Tengo
la impresión, no sé si errónea, de que uno de los problemas de esta civilización
es que no disfrutamos del tiempo (o sea de nuestra vida) y nos arrojamos hacia
el futuro como posesos. Pareciera que se tratase de nuestra religión, el
porvenir, digo.
A
mi modo de ver —quizá erróneo, repito— esta sociedad se caracteriza por la
impaciencia, lo que —como su propio nombre indica— implica ausencia de paz: paz
interior, sosiego del ánimo. Cualquier farmacéutico sabe bien el incremento en
la venta de ansiolíticos, con y sin receta médica.
Quizá
la razón de fondo sea esencial a nuestra propia genética, y tenga que ver con
esa misma sustancia que nos convierte en eternos inconformistas y nos obliga a
no satisfacernos nunca con lo que tenemos, por lo que avanzamos sin pausa. Sobre esto
ya dije algo no hace mucho. Pudiera ser que una cosa lleve a la otra, o
viceversa. Pero aún así, me desborda este apresuramiento en el vivir, esta
ausencia del mínimo paladeo de los instantes, por más que estos sean fugaces. En
definitiva, pienso que tanto afán, tanto apresuramiento impaciente, es un modo de
acercarnos más acelerados a la muerte, estación terminal e irrevocable de cualquiera.
Además
de una evidente prueba de la ausencia de lo femenino en nuestro mundo
occidental, este modo de existencia aliado con lo fugaz, lo efímero, lo
instantáneo, es una de las causas que está en la base de la infelicidad crónica
que aqueja al ser humano contemporáneo. Ya sé, de hecho está en la cabecera de
este blog, que lo único que el ser humano vive es presente. En puridad es lo único
que puede vivir. Pero no me refiero a eso. Lo que vengo a decir es que, en el
fondo, siempre estamos proyectándonos en el mañana, pero cuando se alcanza, ya no
es de nuestro agrado permanecer allí, sino que desearíamos haber arribado al siguiente
día. Y así sucesivamente, hasta el infinito, o hasta que la muerte nos separe
del tiempo y del espacio.
No
sé quiénes puedan ser los causantes de este continuo afán que, en definitiva,
lleva a un desasosiego agotador y casi siempre estéril; lo que sí tengo
comprobado es que cuando uno olvida o descuida los medios de comunicación —y su
moderno afán de pretender adelantarse a la noticia futura, en algunas ocasiones
hasta anticiparla—, la partitura adquiere otro ritmo, un compás que admite
un resuello soportable.
Cuando
uno invierte más tictac de su día por ejemplo en lectura, paseo, conversación o
caricias y besos, se acomoda más a un pulso concordante con el propio fluir de
la existencia que, efectivamente, es un constante avanzar en el tiempo y en el
espacio, pero un progreso que saborea cada zancada, sin intentar
acercar de modo apresurado lo que, en todo caso, llegará por su propia inercia:
imparable, inexorable.