Cómplices

Lunes, 17 de septiembre de 2012


La veo muchos días por la calle. Acaso muchos más de los que ella se ha fijado. Le han ido cayendo los años, y debido a esa delgadez suya de siempre, las marcas, como surcos finísimos e infinitos sobre su piel, son indelebles. Sus ojos, de ese color entre castaño y verdoso, sin embargo, no han perdido su brillo.
Por alguna razón que no sé precisar (una mala pasada de mi imaginación, algún comentario que interpreté mal), pensé que no estaba tan bien de salud como esta tarde me ha demostrado.
Ella, la maestra que me enseñó a leer, me sigue recordando, cuarenta y seis años más tarde… ¿Acaso podría ser que un 17 de septiembre de 1966 fuese el primer día en que un niño con baby azul apareció en aquel colegio de los de entonces? [Es una lástima que de algunas fechas, acaso las que debieran ser más memorables, no se guarde nota en ninguna parte, ni siquiera en el propio recuerdo].
Por entonces, la enseñanza en España no estaba regulada del modo que hoy lo está. La educación era obligatoria, pero no existían suficientes centros públicos para satisfacer las necesidades. Pero los centros privados no eran sólo de la Iglesia. Había o podía haber en las ciudades, pequeños colegios a cargo de una persona —que a su vez podía contratar a otros profesores— que estaban autorizados a impartir la enseñanza hasta los diez años de edad. Normalmente el colegio se dividía en dos grupos, los pequeños y los mayores, y la enseñanza (luego lo comprendí, cuando estudié Magisterio) era individualizada, con evaluación continua, y con métodos pedagógicos más modernos de lo que hacía suponer la precariedad de medios. A uno de esos colegios asistimos mis hermanos y yo. Por una razón tan elemental como práctica: era el que estaba más próximo a nuestra casa, no más de cien metros, junto al Acueducto como quien dice.
Si ahora me dejase llevar por los recuerdos, unos irían tirando de otros, y acabaría escribiendo qué sé yo.
Me detengo unos instantes, alzo los ojos de la pantalla del ordenador, y empiezo a percibir cómo las imágenes que creí archivadas en el olvido, brotan poco a poco: rostros, nombres, situaciones…
Pero no es el momento. Mi infancia no da para nada tan interesante como otras infancias que abundan en los libros: alguna pelea, algún robo de carteras escolares —con monumental enfado y enfrentamiento de madres—, una historia de un amor que nadie conoce, cómo me llamaba la atención el modo en que la luz del sol se filtraba entre las hojas de los árboles del primer patio que tuvimos (acaso un castaño, pero no podría jurarlo).
Esta tarde, al pasar junto a ella (estaba sentada en un banco frente a la iglesia de San Millán, con una joven sudamericana que, probablemente, la cuidará y la acompañará), he escuchado su voz clara y honda: “Esta noche he dormido en el monte / junto al niño que cuida mis vacas…”
No ha hecho falta nada más. He sabido que, en contra de lo que erróneamente venía suponiendo en los últimos años, me reconocía, me seguía reconociendo.
Se podría decir que ella siempre fue una mujer inquieta, muy inquieta, y con ideas pedagógicas propias. Pero sobre todo una apasionada de la enseñanza. Su vida era la enseñanza. Hoy me ha reconocido que lo peor que lleva es no tener niños a su alrededor. 
(¿Cuántos años han pasado desde que se jubiló, desde que dejó aquella cooperativa de profesores que ella misma fundó una vez que las normas educativas cambiaron?). 
No sé si era común por aquellos tiempos (pongamos que han pasado unos años —dos o tres— desde aquel primer día que entré en el colegio), pongamos que estamos en 1969 ó 1970. Ella nos llevaba de excursión, ella organizaba pequeños debates en clase, ella pedía ayuda a los mayores para que le ayudaran con los más pequeños y ella organizaba fiestas de final de curso en la que los niños actuaban ante sus padres, nada menos en que el salón de la Caja de Ahorros de Segovia —allí sigue, muy próximo al lugar, y muy próximo a mí, pues allí presenté Humanidad perdida y allí presentamos Oscurece en Edimburgo—.
En una de esas fiestas de final de curso (¿1969, 1970?), hube de recitar Mi Vaquerillo poema de José María Gabriel y Galán que, como todo el mundo sabe, comienza con esos dos versos que he transcrito más arriba.
Ese poema…
Junto a mí, tengo la edición de las obras completas del poeta salmantino, editadas por Aguilar en 1967. Un libro en octavo, impreso en papel biblia, blanco, finísimo, como todos los ejemplares de esa colección encuadernados con sobrecubierta marrón oscura. Es probable que este libro lo comprase mi padre cuando supo que tenía que recitar el mentado poema, aunque hasta no hace muchos años no me hice con él.
Busco el índice… Página 429. Setenta y seis versos, si no he errado en la cuenta un poco rápida. ¿Pude aprenderme setenta y seis versos y recitarlos, no como un papagayo, sino entendiendo —hasta donde podía con mis pocos años, acaso los mismos que el zagal protagonista del poema— aquella historia?
Leo… Versos de diez y de seis sílabas tejen la melodía del poema, su ritmo que acentúa la rima asonante ‘a-a’ en los versos pares. Una historia que quizá no se acompase a nuestros tiempos, porque quizá esté cargada de una moralina algo empalagosa, pero que, por otra parte, denota una cierta mirada, al menos, de humanidad. Una mirada que en otros libros posteriores, sobre todo en Extremeñas, adquiere una hondura más próxima a la preocupación social. Sin embargo, en este poema, es poco más que una leve punzada en la conciencia del poeta y 'amo' del vaquerillo que, al pasar una noche serena de junio con el niño, se da cuenta de los peligros que corre aquella criatura que era de la misma edad de uno de sus hijos a quien el poeta no dejó nunca solo:
—¡Hijo de mi alma 

