Cómplices

Domingo, 13 de enero de 2013


Estuvimos viendo Una pistola en cada mano, película en la que uno mismo se adivina en algunos fragmentos de sus escenas. El director y guionista retrata el fracaso de los varones de nuestra generación —en sentido amplio—.
Más allá de una reseña crítica sobre esta historia de historias (ocho o nueve), escribo sobre esta especie de fracaso generacional y de género. Como apunta hacia el final una de las protagonistas femeninas, quizá las generaciones que os siguen estén más preparadas para evitar este abismo.
Ojalá.
Como comenté a M. cuando volvíamos a casa, nuestra generación —los españolitos nacidos en los sesenta— se formó en una serie de convicciones y valores que se vinieron al traste, por suerte, mientras transitábamos la juventud y la adolescencia, con lo que, por así decir, nos quedamos sin suelo, sin poder hacer pie. Falló estrepitosamente nuestra educación sentimental, como diría un conocidísimo poeta. Ni suspendimos ni se nos ha olvidado lo que aprendimos, simplemente es que esa materia quedó fuera del proceso de aprendizaje en nuestras casas y en nuestras aulas.
No es que la película de Cesc Gay sea un estudio sociológico o, mejor, psico-sociológico, sobre urbanitas masculinos entre los cuarenta y algo y los cincuenta y poco. En absoluto, ni lo es ni lo pretende. Ocurre que traslado lo que he visto en la pantalla a mi cotidianidad en Segovia tan distinta en todo a Barcelona, y no varían tanto las cosas. Quizá, si acaso, en algunos asuntos empeoren.
En apariencia, porque los números y las estadísticas lo atestiguan, el machito de la especie dirige el timón; todavía ocupa los puestos de máxima responsabilidad; sus criterios son los que se imponen; parece que lo importante reside en sus manos… Sí, quizá, pero su propia vida va a la deriva, y no sabe arrostrar los nuevos —no tan nuevos ya— conflictos y situaciones personales  a los que la rutina contemporánea le somete.
Sobre todo la soledad.
Sobre todo la incomunicación.
Sobre todo contemplar su desolado paisaje interior.
La primera historia de la película me parece clave para entender lo que pretende dibujar Gay. El retrato del tipo que encarna Sbaraglia apunta al fondo de la cuestión: triunfador en lo profesional —a pesar de la crisis—, razonablemente feliz en su vida matrimonial, que, sin embargo, necesita de la ayuda de un psicólogo para vencer —o intentarlo— sus fobias, angustias, insomnios, en fin miedos y vértigos internos. Aunque después el resto de personajes no aúnen en sí las mismas situaciones, en el fondo esa inseguridad, ese miedo, ese desconcierto contemporáneo reaparece en cada protagonista masculino. Excepto en uno, excepto en quien —más adelantado que el resto— ha pasado por un fracaso y ha salido de él con una nueva distribución del moblaje interno.
Uno cada mañana acude a su trabajo y comprueba de diversos modos lo certero de la mirada del director y guionista de esta película, más allá del argumento concreto de cada  historia, aunque todas parezcan no sólo posibles, sino probables.
A nosotros —y generalizando sé que me equivoco— no nos enseñaron ni nos prepararon para mostrar nuestros sentimientos, para explicar al mundo sin que nada se venga abajo, que lo estamos pasando mal, que sentimos un dolor extraño y diferente, un dolor que nada tiene que ver con lo físico, que nos gustaría recibir una caricia, que necesitamos la reparación del llanto. Nos enseñaron a ser fuertes, inquebrantables… Como dice uno de los personajes de esta obra casi coral, nosotros [los hombres] hablamos de cosas importantes. Y quien le da la réplica en la escena, contesta, más o menos: Nosotras no, nosotras hablamos de nuestras parejas.
Quizá siempre haya sido así, no lo sé. Tampoco me interesa ese matiz, porque no sería un consuelo muy grande saber que a lo largo de la historia los hombres han sido siempre torpes caricaturas de sí mismos, vencedores intransigentes, que convivían a diario con un ser derrotado, mudo y angustiado.
Tampoco creo que las mujeres se propongan en esta película como superiores a los hombres. El autor va más allá, o tal asunto no le interesa. No me parece que plantee una batalla de sexos ni cosas por el estilo. Simplemente las mujeres —y generalizando sé que me equivoco— están mejor preparadas que nosotros, tienen una mejor educación sentimental. Siempre la han tenido, aunque en algunos casos sea más bien sentimentalista, pero esto es otro asunto. Ocurre ahora que, además de esto que nunca les ha fallado, por fin comparten con nosotros una vida fuera de las cuatro paredes de una casa, y usan —o pueden usar— de muchas de las herramientas que nosotros usábamos… Entonces, en esa igualdad —aunque aún sea más pretendida que real—, queda retratada nuestra indefensión ante la soledad, ante el fracaso, ante la incomunicación, ante los cambios que el curso de la vida va trayendo, porque nosotros, en definitiva, siempre hablamos de cosas importantes, o sea muy alejadas del cajón de la mesilla del dormitorio o del armario de la cocina donde se guardan los platos y algunos besos.