Estuvimos viendo Una pistola en cada mano, película en la que uno mismo se adivina
en algunos fragmentos de sus escenas. El director y guionista retrata el
fracaso de los varones de nuestra generación —en sentido amplio—.
Más
allá de una reseña crítica sobre esta historia de historias (ocho o nueve), escribo
sobre esta especie de fracaso generacional y de género. Como apunta hacia el
final una de las protagonistas femeninas, quizá las generaciones que os siguen
estén más preparadas para evitar este abismo.
Ojalá.
Como
comenté a M. cuando volvíamos a casa, nuestra generación —los españolitos
nacidos en los sesenta— se formó en una serie de convicciones y valores que se
vinieron al traste, por suerte, mientras transitábamos la juventud y la adolescencia,
con lo que, por así decir, nos quedamos sin suelo, sin poder hacer pie. Falló
estrepitosamente nuestra educación sentimental, como diría un conocidísimo
poeta. Ni suspendimos ni se nos ha olvidado lo que aprendimos, simplemente es
que esa materia quedó fuera del proceso de aprendizaje en nuestras casas y en
nuestras aulas.
No
es que la película de Cesc Gay sea un estudio sociológico o, mejor, psico-sociológico,
sobre urbanitas masculinos entre los cuarenta y algo y los cincuenta y poco. En
absoluto, ni lo es ni lo pretende. Ocurre que traslado lo que he visto en la
pantalla a mi cotidianidad en Segovia tan distinta en todo a Barcelona, y no
varían tanto las cosas. Quizá, si acaso, en algunos asuntos empeoren.
En
apariencia, porque los números y las estadísticas lo atestiguan, el machito de
la especie dirige el timón; todavía ocupa los puestos de máxima
responsabilidad; sus criterios son los que se imponen; parece que lo importante
reside en sus manos… Sí, quizá, pero su propia vida va a la deriva, y no sabe
arrostrar los nuevos —no tan nuevos ya— conflictos y situaciones
personales a los que la rutina
contemporánea le somete.
Sobre
todo la soledad.
Sobre
todo la incomunicación.
Sobre
todo contemplar su desolado paisaje interior.
La
primera historia de la película me parece clave para entender lo que pretende
dibujar Gay. El retrato del tipo que encarna Sbaraglia apunta al fondo de la
cuestión: triunfador en lo profesional —a pesar de la crisis—, razonablemente feliz
en su vida matrimonial, que, sin embargo, necesita de la ayuda de un psicólogo
para vencer —o intentarlo— sus fobias, angustias, insomnios, en fin miedos y vértigos
internos. Aunque después el resto de personajes no aúnen en sí las mismas
situaciones, en el fondo esa inseguridad, ese miedo, ese desconcierto contemporáneo
reaparece en cada protagonista masculino. Excepto en uno, excepto en quien —más
adelantado que el resto— ha pasado por un fracaso y ha salido de él con una nueva
distribución del moblaje interno.
Uno
cada mañana acude a su trabajo y comprueba de diversos modos lo certero de la
mirada del director y guionista de esta película, más allá del argumento concreto de cada historia, aunque todas parezcan no sólo posibles, sino probables.
A
nosotros —y generalizando sé que me equivoco— no nos enseñaron ni nos
prepararon para mostrar nuestros sentimientos, para explicar al mundo sin que
nada se venga abajo, que lo estamos pasando mal, que sentimos un dolor extraño
y diferente, un dolor que nada tiene que ver con lo físico, que nos gustaría
recibir una caricia, que necesitamos la reparación del llanto. Nos enseñaron a
ser fuertes, inquebrantables… Como dice uno de los personajes de esta obra casi
coral, nosotros [los hombres] hablamos de cosas importantes. Y quien le da la
réplica en la escena, contesta, más o menos: Nosotras no, nosotras hablamos de nuestras parejas.
Quizá
siempre haya sido así, no lo sé. Tampoco me interesa ese matiz, porque no sería
un consuelo muy grande saber que a lo largo de la historia los hombres han sido
siempre torpes caricaturas de sí mismos, vencedores intransigentes, que
convivían a diario con un ser derrotado, mudo y angustiado.
Tampoco
creo que las mujeres se propongan en esta película como superiores a los
hombres. El autor va más allá, o tal asunto no le interesa. No me parece que plantee
una batalla de sexos ni cosas por el estilo. Simplemente las mujeres —y
generalizando sé que me equivoco— están mejor preparadas que nosotros, tienen
una mejor educación sentimental. Siempre la han tenido, aunque en algunos casos
sea más bien sentimentalista, pero esto es otro asunto. Ocurre ahora que,
además de esto que nunca les ha fallado, por fin comparten con nosotros una
vida fuera de las cuatro paredes de una casa, y usan —o pueden usar— de muchas
de las herramientas que nosotros usábamos… Entonces, en esa igualdad —aunque
aún sea más pretendida que real—, queda retratada nuestra indefensión ante la
soledad, ante el fracaso, ante la incomunicación, ante los cambios que el curso
de la vida va trayendo, porque nosotros, en definitiva, siempre hablamos de
cosas importantes, o sea muy alejadas del cajón de la mesilla del dormitorio o
del armario de la cocina donde se guardan los platos y algunos besos.