Intuí el vértigo desde el mismo
instante en que enero se presentó en casa. Como un susurro que no se imponía,
pero desde su inicio ya se insinuaba:
—Valen
ya de lamentaciones, valen ya los brazos cruzados. En marcha —me decía o me
silbaba.
Así
parece que van los acontecimientos, de pronto. Una extraña velocidad a la que
uno no se acostumbra por más que viva en un mundo de velocidad y de prisas, que
es peor aún.
Prisas
es lo que no quiero. No quiero que mi entendimiento confunda los términos. No es
bueno para nada, ni para nadie. Y mucho menos para que las cosas salgan bien, o
al menos con dignidad.
Por
eso ahora me detengo. Por eso ahora me dejo acariciar por las sonrisas de los
amigos y de los conocidos —incluso de los saludados—.
Se
acercan unas semanas en que la mirada habrá de tornarse —a pesar de lo que las
circunstancias aparenten— al interior. Parece que importan algunas cosas, pero
no son ésas las que más importan.
Y
más en el caso de un libro de poesía. Y más en el caso de éste libro de poesía.
Detrás,
o dentro de los versos, anda la herida y el desasosiego y el dolor y un abismo.
Y uno es consciente de que no ‘escribió’, simplemente, sino que tuvo que
escribir Quizá un martes de otoño,
porque si no algo se habría podido pudrir en lo más hondo.
(Hacerse
pudridero no es lo más conveniente, aunque quizá más de uno camine a nuestro
lado).
En
tan extraña paradoja me muevo, deambulan los días y, barrunto, se jalonarán las
próximas semanas.
Ahora
soy feliz, razonablemente feliz, al menos, pues alguien ha confiado en mí como
hasta ahora no lo habían hecho. Eso es lo que me importa y a lo que me debo y a
lo que me procuraré entregar. Pero no puedo olvidar que esta criatura es una
cicatriz de las entrañas, por tanto, quizá, la más querida; sin embargo la que
más me duele.