Cervantes es el
principal escritor en prosa que nunca haya dado la lengua española. Esto es un
axioma que no admite discusión, pues de lo contrario,
acarrearía anatema por delito de lesa cultura.
[Otra cuestión
es saber quién y cómo ha leído su obra, pero mejor no desbarremos por
andurriales pantanosos].
La obra cumbre
de Cervantes, según unánime dictamen de la historia, los especialistas y los
bachilleres españoles y, por tanto, de la literatura en castellano, es Don Quijote de la Mancha. Ya en su día —como
confirmaron ayer durante la conversación que mantuvieron con motivo del Hay
Festival en Segovia, la novelista Matilde Asensi y la periodista Montserrat Domínguez—
fue un éxito notable y podría ser considerado lo que hoy denominamos un best
seller. Como es sabido de la primera edición se imprimieron unos quinientos
ejemplares —una barbaridad en términos relativos— y en muy pocos años ya estaba
traducido a quince idiomas —otra barbaridad—. Sin embargo, tal y como anticipa
en la dedicatoria de la segunda parte del Quijote, el escritor se sentía
especialmente orgulloso de Los Trabajos
de Persiles y Segismunda quizá porque fuera la última escrita por él. Tanto es así que consiguió que las expectativas ‘editoriales’ fueran notables, porque en 1617 —ya
muerto el autor— se publican seis ediciones casi simultáneas en Madrid,
Barcelona, Lisboa, Valencia, Pamplona y París.
De todo ello se
pueden deducir algunas consecuencias, todas ellas de lo más contemporáneo, por
cierto.
Pero acaso la más
importante —o así lo veo— es que el autor no calibró la
revolución literaria provocada por Alonso Quijano —más conocido por don
Quijote de la Mancha, alias el Caballero de la Triste Figura— y se sentía más seguro entre
las paredes protectoras de la preceptiva de su época. Aquella que él mismo había
resquebrajado con las andanzas quijotescas. Podría decirse que, a pesar de los
pesares, el ingenioso hidalgo acabó
derribando aquellos gigantes grotescos que tanto se parecían a los modernos
molinos que se levantaban a su paso.
Por tanto, y a pesar
de sus muchos afanes —comprobar las fechas de edición de sus obras, es confirmar
la capacidad de trabajo de Cervantes—, se podría decir que la primera víctima del
efecto Quijote, fue el pobre Persiles, más conocido en las páginas de la novela
como Periandro.