Cómplices

Domingo, 30 de septiembre de 2012


Cervantes es el principal escritor en prosa que nunca haya dado la lengua española. Esto es un axioma que no admite discusión, pues de lo contrario, acarrearía anatema por delito de lesa cultura.
[Otra cuestión es saber quién y cómo ha leído su obra, pero mejor no desbarremos por andurriales pantanosos].
La obra cumbre de Cervantes, según unánime dictamen de la historia, los especialistas y los bachilleres españoles y, por tanto, de la literatura en castellano, es Don Quijote de la Mancha. Ya en su día —como confirmaron ayer durante la conversación que mantuvieron con motivo del Hay Festival en Segovia, la novelista Matilde Asensi y la periodista Montserrat Domínguez— fue un éxito notable y podría ser considerado lo que hoy denominamos un best seller. Como es sabido de la primera edición se imprimieron unos quinientos ejemplares —una barbaridad en términos relativos— y en muy pocos años ya estaba traducido a quince idiomas —otra barbaridad—. Sin embargo, tal y como anticipa en la dedicatoria de la segunda parte del Quijote, el escritor se sentía especialmente orgulloso de Los Trabajos de Persiles y Segismunda quizá porque fuera la última escrita por él. Tanto es así que consiguió que las expectativas ‘editoriales’ fueran notables, porque en 1617 —ya muerto el autor— se publican seis ediciones casi simultáneas en Madrid, Barcelona, Lisboa, Valencia, Pamplona y París.
De todo ello se pueden deducir algunas consecuencias, todas ellas de lo más contemporáneo, por cierto.
Pero acaso la más importante —o así lo veo— es que el autor no calibró la revolución literaria provocada por Alonso Quijano —más conocido por don Quijote de la Mancha, alias el Caballero de la Triste Figura— y se sentía más seguro entre las paredes protectoras de la preceptiva de su época. Aquella que él mismo había resquebrajado con las andanzas quijotescas. Podría decirse que, a pesar de los pesares, el ingenioso hidalgo acabó derribando aquellos gigantes grotescos que tanto se parecían a los modernos molinos que se levantaban a su paso.
Por tanto, y a pesar de sus muchos afanes —comprobar las fechas de edición de sus obras, es confirmar la capacidad de trabajo de Cervantes—, se podría decir que la primera víctima del efecto Quijote, fue el pobre Persiles, más conocido en las páginas de la novela como Periandro.