Acaba un día en el
que todavía no he alcanzado el sosiego interior preciso, la tranquilidad mínima
para no quemarme en la rabia que me siguen produciendo ciertas imágenes,
ciertos comentarios. Y por si ello fuera poco, uno lee opiniones que invitan a
la desolación, porque es como si muchos viejos fantasmas, que parecían
definitivamente enterrados en el recuerdo, reaparecieran para tomar posiciones
estratégicas. Unos monstruos y que sólo convenía azuzar de vez en cuando en
alguna película o novela para que los más jóvenes descubrieran los avances de
la historia.
Se camina con
paso firme, decidido, seguro, hacia las separaciones en el ámbito educativo. Segregaciones
cuyo única misión —digan lo que digan— es la de evitar que los más torpes, los
que tienen alguna discapacidad o alguna dificultad, estropeen el ideal de una
sociedad sana, inteligente, fuerte, bella, capaz…
Como su
capacidad para torcer los argumentos parece ilimitada, y la usan sin rubor
alguno, basan sus teorías en los supuestos malos ratos —cuando no traumas— que
acumularán los pobres incapaces que no podrán llegar hasta donde llegarían
quienes denominamos ‘normales’. Pero, cada vez más a menudo, no sienten rubor
al afirmar que los alumnos sin deficiencia (mental, física, psíquica y
conductual —atención, ya meten en el saco a los díscolos—) son perjudicados por
la nefasta influencia que les produce compartir aula con pobres retrasados que
necesitan de especial atención por parte del profesorado.
A uno, que
durante dos cursos, llegó a trabajar en un colegio de educación especial como
monitor de ocio y tiempo libre —aún no había terminado la carrera de
magisterio, pero quería estar lo más cerca posible de los niños— le duelen
especialmente semejantes argumentos.
En primer lugar
porque, si existiendo —como existen— colegios de educación especial, hay niños
y niñas que se integran en centros de educación convencionales es porque varios
especialistas han decidido que es más beneficioso para ellos, que su grado de
minusvalía no es tal que les impida una integración adecuada en un aula
convencional.
En segundo
lugar porque uno conoce en esta misma ciudad a muchachos y muchachas que han
avanzado en su escolarización al ritmo que sus capacidades le permitían, sin
por ello haber sufrido tanto como se supone en esas teorías que no sé cómo
calificar. O dicho de otro modo —acaso más real— habrán sufrido como cualquier
otro los desencantos y los desencuentros que se producen en determinadas
edades.
En tercer lugar
porque aproximarse a la realidad no es nada pernicioso para los otros niños,
aquellos que llamamos —aún no sé muy bien por qué— normales; por el contrario,
alejarles de ella sí puede ser dañino, puesto que no hay nada mejor para una
manipulación eficaz que el desconocimiento.
Y en cuarto
lugar, por el sustrato ideológico que se asienta en semejantes términos.
No tengo ánimos
de ahondar más en el asunto, porque sé que me dispararía, porque sé que podría
estirar mis conclusiones hasta territorios pantanosos. Pero ahí dentro se
atisba, a poco que se piense, el deseo de regresar a tiempos en que sólo
contaba lo llamado perfecto —otro término de difícil evaluación cuando se habla
o valora a seres humanos—, en los que cualquier deformidad —física, mental, psíquica—
debía ser ocultada (o eliminada) porque, en el fondo, era la muestra palpable
de un castigo divino.
Quien ha tenido
la inmensa fortuna de haber compartido unas cuantas horas de unas cuantas
tardes de su vida, apenas con veinte años, con niñas y niños con distintas
deficiencias mentales, sabe que cualquier teoría que busque y provoque la
separación, en realidad busca la invisibilidad que es el mejor camino para el
exterminio. Y uno sabe, porque lo ha vivido en primera persona, y puede dar
testimonio de ello, que esa deficiencia mental, es sólo mental; quiero decir,
que no por padecerla han perdido su condición de seres humanos. [No creí que
tendría que escribir semejante afirmación]. Allá dentro, incluso en los casos más
extremos de parálisis cerebral en un grado muy alto, late un corazón que
siente, que sufre y que goza. Quizá de manera diferente a la mayoría, pero no
menos, o no más.
Es la mayor de
las obligaciones de los servidores de un estado volcarse precisamente en
aquellos que tienen más dificultades. No por un falso prurito caritativo o
misericordioso, sino por un simple acto de justicia, porque ellos cuentan con
menos posibilidades que cualquier otro de hacerse valer por sus propios medios.
Y todo cuanto se haga por incluirlos en el caudal de lo cotidiano será poco, y
a la larga más beneficioso para todos, pues estaremos encuadrando entre los
ciudadanos a personas que, por esa desatención de antaño, antes no nos
aportaban nada a nadie.
Los tiempos de
Esparta, aquella ciudad en que los niños nacidos con malformaciones eran abandonados
a los pies del monte Taigeto, pasaron; pero está visto que si algunos pudieran,
los revivirían.