Escucho una vez más, sin cansancio, la versión del Clave bien temperado salida de las manos de Richter. Busco aislarme
del sonido de la televisión que a mi espalda emite algo… Pero en realidad lo
que busco es aislarme de mí mismo, del ruido interno que tanto y tanto me
distrae, me dispersa, me cansa.
No se trata del agobio que pueda sentir por los preliminares a
la presentación del libro. Esa es la parte de mi vida que ahora mismo menos me
preocupa, porque sé que todo está en buenas manos: edición, lugar de presentación,
presentador, amigos que asistirán —de la ciudad y de fuera—. Ni siquiera me atarea
la presentación en Madrid, donde estaré arropado por otros compañeros, y donde
podré abrazar a unos cuantos amigos a quienes no veo desde hace tiempo.
Esta tarde, por ejemplo, mientras charlaba con Norberto —tras el ventanal de la cafetería la lluvia caía con ánimo enfurecido— sobre asuntos relacionados
con la presentación y la poesía, me daba cuenta de que el tiempo pasaba de otra
manera. Mejor dicho, me pasaba por encima de otra manera; no me aplastaba o me
empujaba, sino que me acariciaba. La mayoría del resto de horas la sensación no
es la misma. Podría decir que es la contraria. Me escindo por dentro, estoy en
algo, pero en realidad quisiera estar en otra cosa.
Es agotador.
Qué duda cabe que el único culpable soy yo mismo. El tiempo no
tiene nada que ver con este galimatías interno, hace lo único que puede hacer,
transcurrir con su cadencia determinada. Alterar su discurrir es una pretensión
tan banal e inútil como intentar evitar que la noche suceda al día. Y, sin
embargo, no puedo evitar actuar de modo contrario casi a diario.
En vez de hacer lo único sensato, acomodarme a su ritmo, como el
viajero que, sabiendo que no puede conducirlo, se arrellana en el asiento del autobús
para disfrutar del trayecto, me convierto en temerario chófer cuando sé a
ciencia cierta que no dispongo del carnet de conducir horas… ni siquiera podría
dirigir una décima parte de cualquiera de sus segundos.