Hay días que se hace difícil encontrar la expresión justa, un decir
que no fluya hacia el grito. Uno sabe por experiencia que si se empieza por ese
camino será difícil detenerse en el momento adecuado y quizá en poco tiempo se
arrepienta de lo escrito.
Son cuestiones aparentemente ajenas al discurrir cotidiano.
Pareciera que se trata sólo de asuntos que afectan a poderosos, dirigentes,
representantes, incluso personas que ocuparon tales responsabilidades hace
algún tiempo.
Pero no es cierto que no afecten a mis días. No es cierto que me
sean indiferentes.
Es de noche, pero no sólo a estas horas finales de otra jornada;
también es noche inverniza y cerrada para esta supuesta democracia que andan vejando
y prostituyendo entre unos y otros.
No hay nada más peligroso para la democracia que la desafección
de la ciudadanía respecto de sus políticos, porque tal actitud probablemente
sea la mejor semilla para el florecimiento de mesías y peligrosos salvapatrias que
amparados en gestos teatrales y efectistas cercenen lo más elemental de una
democracia: la libre expresión, el derecho a decidir, la posibilidad de
organizarse colectivamente. Y todo esto es más probable cuando se trata de un
pueblo poco acostumbrado a vivir en democracia, que no acaba nunca de vertebrarse
para actuar democráticamente cada día, no sólo las jornadas electorales.
Uno podría pensar que los representantes políticos son un espejo
de nosotros mismos. En ese sentido tenemos lo que nos merecemos. Con ese
fatalismo parece que vivimos y damos por bueno o por descontado que un buen
puñado de políticos y representantes de los ciudadanos van a defraudar. No
todos son iguales, decimos. Y lo decimos incluso convencidos de ello. Aunque en
el fondo de esta frase, más que convencimiento quizá alee el deseo.
Sólo un vistazo a los titulares de la prensa, daña a la
esperanza en un futuro mejor, hiere profundamente la confianza en quienes
parecen que están al mando de este buque que navega a la deriva y que, por
momentos, parece que va a zozobrar, cuando no hundirse.
Pero si hago el ejercicio —¿sadomasoquismo mental?— de intentar
profundizar mínimamente en su contenido, entonces empiezo a pensar que la única
solución es solicitar el estatuto de apátrida, o emprender viaje sin retorno al
verdadero exilio interior. ¿Cómo creerse que ciertas cifras y ciertos manejos,
sólo afectan a una persona? ¿Cómo creerse que la Casa Real o la cúspide del
Partido Popular desconocían y eran ajenos a los movimientos del yerno y del
extesorero? (Me refiero a ambas porque son las noticias de portada de la prensa
española de estos días). Hay ciertas cosas que se hacen muy cuesta arriba.
Es cierto que la historia de la humanidad y de los estados y de
España está teñida del mismo tipo de individuos cuyo único afán es aprovecharse
del puesto que ocupan para enriquecerse desmesuradamente con atropello del bien
común. Más aún, es cierto que las cosas, en algunos aspectos, han mejorado con
el paso de los siglos.
Pero esto no debe alejarme de lo que ahora mismo sucede en este
tiempo y lugar en los que me ha tocado vivir. Mientras nos empobrecemos,
mientras cada mes se hace más difícil mantener el mismo nivel que hace no mucho
se tenía —sin que éste fuera un nivel alto—, otros, con absoluto desparpajo y haciendo palanca con sus puestos, se enriquecen sin escrúpulos o enriquecen sin
escrúpulos a las organizaciones de las que son o han sido testaferros, con la
orden de cargar con todas las consecuencias en caso de que algo no salga del todo
bien.
Como comentaba un amigo esta mañana (respecto de otro asunto
que comparado con esto resulta chusco, pero no deja de ser más de lo mismo), me
gustaría saber en qué momento el afán por tener más dinero traspasa la barrera
en la que todo, no sólo es insuficiente, sino que siempre parece poco. Se habla
de millones de euros con la misma facilidad con la que yo podría hablar de unos
pocos cientos.
Luego llegará la hora de las palabras importantes que siempre se
pronuncian con mayúsculas y con una entonación dramática emparentada con la más
añeja y trasnochada liturgia. Después surgirán de sus bocas, como jaculatorias
ardientes, palabras del tipo España, patria, himno, bandera, unidad, defensa de
una identidad, destino común, etcétera y muchos serían capaces
de entregar su sangre, su piel, sus arrestos para defenderlas de quienes
atentan contra ellas. Entretanto, ellos continuarán a lo suyo. Ellos ocultarán
sus bienes en paraísos fiscales, para evitar el afán recaudatorio de ese Estado
al que invocan con la misma unción con la que se invoca a la divinidad.
Como recordaba María Luisa Araninz en una de las últimas
entradas de su blog, el alzamiento contra el invasor napoleónico —lo que
nuestra historia llama Guerra de la Independencia— supuso, entre otras cosas,
impedir el incipiente desarrollo de políticas educativas y de administración de
justicia iniciadas por el nuevo rey, destacado miembro de la usurpadora dinastía
Bonaparte. Y este pueblo nuestro tan heroico y tan desgarrado como siempre, era
capaz de entregar su sangre gritando vivan
las caenas con tal de volver a tener por rey a alguien de aquella familia
que vivía nada mal en su dorado exilio francés.
No estoy diciendo que no hubiera razones para rechazar la invasión
napoleónica. Fue una invasión, fue un cambio de dinastía sin que los españoles
de 1808 estuvieran de acuerdo con ello. Tal razón es suficiente para explicar
el alzamiento del 2 de mayo. Lo que estoy diciendo es que en nombre de ciertas
ideas y palabras los ciudadanos normales son capaces de dar su sangre, mientras
que quienes deberían encabezar ese camino, lo que hacen es desmantelar todo lo
que pueden el tesoro que es de todos.
España no es una bandera, no es un himno. Estas dos cosas
(bandera e himno) no son más que los símbolos que debieran aunar y representar
a los españoles. España o es su ciudadanía o no es. Cuando ciertas bocas se
llenan con la palabra España, no deberían olvidar en ningún instante que su
verdadero significado somos sus personas. Los símbolos son importantes, incluso
decisivos, qué duda cabe; pero nunca debieran usurpar o sustituir la realidad que representan.