Cómplices

Domingo, 6 de enero de 2013


Me decía esta mañana mi hija que ya este día no tiene la emoción de antaño.
Era casi el mediodía y la jovencita acababa de levantarse. Pero no sabía ella que su padre se niega a que la emoción se pierda así, por las buenas, sin luchar por ella, aunque sea un poco, aunque sea un suspiro.
Uno seguía a lo suyo, pendiente de las correcciones en las que me he enfrascado en este fin de semana que se va apagando, aunque nos hayan regalado un día de propina.
Aunque no la veía, pues estoy situado de cara a la ventana, sabía que en su rostro, todavía ocupado por el sueño, se empezaba a dibujar el color de la sorpresa, por así decir. Algo no le cuadraba.
Este año he variado la ‘decoración’ del ‘escenario’. En realidad no había decoración. Y ella ha empezado a ponerse en lo peor; pero aún no decía nada. Una bolsa sospechosa descasaba sobre un sofá.
Allí estaban, descansado y envueltos en sus papeles de colores y brillos, los obsequios que su hermana había dejado de parte de sus majestades.
Esa bolsa solitaria ha terminado por confundirla del todo. Y por un momento ha pensado que allí estaba todo. Pero no podía estar todo. ¿O sí?
—¿No querías emoción? —le he preguntado.
Aún así no he sido muy duro con sus deseos. Podría haberle llevado a la duda de si lo mismo este año sus majestades no habrían dejado más para ella, o si estaban en otra casa…
Pero por un momento ha llegado a dudar.
Durante más de veinte minutos la he conseguido aumentar el grado de emoción, como ella pedía.
Y lo curioso del asunto es que fue anoche mismo cuando se me ocurrió. Mientras uno seguía enfrascado en su tarea, ella había ido —con sus ojos y su sonrisa brillantes— a ver la cabalgata. Con las mismas ganas —o más incluso— que cuando era una niña de seis o siete años.
Anoche confirmé que se ha acabado del todo su adolescencia. Ya se siente joven. Ya no tiene que aparentar que es mayor. Ya no tiene que disimular que le siguen gustando las mismas cosas que cuando era una cría. Y fue, mientras escuchaba a través de su móvil, el sonido de la percusión de la cabalgata cuando se me ocurrió jugar al escondite con ella.
Me habían llegado los regalos para ellas hace semanas. Debe ser que los sabios primero envían los presentes de los más talluditos, porque saben que los niños necesitan más tiempo, porque suelen ser sus juguetes más voluminosos y son difíciles de guardar por los padres.  
Y fue anoche cuando comprendí que ante la falta de otras ilusiones de antaño, quizá estaría bien un juego, aunque fuese un breve juego. Intentar rescatar de alguna manera el niño que todos llevamos dentro, y sacarlo a pasear, para que se oree un poco, para que no se anquilose del todo, para que el sol de esta espléndida mañana también insufle energía a su olvidada inocencia.
Lo mejor de todo es que estaba convencido que donde había ocultado esos presentes, no los encontraría de inmediato. Y estaba seguro porque estaban prácticamente a la vista. Con que hubiera extendido la mano unos pocos centímetros mientras miraba lo que le habían dejado por el lado de su hermana, habría sido suficiente.
Durante ese rato, se ha ido alejando. Cada minuto un poco más lejos. Un poco más. Yo seguía corrigiendo o releyendo, y sabiendo que, efectivamente, volvía a ser niña durante unos minutos. Aquella niña que el único día del año que no protestaba por levantarse temprano de la cama era el seis de enero. Cualquier seis de enero.
*
Por lo que a mí respecta, estos sabios que ya uno no sabe si son de oriente, o son Tartessos, vecinos de Triana —y como siempre— son espléndidos.
Llegaron el viernes los primeros presentes: dos libros, uno desde Castellón, Cosecha de invierno donde también participo gracias a la generosidad de Amelia, y desde Santa Cruz de Tenerife la novela de Ana Joyanes, Noa y los dioses del tiempo. Y ayer por la tarde, me tenían guardado en Antares el volumen en que ha concluido el I concurso de microrrelatos “Rincones de Segovia”. Y esta mañana, otro libro por casa. Y llegarán mañana más. Y quizá alguna otra sorpresa.
Y sí, uno confiesa, con la misma utopía prendida en algún rinconcillo más bien poco visitado de su corazón que este la ilusión tiene que pervivir, por más que algunos se empeñen en asfixiarla lentamente y con crueldad.