Cómplices

Jueves, 17 de enero de 2013


Hay días que se hace difícil encontrar la expresión justa, un decir que no fluya hacia el grito. Uno sabe por experiencia que si se empieza por ese camino será difícil detenerse en el momento adecuado y quizá en poco tiempo se arrepienta de lo escrito.
Son cuestiones aparentemente ajenas al discurrir cotidiano. Pareciera que se trata sólo de asuntos que afectan a poderosos, dirigentes, representantes, incluso personas que ocuparon tales responsabilidades hace algún tiempo.
Pero no es cierto que no afecten a mis días. No es cierto que me sean indiferentes.
Es de noche, pero no sólo a estas horas finales de otra jornada; también es noche inverniza y cerrada para esta supuesta democracia que andan vejando y prostituyendo entre unos y otros.
No hay nada más peligroso para la democracia que la desafección de la ciudadanía respecto de sus políticos, porque tal actitud probablemente sea la mejor semilla para el florecimiento de mesías y peligrosos salvapatrias que amparados en gestos teatrales y efectistas cercenen lo más elemental de una democracia: la libre expresión, el derecho a decidir, la posibilidad de organizarse colectivamente. Y todo esto es más probable cuando se trata de un pueblo poco acostumbrado a vivir en democracia, que no acaba nunca de vertebrarse para actuar democráticamente cada día, no sólo las jornadas electorales.
Uno podría pensar que los representantes políticos son un espejo de nosotros mismos. En ese sentido tenemos lo que nos merecemos. Con ese fatalismo parece que vivimos y damos por bueno o por descontado que un buen puñado de políticos y representantes de los ciudadanos van a defraudar. No todos son iguales, decimos. Y lo decimos incluso convencidos de ello. Aunque en el fondo de esta frase, más que convencimiento quizá alee el deseo.
Sólo un vistazo a los titulares de la prensa, daña a la esperanza en un futuro mejor, hiere profundamente la confianza en quienes parecen que están al mando de este buque que navega a la deriva y que, por momentos, parece que va a zozobrar, cuando no hundirse.
Pero si hago el ejercicio —¿sadomasoquismo mental?— de intentar profundizar mínimamente en su contenido, entonces empiezo a pensar que la única solución es solicitar el estatuto de apátrida, o emprender viaje sin retorno al verdadero exilio interior. ¿Cómo creerse que ciertas cifras y ciertos manejos, sólo afectan a una persona? ¿Cómo creerse que la Casa Real o la cúspide del Partido Popular desconocían y eran ajenos a los movimientos del yerno y del extesorero? (Me refiero a ambas porque son las noticias de portada de la prensa española de estos días). Hay ciertas cosas que se hacen muy cuesta arriba.
Es cierto que la historia de la humanidad y de los estados y de España está teñida del mismo tipo de individuos cuyo único afán es aprovecharse del puesto que ocupan para enriquecerse desmesuradamente con atropello del bien común. Más aún, es cierto que las cosas, en algunos aspectos, han mejorado con el paso de los siglos.
Pero esto no debe alejarme de lo que ahora mismo sucede en este tiempo y lugar en los que me ha tocado vivir. Mientras nos empobrecemos, mientras cada mes se hace más difícil mantener el mismo nivel que hace no mucho se tenía —sin que éste fuera un nivel alto—, otros, con absoluto desparpajo y haciendo palanca con sus puestos, se enriquecen sin escrúpulos o enriquecen sin escrúpulos a las organizaciones de las que son o han sido testaferros, con la orden de cargar con todas las consecuencias en caso de que algo no salga del todo bien.
Como comentaba un amigo esta mañana (respecto de otro asunto que comparado con esto resulta chusco, pero no deja de ser más de lo mismo), me gustaría saber en qué momento el afán por tener más dinero traspasa la barrera en la que todo, no sólo es insuficiente, sino que siempre parece poco. Se habla de millones de euros con la misma facilidad con la que yo podría hablar de unos pocos cientos.
Luego llegará la hora de las palabras importantes que siempre se pronuncian con mayúsculas y con una entonación dramática emparentada con la más añeja y trasnochada liturgia. Después surgirán de sus bocas, como jaculatorias ardientes, palabras del tipo España, patria, himno, bandera, unidad, defensa de una identidad, destino común, etcétera y muchos serían capaces de entregar su sangre, su piel, sus arrestos para defenderlas de quienes atentan contra ellas. Entretanto, ellos continuarán a lo suyo. Ellos ocultarán sus bienes en paraísos fiscales, para evitar el afán recaudatorio de ese Estado al que invocan con la misma unción con la que se invoca a la divinidad.
Como recordaba María Luisa Araninz en una de las últimas entradas de su blog, el alzamiento contra el invasor napoleónico —lo que nuestra historia llama Guerra de la Independencia— supuso, entre otras cosas, impedir el incipiente desarrollo de políticas educativas y de administración de justicia iniciadas por el nuevo rey, destacado miembro de la usurpadora dinastía Bonaparte. Y este pueblo nuestro tan heroico y tan desgarrado como siempre, era capaz de entregar su sangre gritando vivan las caenas con tal de volver a tener por rey a alguien de aquella familia que vivía nada mal en su dorado exilio francés.
No estoy diciendo que no hubiera razones para rechazar la invasión napoleónica. Fue una invasión, fue un cambio de dinastía sin que los españoles de 1808 estuvieran de acuerdo con ello. Tal razón es suficiente para explicar el alzamiento del 2 de mayo. Lo que estoy diciendo es que en nombre de ciertas ideas y palabras los ciudadanos normales son capaces de dar su sangre, mientras que quienes deberían encabezar ese camino, lo que hacen es desmantelar todo lo que pueden el tesoro que es de todos.
España no es una bandera, no es un himno. Estas dos cosas (bandera e himno) no son más que los símbolos que debieran aunar y representar a los españoles. España o es su ciudadanía o no es. Cuando ciertas bocas se llenan con la palabra España, no deberían olvidar en ningún instante que su verdadero significado somos sus personas. Los símbolos son importantes, incluso decisivos, qué duda cabe; pero nunca debieran usurpar o sustituir la realidad que representan.