La veo muchos días
por la calle. Acaso muchos más de los que ella se ha fijado. Le han ido cayendo
los años, y debido a esa delgadez suya de siempre, las marcas, como surcos
finísimos e infinitos sobre su piel, son indelebles. Sus ojos, de ese color
entre castaño y verdoso, sin embargo, no han perdido su brillo.
Por alguna razón
que no sé precisar (una mala pasada de mi imaginación, algún comentario que
interpreté mal), pensé que no estaba tan bien de salud como esta tarde me ha
demostrado.
Ella, la
maestra que me enseñó a leer, me sigue recordando, cuarenta y seis años más
tarde… ¿Acaso podría ser que un 17 de septiembre de 1966 fuese el primer día en
que un niño con baby azul apareció en aquel colegio de los de entonces? [Es una
lástima que de algunas fechas, acaso las que debieran ser más memorables, no se
guarde nota en ninguna parte, ni siquiera en el propio recuerdo].
Por entonces,
la enseñanza en España no estaba regulada del modo que hoy lo está. La
educación era obligatoria, pero no existían suficientes centros públicos para
satisfacer las necesidades. Pero los centros privados no eran sólo de la
Iglesia. Había o podía haber en las ciudades, pequeños colegios a cargo de una
persona —que a su vez podía contratar a otros profesores— que estaban
autorizados a impartir la enseñanza hasta los diez años de edad. Normalmente el colegio se dividía en dos grupos, los pequeños y los mayores, y la enseñanza (luego lo comprendí, cuando estudié Magisterio) era individualizada, con evaluación continua, y con métodos pedagógicos más modernos de lo que hacía suponer la precariedad de medios. A uno de esos
colegios asistimos mis hermanos y yo. Por una razón tan elemental como
práctica: era el que estaba más próximo a nuestra casa, no más de cien metros,
junto al Acueducto como quien dice.
Si ahora me
dejase llevar por los recuerdos, unos irían tirando de otros, y acabaría
escribiendo qué sé yo.
Me detengo unos
instantes, alzo los ojos de la pantalla del ordenador, y empiezo a percibir cómo
las imágenes que creí archivadas en el olvido, brotan poco a poco: rostros,
nombres, situaciones…
Pero no es el
momento. Mi infancia no da para nada tan interesante como otras infancias que
abundan en los libros: alguna pelea, algún robo de carteras escolares —con
monumental enfado y enfrentamiento de madres—, una historia de un amor que
nadie conoce, cómo me llamaba la atención el modo en que la luz del sol se
filtraba entre las hojas de los árboles del primer patio que tuvimos (acaso un
castaño, pero no podría jurarlo).
Esta tarde, al pasar junto a ella (estaba sentada en un banco frente a la iglesia
de San Millán, con una joven sudamericana que, probablemente, la cuidará y
la acompañará), he escuchado su voz clara y honda: “Esta
noche he dormido en el monte / junto al niño que cuida mis vacas…”
No ha hecho
falta nada más. He sabido que, en contra de lo que erróneamente venía
suponiendo en los últimos años, me reconocía, me seguía reconociendo.
Se podría decir que ella siempre fue una mujer inquieta, muy inquieta, y con
ideas pedagógicas propias. Pero sobre todo una apasionada de la enseñanza. Su vida era la enseñanza. Hoy me ha reconocido que lo peor que lleva es no tener niños a su alrededor.
(¿Cuántos años han pasado desde que se jubiló, desde que dejó aquella cooperativa de profesores que ella misma fundó una vez que las normas educativas cambiaron?).
No sé si era común por aquellos tiempos (pongamos
que han pasado unos años —dos o tres— desde aquel primer día que entré en el
colegio), pongamos que estamos en 1969 ó 1970. Ella nos llevaba de excursión,
ella organizaba pequeños debates en clase, ella pedía ayuda a los mayores para
que le ayudaran con los más pequeños y ella organizaba fiestas de final de
curso en la que los niños actuaban ante sus padres, nada menos en que el salón
de la Caja de Ahorros de Segovia —allí sigue, muy próximo al lugar, y muy próximo
a mí, pues allí presenté Humanidad
perdida y allí presentamos Oscurece
en Edimburgo—.
En una de esas
fiestas de final de curso (¿1969, 1970?), hube de recitar Mi Vaquerillo poema de José María
Gabriel y Galán que, como todo el mundo sabe, comienza con esos dos versos que
he transcrito más arriba.
