Cómplices

Miércoles, 2 de enero de 2013


¿Será quizá este año, del que apenas pisamos sus umbrales, el del vértigo?
No quisiera subirme muchas veces a esa sensación, pero quizá es la que corresponda. Mejor irse preparando, por si acaso.
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Releer La lluvia amarilla es comprobar que un libro nunca es el mismo libro, es confirmar que un buen libro nunca envejece, sino que el paso del tiempo le mejora, le llena de matices, ahonda su sabor y lo enriquece.
No, sus palabras no han cambiado: Anielle es ese pueblo muerto y solo, abandonado en el olvido y la nieve persigue en el invierno las últimas paredes que aún se alzan, y continúa aquel nidal de víboras en la cuna de aquel niño que nunca nadie vio, los fantasmas reclaman su minuto o sus horas, el silencio persigue a la soledad o viceversa… No es libro, soy yo otro. Hoy esas mismas frases que a mi memoria vuelan a medida que se alzan ante mí, riegan mejor el sentimiento.
Quizá cuando lo leí por vez primera, mi latido era asfalto, su lluvia no regó como hoy me riega, y siguió su camino entera, apenas ocupó un breve anaquel del cerebro, pero no llegó a entrar en mi emoción, como hoy sí entra.
Y no es que fuera inútil aquel tiempo, cuando leí con prisa, sin fijeza. Quizá entonces el joven que era no podía ir más lejos; mas La lluvia amarilla que leí entonces, pasó a la retaguardia, colaboró a llenar mi embalse; por eso en estos días está siendo más fructífera su lectura.
Incluso vaticino que mañana, cuando vuelva a leer sus pocas páginas, el fruto será aún mayor. Quizá entonces ya sepa que escribir es horadar la tierra con las manos para encontrar el barro que nos hace más humanos.