que jamás te dejé, si tu madre 
sobre ti no tendía sus alas!—

Sólo una palabra no entendía del poema, una palabra que nadie me supo explicar, pero que no tardé en aprender: cárabo, esa especie de lechuza. Recuerdo que me imaginaba muy a lo vivo aquellas descripciones del niño corriendo tantos peligros, al menos potenciales: fríos, ventiscas, aguas, hielos, lobos que podrían matarlo, cárabos, tarántulas que podrían morderle en los labios, águilas que podrían comerlo, la pisada mortal de una vaca en un descuidado…
No olvido aquellas tardes, acaso de abril o de mayo, en que con ella recitaba el poema una y otra vez, pero dándole sentido, haciendo lo que luego he sabido se llama pausa versal, evitando el sonsonete a que tiende el recitado infantil, más acentuado por el reclamado puramente memorístico.
Sin embargo, casi no recuerdo el día de la actuación. Más me acuerdo de que pocas jornadas antes, fui a ver a mi padre a su trabajo en el Mesón de Cándido, acaso un mandado de mi madre. Al verme un compañero de él, amante también de la poesía, me pidió que recitase el poema. Sin duda mi padre había dado explicaciones sobradas sobre el asunto. Y allí lo declamé por primera vez fuera del ámbito del colegio, con público ante mí. Sin nervios. Con emoción. Mucha emoción.
Aquel poema —siempre lo he dicho— fue mi primera aproximación a la poesía. De algún modo se convirtió en semilla enterrada en mi corazón. Pasaron nueve o diez años hasta que escribí mis primeros versos, quizá el tiempo que necesité para que la semilla se abriera paso en ese lugar tan íntimo de donde brotan los versos.
Esta misma tarde lo hemos recordado —lo ha recordado ella— que, además, para mi sorpresa, y mi temblor disimulado, está relativamente al tanto de mí. Y como hacía cuando no cumplíamos sus expectativas, hace más de cuarenta años, me ha regañado a su manera —o sea sin regañar, sólo con una sonrisa y un lamento— por no haberle hecho llegar alguno de mis libros.
Y, como el niño que fui, hemos vuelto rápido a casa. He tomado uno de los ejemplares de Versos como carne y he regresado hasta el banco donde la había dejado… Ya estaba vacío, pero he supuesto que habría entrado a la misa de ocho. He acertado. Allí, dentro de la iglesia, le he dedicado el ejemplar, se lo he entregado en silencio y me he ido.
Sé que hoy se ha cerrado un círculo, cuarenta y tantos años más tarde…