Oficialmente
acaba de empezar el otoño. He podido recibir su primera brisa a pleno sol, en
ese punto donde siempre que puedo me siento a contemplar el perfil naviero de
la ciudad sin mar.
El
borde de la orla dorada de su traje revolotea por todas partes. O quizá sea
su sombra. Los primeros trazos suaves y tenues de sus pinceles cargados de
tonos amarillentos, ocres, sepia, tierra, siena, han caído ya sobre algunas
hojas que apenas se sujetan sobre las ramas; aunque también es probable que se
trate de hojas sedientas, exhaustas tras un estío excesivo, incluso para estas
tierras, normalmente resecas y áridas.
De
nuevo el otoño se allega como un pastor para recogernos e intentar que nos
metamos en nuestros almarios. Según decían este mediodía —o eso he entendido— hemos cruzado
ese punto de nuestra órbita a la habitual velocidad terrestre, o sea a más de cien
mil kilómetros por hora de nada. Pero la única velocidad que he percibido, es
la del viento sobre mi rostro y la de mis propios pasos; el resto era quietud,
o mejor dicho, el ritmo de un adagio lento, valga la redundancia.
Mientras
el humo de mi cigarrillo es escapa a lomos del viento, mis ojos, girados
hacia mi derecha, contemplan la embarcación, amarrada a la llanura por el
ancla-peine del Acueducto, mientras su proa, el Alcázar, intenta avanzar hacia
un poniente incierto, y el palo mayor, la torre Esbelta Dorada de la catedral,
otea o vigila o contempla todos los puntos cardinales. Al mirar de frente, las
cumbres azules del Peñalara sestean al sol. La luz, tamizada por filtros
dorados y lánguidos, atenúa los perfiles de los edificios, la vegetación, los
ánimos, como si los amasara con sus dedos.
Ha llegado el otoño, según los astrónomos, pero en realidad comparte
territorio con el verano, al parecer infatigable.