Es
imposible no recordarlo hoy. Sería como renegar de mí.
También era
domingo hace veintidós años. No me hace falta mirar calendarios, ni hacer cálculos
para estar seguro que era domingo. Hacía el mismo frío (o algo más, quizá) de
hielo seco con vocación de cuchillo. Brillaban las mismas carcajadas de luz que
hoy nos iluminan, la misma nitidez de cristal hialino.
—Ya está, ya lo
has escrito. Si no escribes ‘hialino’ no te quedas a gusto. Mira que eres… ¿No
vas a aprender nunca, Amando?
—Ni me interesa.
Me encanta esa palabra, por más que sea extraña, por más que se desconozca. ¿No
la voy a poder usar de vez en cuando…?
Hay fechas en
el almanaque de cada uno, en la ínfima historia de cada vida, que son visitas
obligadas, paradas inexorables, hitos en el camino que marcan un antes y un
después. En esto los varones llevamos nueve meses de retraso respecto de las
mujeres. Ellas son madres desde el principio, nosotros empezamos a ser padres
de verdad el día en que por vez primera la criatura recala en nuestros brazos.
Un contrato
indestructible se firma en ese instante.
Por suerte
indestructible.
—Y el compás
cambió el punto de apoyo sobre el que trazaba su circunferencia, ¿recuerdas?
—Todas las perspectivas
cambiaron. Allí donde no había nada aparecieron peligros. Allí donde había
horizonte anodino, apareció la ilusión del futuro. Allí donde uno quería labrar
se quedó un campo yermo.
—¿Yermo…? Ya
estás con tus pedanterías dramáticas y solemnes… Como mucho unos años más de
barbecho. Nada insalvable.
—…
—Sabes de sobra
que sé lo que estás pensando. Por mucho que no lo escribas. Y no tienes razón. Equivocas,
como tantas veces, las cosas. Lo que hiciste está bien. ¿Pudo ser mejor? Claro,
todo, y siempre, es manifiestamente mejorable.
—¿Y cómo estar
seguros de que estuvo bien?
—A lo mejor sus
ojos no son mala respuesta.
Entre tanto, el
mundo gira sobre sí, supuestamente avanza (¿avanza?). Parece en ocasiones que
nada es igual, que todo ha cambiado tantísimo que hasta esos marcas del sendero
de cada quien han desaparecido… Y de pronto, no sé, una mirada, un gesto, un
apremio, una llamada, un silencio, no sé, algo inexplicable, te hace comprender
que la marca es indeleble. Que nada la puede tornar invisible, que nada puede
exterminarla.
Más aún,
confirmar que ciertas señales del camino son perennes obliga a una reflexión
(aunque sea leve y corta) para comprender donde está lo que importa. Mejor dicho,
dónde se enraíza lo que importa de veras.
Nos engañan. Nos
envuelven con sus mentiras. Crean necesidades falsas en nuestro ánimo. Alteran la
verdadera perspectiva del mundo. Saben que somos frágiles, que en seguida
caemos en la trampa. Somos animales de costumbres, somos animales juguetones,
somos criaturas egocéntricas.
Nos controlan y
no nos enteramos. Son sutiles. Permiten que creamos que tenemos muchos amigos,
que pensemos que muchos nos siguen, que sospechemos que podemos llegar más
lejos y a más personas si conectamos a tal o cual dispositivo… Pero en verdad
nos controlan, nos acechan, suministran tantos datos que creemos estar
informados, y en realidad nos saturan con la parte de la verdad que les
interesa, incluso con la mentira que más les favorece.
Pero unos ojos,
un recuerdo, una mirada, una conversación sosegada, pueden ser suficientes para
comprender que la vida va en serio y se juega dentro de los latidos del corazón…
—Estabas solo
en la iglesia. Era temprano aún, aunque para ti era tarde, pues habías estado
la noche en vela, a causa de la tonelada de adrenalina con que su nacimiento te
nutrió el cuerpo. Y rezabas, sin decir nada.
—Buscaba, en
realidad.
—Pues eso,
buscabas. Y empezaste a intuir alguna cosa.
—Pero no fue
nada claro. Ya empezaba a tener sueño. Hacía frío.
—Como quieras,
como tú quieras.
—…