Me
decía esta mañana mi
hija que ya este día no tiene la emoción de antaño.
Era
casi el mediodía y la jovencita acababa de levantarse. Pero no sabía ella que
su padre se niega a que la emoción se pierda así, por las buenas, sin luchar por
ella, aunque sea un poco, aunque sea un suspiro.
Uno
seguía a lo suyo, pendiente de las correcciones en las que me he enfrascado en
este fin de semana que se va apagando, aunque nos hayan regalado un día de
propina.
Aunque
no la veía, pues estoy situado de cara a la ventana, sabía que en su rostro,
todavía ocupado por el sueño, se empezaba a dibujar el color de la sorpresa,
por así decir. Algo no le cuadraba.
Este
año he variado la ‘decoración’ del ‘escenario’. En realidad no había decoración.
Y ella ha empezado a ponerse en lo peor; pero aún no decía nada. Una bolsa
sospechosa descasaba sobre un sofá.
Allí
estaban, descansado y envueltos en sus papeles de colores y brillos, los
obsequios que su hermana había dejado de parte de sus majestades.
Esa
bolsa solitaria ha terminado por confundirla del todo. Y por un momento ha
pensado que allí estaba todo. Pero no podía estar todo. ¿O sí?
—¿No
querías emoción? —le he preguntado.
Aún
así no he sido muy duro con sus deseos. Podría haberle llevado a la duda de si
lo mismo este año sus majestades no habrían dejado más para ella, o si estaban
en otra casa…
Pero
por un momento ha llegado a dudar.
Durante
más de veinte minutos la he conseguido aumentar el grado de emoción, como ella
pedía.
Y
lo curioso del asunto es que fue anoche mismo cuando se me ocurrió. Mientras uno
seguía enfrascado en su tarea, ella había ido —con sus ojos y su sonrisa
brillantes— a ver la cabalgata. Con las mismas ganas —o más incluso— que cuando
era una niña de seis o siete años.
Anoche
confirmé que se ha acabado del todo su adolescencia. Ya se siente joven. Ya no
tiene que aparentar que es mayor. Ya no tiene que disimular que le siguen
gustando las mismas cosas que cuando era una cría. Y fue, mientras escuchaba a
través de su móvil, el sonido de la percusión de la cabalgata cuando se me ocurrió
jugar al escondite con ella.
Me
habían llegado los regalos para ellas hace semanas. Debe ser que los sabios primero envían
los presentes de los más talluditos, porque saben que los niños necesitan más
tiempo, porque suelen ser sus juguetes más voluminosos y son difíciles de
guardar por los padres.
Y
fue anoche cuando comprendí que ante la falta de otras ilusiones de antaño,
quizá estaría bien un juego, aunque fuese un breve juego. Intentar rescatar de
alguna manera el niño que todos llevamos dentro, y sacarlo a pasear, para que
se oree un poco, para que no se anquilose del todo, para que el sol de esta
espléndida mañana también insufle energía a su olvidada inocencia.
Lo
mejor de todo es que estaba convencido que donde había ocultado esos presentes,
no los encontraría de inmediato. Y estaba seguro porque estaban prácticamente a
la vista. Con que hubiera extendido la mano unos pocos centímetros mientras
miraba lo que le habían dejado por el lado de su hermana, habría sido
suficiente.
Durante
ese rato, se ha ido alejando. Cada minuto un poco más lejos. Un poco más. Yo seguía
corrigiendo o releyendo, y sabiendo que, efectivamente, volvía a ser niña
durante unos minutos. Aquella niña que el único día del año que no protestaba
por levantarse temprano de la cama era el seis de enero. Cualquier seis de
enero.
*
Por lo que a mí
respecta, estos sabios que ya uno no sabe si son de oriente, o son Tartessos,
vecinos de Triana —y como siempre— son espléndidos.
Llegaron
el viernes los primeros presentes: dos libros, uno desde Castellón, Cosecha de invierno donde también
participo gracias a la generosidad de Amelia, y desde Santa Cruz de Tenerife la
novela de Ana Joyanes, Noa y los dioses
del tiempo. Y ayer por la tarde, me tenían guardado en Antares el volumen en que ha concluido
el I concurso de microrrelatos “Rincones
de Segovia”. Y esta mañana, otro libro por casa. Y llegarán mañana más. Y quizá
alguna otra sorpresa.
Y
sí, uno confiesa, con la misma utopía prendida en algún rinconcillo más bien
poco visitado de su corazón que este la ilusión tiene que pervivir, por más que
algunos se empeñen en asfixiarla lentamente y con crueldad.