Cómplices

Viernes, 28 de septiembre de 2012


Acaba un día en el que todavía no he alcanzado el sosiego interior preciso, la tranquilidad mínima para no quemarme en la rabia que me siguen produciendo ciertas imágenes, ciertos comentarios. Y por si ello fuera poco, uno lee opiniones que invitan a la desolación, porque es como si muchos viejos fantasmas, que parecían definitivamente enterrados en el recuerdo, reaparecieran para tomar posiciones estratégicas. Unos monstruos y que sólo convenía azuzar de vez en cuando en alguna película o novela para que los más jóvenes descubrieran los avances de la historia.
Se camina con paso firme, decidido, seguro, hacia las separaciones en el ámbito educativo. Segregaciones cuyo única misión —digan lo que digan— es la de evitar que los más torpes, los que tienen alguna discapacidad o alguna dificultad, estropeen el ideal de una sociedad sana, inteligente, fuerte, bella, capaz…
Como su capacidad para torcer los argumentos parece ilimitada, y la usan sin rubor alguno, basan sus teorías en los supuestos malos ratos —cuando no traumas— que acumularán los pobres incapaces que no podrán llegar hasta donde llegarían quienes denominamos ‘normales’. Pero, cada vez más a menudo, no sienten rubor al afirmar que los alumnos sin deficiencia (mental, física, psíquica y conductual —atención, ya meten en el saco a los díscolos—) son perjudicados por la nefasta influencia que les produce compartir aula con pobres retrasados que necesitan de especial atención por parte del profesorado.
A uno, que durante dos cursos, llegó a trabajar en un colegio de educación especial como monitor de ocio y tiempo libre —aún no había terminado la carrera de magisterio, pero quería estar lo más cerca posible de los niños— le duelen especialmente semejantes argumentos.
En primer lugar porque, si existiendo —como existen— colegios de educación especial, hay niños y niñas que se integran en centros de educación convencionales es porque varios especialistas han decidido que es más beneficioso para ellos, que su grado de minusvalía no es tal que les impida una integración adecuada en un aula convencional.
En segundo lugar porque uno conoce en esta misma ciudad a muchachos y muchachas que han avanzado en su escolarización al ritmo que sus capacidades le permitían, sin por ello haber sufrido tanto como se supone en esas teorías que no sé cómo calificar. O dicho de otro modo —acaso más real— habrán sufrido como cualquier otro los desencantos y los desencuentros que se producen en determinadas edades.
En tercer lugar porque aproximarse a la realidad no es nada pernicioso para los otros niños, aquellos que llamamos —aún no sé muy bien por qué— normales; por el contrario, alejarles de ella sí puede ser dañino, puesto que no hay nada mejor para una manipulación eficaz que el desconocimiento.
Y en cuarto lugar, por el sustrato ideológico que se asienta en semejantes términos.
No tengo ánimos de ahondar más en el asunto, porque sé que me dispararía, porque sé que podría estirar mis conclusiones hasta territorios pantanosos. Pero ahí dentro se atisba, a poco que se piense, el deseo de regresar a tiempos en que sólo contaba lo llamado perfecto —otro término de difícil evaluación cuando se habla o valora a seres humanos—, en los que cualquier deformidad —física, mental, psíquica— debía ser ocultada (o eliminada) porque, en el fondo, era la muestra palpable de un castigo divino.
Quien ha tenido la inmensa fortuna de haber compartido unas cuantas horas de unas cuantas tardes de su vida, apenas con veinte años, con niñas y niños con distintas deficiencias mentales, sabe que cualquier teoría que busque y provoque la separación, en realidad busca la invisibilidad que es el mejor camino para el exterminio. Y uno sabe, porque lo ha vivido en primera persona, y puede dar testimonio de ello, que esa deficiencia mental, es sólo mental; quiero decir, que no por padecerla han perdido su condición de seres humanos. [No creí que tendría que escribir semejante afirmación]. Allá dentro, incluso en los casos más extremos de parálisis cerebral en un grado muy alto, late un corazón que siente, que sufre y que goza. Quizá de manera diferente a la mayoría, pero no menos, o no más.
Es la mayor de las obligaciones de los servidores de un estado volcarse precisamente en aquellos que tienen más dificultades. No por un falso prurito caritativo o misericordioso, sino por un simple acto de justicia, porque ellos cuentan con menos posibilidades que cualquier otro de hacerse valer por sus propios medios. Y todo cuanto se haga por incluirlos en el caudal de lo cotidiano será poco, y a la larga más beneficioso para todos, pues estaremos encuadrando entre los ciudadanos a personas que, por esa desatención de antaño, antes no nos aportaban nada a nadie.
Los tiempos de Esparta, aquella ciudad en que los niños nacidos con malformaciones eran abandonados a los pies del monte Taigeto, pasaron; pero está visto que si algunos pudieran, los revivirían.