Tengo suerte de que el partido de esta
noche no lo haya dado ninguna televisión que pueda ver. Si lo estuviera viendo
no habría leído la última entrada de la bitácora de Alena y si no la hubiera
leído no se me habría abierto una especie de boquete en la memoria, por el que
van saliendo, más que recuerdos —brumosos, fragmentados—, su sensación, como eco
de una fragancia persistente.
Cita
ella en su post de hoy su visita a la biblioteca de su barrio. Lo hace casi de
pasada, explica por qué ha ido ahí, y los libros que ha sacado en préstamo.
Ella pretende hablar (y habla) de los libros. Pero hoy me ha dado igual el
fondo de su artículo. Hoy me he quedado en ese detalle, en ese, por así decir,
complemento circunstancial… la biblioteca.
Llevo
pensando en la biblioteca (la de Segovia) desde que decidí hace un par de meses
que iba a solicitar a su director presentar allí Quizá un martes de otoño.
¿Por
qué se me ocurrió tal idea?
El
caso es que incluso antes de saberse en Segovia lo que iba a ocurrir con la
obra social de la extinta Caja, incluso antes de valorar cualquier otra
posibilidad, se posó en mí la idea de la biblioteca.
Había
(hay) algunas razones objetivas que explican la decisión: su ubicación, que las
bibliotecas son como el santuario de los libros, que puede ser un buen lugar
para este tipo de actos…
Pero
yo sabía que había algo más. Algo más irracional o más antiguo o más
determinante. Algo en lo que debía ponerme a pensar cuanto antes, puesto que
los días se echan encima a buen paso, y no me parecía razonable no haber
encontrado tal explicación.
Y
no me ha hecho falta pensar, ya digo. Al leer a Alena se me ha abierto ese
boquete. Como de golpe he recordado que mis primeros balbuceos con los libros
se produjeron allí, mucho antes de que, como ahora, existiera una hermosísima
sala destinada a la literatura infantil, incluso a la juvenil…
Quizá
tuviera doce años. No creo que importe mucho ese detalle.
Para entonces ya había descubierto que en los libros había algo que a mí me
seducía, algo que me llamaba poderosamente, algo a lo que no me podía resistir.
No
hablo, no se me entienda mal, de un razonamiento o una idea en el sentido que
se suele dar a tales palabras. Es algo mucho menos elaborado, se trata de una
especie de atracción que pasa por encima de cualquier pensamiento racional.
Mi
hermano Mariano y yo habíamos hecho —o estábamos haciendo— la colección de Los cinco —saga de veintitantas novelas
escritas por la británica Enid Blyton, como es sabido—. En esos libros nos
gastábamos la paga semanal (huelga, le decíamos entonces); mejor dicho,
ahorrábamos durante algunas semanas esas monedas para poder comprarnos los
libros.
Y
no había más opciones: aunque quisiéramos, no podíamos comprar más libros,
aunque muchas veces entrara en la antigua y enorme Librería Herranz de
la Calle San Francisco, donde me perdía rozando lomos de libros y mirando con
fruición novelas que me seducían como puede seducir un diamante en una joyería,
no podía comprar más libros, como ahora no puedo comprar diamantes. (De pronto, un día, cerró la librería. Unos meses después abrieron una carnicería. La librería subió a la Plaza, y aunque se mantuvo varios años, acabó languideciendo en un proceso de deterioro, a mi modo de ver, hasta desaparecer del todo).
Entonces
descubrí la Biblioteca. Descubrí que allí podía leer cualquier libro del mundo,
o eso pensé al contemplar los centenares de libros que ocupaban estantes y
estantes y estantes…
Y
allí me asomé por vez primera a la Literatura. No, aún, no tenía ni idea que
parte de las mejores horas de mi vida las pasaría tejiendo frases. No porque
mis frases tengan algún valor, sino porque mientras las escribo sé que estoy
haciendo aquello que más me gusta.
