agobiados por un sinfín de tareas (más o menos obligatorias), y pasamos por los acontecimientos, más que rápido, por encima, superficialmente. Acaso esta deficiencia de nuestra época, sea otro de los lastres que debemos a los ideólogos y militantes activos del neoliberalismo y neocapitalismo imperantes, porque parece que cualquier cosa que evite o nos distraiga de la máxima producción ha de ser erradicada, como si fuera una pandemia de viruela.
Tal y como lo veo, para celebrar algo en condiciones, o sea conmemorar, festejar una fecha, un acontecimiento —según la primera acepción del DRAE—, hay que detenerse y contemplar. Intentar ser como un ave y cernirse sobre la cotidianidad y degustar con calma el momento.
Celebrar algo, celebrar a alguien o celebrar con alguien está reñido con las prisas, con los relojes, incluso con el deber. Quien acude a una conmemoración obligado a asistir, en realidad no celebra.
A pesar de lo que pudiera parecer a primera vista, festejar un día, un acontecimiento, requiere mucha conciencia de lo que se está haciendo, lo que no quiere decir que haya que tener la expresión de la cara como un palo seco.
La capacidad para la fiesta, para la conmemoración, para juntarse más de dos personas entorno a un acontecimiento, es una de las pruebas más evidentes del avance de las civilizaciones. A medida que se acumulan motivos para la celebración, el ser humano se humaniza más si cabe, porque, de algún modo, la celebración tiene algo de abstracción, es la aplicación de una categoría de pensamiento que lleva a unas conclusiones. Celebrar un cumpleaños es, quizá, el escalón más bajo de las distintas celebraciones, también una de las más entrañables.
Me gusta celebrar sin alharacas mi cumpleaños, prefiero que esta jornada sea un tiempo para la contemplación (si uno supiera y pudiera), para el paréntesis, para hacerse un poco tierra y dejarse empapar por el cariño de quienes le rodean, como los surcos permiten que la lluvia penetre en sus entrañas.
En un momento de la civilización en que avanzar en edad no gusta demasiado, me considero un bicho raro. No me importa haber alcanzado los cincuenta. No aspiro, —nunca lo he hecho—, al don de la eterna juventud. Quizá, por no tener esperanza en semejante asunto, mi interior siente como hace años. Continúo con la misma cabecita de chorlito, continúo soñando con proyectos, continúo aspirando a aprender.
Es verdad que el cuerpo declina. Hasta ahora de modo casi imperceptible, detalles tan pequeños que, incluso a veces mí mismo me pasan desapercibidos… Pero es precisamente ese viaje del organismo el que menos obsesiona. No es que desprecie estos leves quebrantos. Al contrario, soy muy consciente de la importancia absoluta que tiene la salud. Sin salud el resto es, simple y llanamente, imposible.
Sin embargo, envejecer por dentro me importaría mucho más; me preocuparía mucho percibir que las arrugas de la piel —como sublimándose— se trasladan hacia dentro e invaden el territorio inefable que unos llaman conciencia, otros psiqué, otros alma, otros espíritu.
Allí, algunas veces, algunos días, algunos momentos de algunos días, todavía me encuentro con aquel niño a quien le latía el corazón a toda velocidad cuando algo le emocionaba especialmente. Allí todavía me encuentro con el asombro ante las nubes o las sonrisas. Allí todavía me encuentro con la capacidad para rebelarme contra tantas cosas, aunque levante poco la voz.
Hoy es día para contemplar, para dar gracias. Hoy hay que trazar con pulso firme un paréntesis en la cotidianidad.
Hoy es un hito en el camino. Junto a él han situado cómodos asientos bajo la sombra refrescante y ante un paisaje que, a pesar de algunas zonas sombrías, tiende hacia la hermosura e invita al silencio admirado: la vida es un prodigio, siempre, y tener la suerte de disfrutarla junto a personas a las que quieres y que te quieren, es un milagro.
Aunque sólo sea una vez al año, semejante portento merece la contemplación sosegada. Una vez el año conviene dar gracias por ser protagonista de un milagro.