Ese poema…
Junto a mí,
tengo la edición de las obras completas del poeta salmantino, editadas por Aguilar en 1967. Un libro en octavo, impreso
en papel biblia, blanco, finísimo, como todos los ejemplares de esa colección
encuadernados con sobrecubierta marrón oscura. Es probable que este libro lo
comprase mi padre cuando supo que tenía que recitar el mentado poema, aunque
hasta no hace muchos años no me hice con él.
Busco el índice…
Página 429. Setenta y seis versos, si no he errado en la cuenta un poco rápida.
¿Pude aprenderme setenta y seis versos y recitarlos, no como un papagayo, sino
entendiendo —hasta donde podía con mis pocos años, acaso los mismos que el
zagal protagonista del poema— aquella historia?
Leo… Versos de
diez y de seis sílabas tejen la melodía del poema, su ritmo que acentúa la rima
asonante ‘a-a’ en los versos pares. Una historia que quizá no se acompase a
nuestros tiempos, porque quizá esté cargada de una moralina algo empalagosa,
pero que, por otra parte, denota una cierta mirada, al menos, de humanidad. Una mirada
que en otros libros posteriores, sobre todo en Extremeñas, adquiere una hondura más próxima a la preocupación
social. Sin embargo, en este poema, es poco más que una leve punzada en la
conciencia del poeta y 'amo' del vaquerillo que, al pasar una noche serena de junio con el niño, se da cuenta de los peligros que
corre aquella criatura que era de la misma edad de uno de sus hijos a quien el
poeta no dejó nunca solo:
—¡Hijo
de mi alma
que jamás te dejé, si tu madre
sobre ti no tendía sus alas!—
Sólo una
palabra no entendía del poema, una palabra que nadie me supo explicar, pero que
no tardé en aprender: cárabo, esa especie de lechuza. Recuerdo que me imaginaba
muy a lo vivo aquellas descripciones del niño corriendo tantos peligros, al
menos potenciales: fríos, ventiscas, aguas, hielos, lobos que podrían matarlo, cárabos, tarántulas que podrían
morderle en los labios, águilas que
podrían comerlo, la pisada mortal de
una vaca en un descuidado…
No olvido aquellas tardes,
acaso de abril o de mayo, en que con ella recitaba el poema una y otra vez,
pero dándole sentido, haciendo lo que luego he sabido se llama pausa versal,
evitando el sonsonete a que tiende el recitado infantil, más acentuado por el
reclamado puramente memorístico.
Sin embargo,
casi no recuerdo el día de la actuación. Más me acuerdo de que pocas jornadas
antes, fui a ver a mi padre a su trabajo en el Mesón
de Cándido, acaso un mandado de mi madre. Al verme un compañero de él,
amante también de la poesía, me pidió que recitase el poema. Sin duda mi padre
había dado explicaciones sobradas sobre el asunto. Y allí lo declamé por
primera vez fuera del ámbito del colegio, con público ante mí. Sin nervios. Con
emoción. Mucha emoción.
Aquel poema —siempre
lo he dicho— fue mi primera aproximación a la poesía. De algún modo se convirtió
en semilla enterrada en mi corazón. Pasaron nueve o diez años hasta que escribí
mis primeros versos, quizá el tiempo que necesité para que la semilla se
abriera paso en ese lugar tan íntimo de donde brotan los versos.
Esta misma
tarde lo hemos recordado —lo ha recordado ella— que, además, para mi sorpresa,
y mi temblor disimulado, está relativamente al tanto de mí. Y como hacía cuando
no cumplíamos sus expectativas, hace más de cuarenta años, me ha regañado a su
manera —o sea sin regañar, sólo con una sonrisa y un lamento— por no haberle
hecho llegar alguno de mis libros.
Y, como el niño
que fui, hemos vuelto rápido a casa. He tomado uno de los ejemplares de Versos como carne y he regresado hasta
el banco donde la había dejado… Ya estaba vacío, pero he supuesto que habría
entrado a la misa de ocho. He acertado. Allí, dentro de la iglesia, le he
dedicado el ejemplar, se lo he entregado en silencio y me he ido.
Sé que hoy se
ha cerrado un círculo, cuarenta y tantos años más tarde…