Cómplices

Martes, 15 de enero de 2013


Tengo suerte de que el partido de esta noche no lo haya dado ninguna televisión que pueda ver. Si lo estuviera viendo no habría leído la última entrada de la bitácora de Alena y si no la hubiera leído no se me habría abierto una especie de boquete en la memoria, por el que van saliendo, más que recuerdos —brumosos, fragmentados—, su sensación, como eco de una fragancia persistente.
Cita ella en su post de hoy su visita a la biblioteca de su barrio. Lo hace casi de pasada, explica por qué ha ido ahí, y los libros que ha sacado en préstamo. Ella pretende hablar (y habla) de los libros. Pero hoy me ha dado igual el fondo de su artículo. Hoy me he quedado en ese detalle, en ese, por así decir, complemento circunstancial… la biblioteca.
Llevo pensando en la biblioteca (la de Segovia) desde que decidí hace un par de meses que iba a solicitar a su director presentar allí Quizá un martes de otoño.
¿Por qué se me ocurrió tal idea?
El caso es que incluso antes de saberse en Segovia lo que iba a ocurrir con la obra social de la extinta Caja, incluso antes de valorar cualquier otra posibilidad, se posó en mí la idea de la biblioteca.
Había (hay) algunas razones objetivas que explican la decisión: su ubicación, que las bibliotecas son como el santuario de los libros, que puede ser un buen lugar para este tipo de actos…
Pero yo sabía que había algo más. Algo más irracional o más antiguo o más determinante. Algo en lo que debía ponerme a pensar cuanto antes, puesto que los días se echan encima a buen paso, y no me parecía razonable no haber encontrado tal explicación.
Y no me ha hecho falta pensar, ya digo. Al leer a Alena se me ha abierto ese boquete. Como de golpe he recordado que mis primeros balbuceos con los libros se produjeron allí, mucho antes de que, como ahora, existiera una hermosísima sala destinada a la literatura infantil, incluso a la juvenil…
Quizá tuviera doce años. No creo que importe mucho ese detalle. Para entonces ya había descubierto que en los libros había algo que a mí me seducía, algo que me llamaba poderosamente, algo a lo que no me podía resistir.
No hablo, no se me entienda mal, de un razonamiento o una idea en el sentido que se suele dar a tales palabras. Es algo mucho menos elaborado, se trata de una especie de atracción que pasa por encima de cualquier pensamiento racional.
Mi hermano Mariano y yo habíamos hecho —o estábamos haciendo— la colección de Los cinco —saga de veintitantas novelas escritas por la británica Enid Blyton, como es sabido—. En esos libros nos gastábamos la paga semanal (huelga, le decíamos entonces); mejor dicho, ahorrábamos durante algunas semanas esas monedas para poder comprarnos los libros.
Y no había más opciones: aunque quisiéramos, no podíamos comprar más libros, aunque muchas veces entrara en la antigua y enorme Librería Herranz  de la Calle San Francisco, donde me perdía rozando lomos de libros y mirando con fruición novelas que me seducían como puede seducir un diamante en una joyería, no podía comprar más libros, como ahora no puedo comprar diamantes. (De pronto, un día, cerró la librería. Unos meses después abrieron una carnicería. La librería subió a la Plaza, y aunque se mantuvo varios años, acabó languideciendo en un proceso de deterioro, a mi modo de ver, hasta desaparecer del todo).
Entonces descubrí la Biblioteca. Descubrí que allí podía leer cualquier libro del mundo, o eso pensé al contemplar los centenares de libros que ocupaban estantes y estantes y estantes…
Y allí me asomé por vez primera a la Literatura. No, aún, no tenía ni idea que parte de las mejores horas de mi vida las pasaría tejiendo frases. No porque mis frases tengan algún valor, sino porque mientras las escribo sé que estoy haciendo aquello que más me gusta.
Es inevitable, pues, que cuando busco en el horizonte del pasado los vestigios de las primeros pasos que me encaminaron hacia esta pasión, remate en las vetustas salas, tan diferentemente dispuestas a cómo lo están hoy en día.
Allí descubrí —y leí— la primera serie de Los Episodios Nacionales, por ejemplo. Allí descubrí a Azorín. Allí Baroja se me hizo conocido… Lecturas anárquicas, lecturas superficiales, lecturas que eran un alimento extraño, porque más que racionalizarse se entrañaban en mí de alguna manera cuyo mecanismo no he sido capaz nunca de decodificar.
Pero es más, aunque muy pronto me hice socio, no eran pocas las tardes que pasaba allí leyendo. No era necesario que me quedara, porque podría sacar de allí los libros y leerlos tranquilamente en mi casa, donde nada ni nadie me estorbaba, pero me quedaba. Allí leía más a gusto, sobre las enormes mesas inclinadas, esas mesas de madera que alguna vez debió ser clara, y que ya entonces tenían un color indescifrable, esas mesas que salían a veces retratadas en algunas películas.
¿Te vas a callar, Amando, las tardes en que abrías un libro —te daba igual cuál— para disimular, mientras escribías en folios los inicios de algunas historias que nunca pasaron de tres o cuatro líneas…?
Sí, tienes razón. Eso fue más tarde, unos pocos años después.
¿Te vas a callar que siempre te llamó la atención que alguien que tenía que pegar sus ojos, separados del mundo por unas lentes gruesísimas, a las páginas de los libros fuera bibliotecario? ¿Te vas a callar que desde el principio te pareció alguien digno de admiración por su delicadeza? ¿Te vas a callar que con los años descubriste en él un fino poeta? ¿Te vas a callar que le escribiste un silencioso homenaje al escribir el primer relato de Cuentos de Euritmia?
¿Vas a callarte tantas cosas…?
Recuerdo a doña Manolita y a Luis Larios distribuyendo libros, ordenando silencio y enseñando a buscar en aquellas fichas escritas a mano y donde uno fue descubriendo las diferentes caligrafías de anteriores funcionarios y funcionarias que fueron dejando esa prueba de su trabajo.
Recuerda la tarde en que te riñó doña Manolita, desesperada al ver cómo perdías el tiempo dudando con el alfabeto, y cómo gracias a aquella riña jamás has vuelto a dudar. Y cómo te explicó la razón del disposición de aquellas fichas de cartulina cruzadas por finas líneas azules. Y empezaste a descubrir que, como en el universo, había un orden, una cifra, una estructura, que explicaba tal o cual ubicación. Como en las novelas de misterio —que también empezaste a leer muy pronto— sólo era necesario encontrar la clave. Una vez hallada ésta el misterio quedaba resuelto para siempre.
Recuerdo la luz que se filtraba por sus ventanales y el denso calor.
Pero sobre todo me acuerdo del silencio. A pesar de que a veces se oía chistar a alguno de los funcionarios, lo normal es que el único sonido, aparte del leve roce del papel en el aire de la sala, fuera el que reverberaba a través de las ventanas: el murmurio de las conversaciones en la calle Real, el zureo de las palomas, la melodía de la lluvia sobre el pavimento, las tejas, los cristales…
Las horas allí dentro se parecían en algo indefinible al tiempo en una capilla, donde nada me distraía, salvo el propio volar de mi pensamiento. Quizá por esa extraña asociación de ideas, pronto se coló en mi interior la idea de que la vieja biblioteca —ya vieja entonces— era un espacio próximo a lo sagrado, y por tanto lo que allí sucedía, lo que allí habitaba también compartía alguna esencia con lo sagrado, si es que no lo era de pleno.