Es
inevitable, pues, que cuando busco en el horizonte del pasado los vestigios de
las primeros pasos que me encaminaron hacia esta pasión, remate en las vetustas
salas, tan diferentemente dispuestas a cómo lo están hoy en día.
Allí
descubrí —y leí— la primera serie de Los
Episodios Nacionales, por ejemplo. Allí descubrí a Azorín. Allí Baroja se
me hizo conocido… Lecturas anárquicas, lecturas superficiales, lecturas que
eran un alimento extraño, porque más que racionalizarse se entrañaban en mí de
alguna manera cuyo mecanismo no he sido capaz nunca de decodificar.
Pero
es más, aunque muy pronto me hice socio, no eran pocas las tardes que pasaba
allí leyendo. No era necesario que me quedara, porque podría sacar de allí los
libros y leerlos tranquilamente en mi casa, donde nada ni nadie me estorbaba,
pero me quedaba. Allí leía más a gusto, sobre las enormes mesas inclinadas, esas
mesas de madera que alguna vez debió ser clara, y que ya entonces tenían un
color indescifrable, esas mesas que salían a veces retratadas en algunas
películas.
¿Te vas a callar,
Amando, las tardes en que abrías un libro —te daba igual cuál— para disimular,
mientras escribías en folios los inicios de algunas historias que nunca pasaron
de tres o cuatro líneas…?
Sí, tienes razón. Eso
fue más tarde, unos pocos años después.
¿Te vas a callar
que siempre te llamó la atención que alguien que tenía que pegar sus ojos,
separados del mundo por unas lentes gruesísimas, a las páginas de los libros
fuera bibliotecario? ¿Te vas a callar que desde el principio te pareció alguien
digno de admiración por su delicadeza? ¿Te vas a callar que con los años
descubriste en él un fino poeta? ¿Te vas a callar que le escribiste un
silencioso homenaje al escribir el primer relato de Cuentos de Euritmia?
¿Vas a callarte
tantas cosas…?
Recuerdo
a doña Manolita y a Luis Larios distribuyendo libros, ordenando silencio y
enseñando a buscar en aquellas fichas escritas a mano y donde uno fue
descubriendo las diferentes caligrafías de anteriores funcionarios y
funcionarias que fueron dejando esa prueba de su trabajo.
Recuerda la tarde
en que te riñó doña Manolita, desesperada al ver cómo perdías el tiempo dudando
con el alfabeto, y cómo gracias a aquella riña jamás has vuelto a dudar. Y cómo te explicó la razón del disposición de aquellas fichas
de cartulina cruzadas por finas líneas azules. Y empezaste a descubrir que,
como en el universo, había un orden, una cifra, una estructura, que explicaba
tal o cual ubicación. Como en las novelas de misterio —que también empezaste a
leer muy pronto— sólo era necesario encontrar la clave. Una vez hallada ésta el
misterio quedaba resuelto para siempre.
Recuerdo
la luz que se filtraba por sus ventanales y el denso calor.
Pero
sobre todo me acuerdo del silencio. A pesar de que a veces se oía chistar a
alguno de los funcionarios, lo normal es que el único sonido, aparte del leve
roce del papel en el aire de la sala, fuera el que reverberaba a través de las
ventanas: el murmurio de las conversaciones en la calle Real, el zureo de las
palomas, la melodía de la lluvia sobre el pavimento, las tejas, los cristales…
Las
horas allí dentro se parecían en algo indefinible al tiempo en una capilla,
donde nada me distraía, salvo el propio volar de mi pensamiento. Quizá por esa
extraña asociación de ideas, pronto se coló en mi interior la idea de que la
vieja biblioteca —ya vieja entonces— era un espacio próximo a lo sagrado, y por
tanto lo que allí sucedía, lo que allí habitaba también compartía alguna esencia
con lo sagrado, si es que no lo era de pleno.