Es notorio, o a mí me lo parece, que la casta política es el mayor lastre
para que la democracia sea ese sistema de gobierno menos malo entre los hasta
ahora creados y puestos en práctica por el ser humano. En realidad la casta política
está sirviendo para que los problemas se multipliquen. Si uno fuera político,
sentiría vergüenza de ser una de las mayores preocupaciones de la población,
después del paro que, por cierto, son incapaces de solucionar.
Pero antes de seguir aclaro, porque después vendrán a mí las
quejas de algunos. No hablo de casta política cuando pienso en los concejales y
alcaldes de la inmensa mayoría de los más de ocho mil municipios donde vivimos
los más de cuarenta millones de españoles. Uno conoce bien, después de más de
veinticinco años de trabajo, los afanes, problemas y verdaderos sacrificios de
estos representantes (ellos sí) de sus ciudadanos. Quizá se me entienda mal en
determinados lugares donde los municipios y Ayuntamientos reúnen una buena
cantidad de ciudadanos; sin embargo en otros territorios como Castilla, Aragón,
Galicia, Asturias, Cantabria, La Rioja, parte de La Mancha zonas de Euskadi y
de Cataluña, me entenderán muy bien.
A veces tengo la impresión de que la prensa y ciertos opinantes
sesudos han puesto en circulación que cualquier Ayuntamiento español se parece
a los ayuntamientos que administran el bienestar de unos veinte o treinta mil
habitantes. Y desde mediados de los noventa se legisla en esta idea, sin tener
en cuenta la dura realidad de estos núcleos. A lo largo de todos estos años,
uno ha visto a alcaldes resolver asuntos particulares de sus vecinos, por la
única razón de que era él o ella quien se acercaba a la capital. Uno ha tenido
que escuchar las peleas porque se les concedieran subvenciones más pequeñas que
el importe de alguno de los famosos sobres.
Quiero aclarar, pues, que hablo de casta política, cuando hablo
de aquellos individuos que ingresan en las filas de una formación política para
empezar la carrera de ministros. La realidad dirá después dónde acaba cada uno,
pero ellos y ellas con verdadera contumacia se afanan en esa tarea. En seguida
se les reconoce porque ponen en práctica muy rápido la primera lección del
temario: defender a capa y espada su organización y criticar con los clichés
que cada legislatura determine al resto de partidos (salvo aquellos que por
circunstancias sobrevenidas y durante un tiempo —normalmente escaso— se
conviertan en aliados políticos).
Hablo de casta política, cuando hablo de aquellos individuos que
secuestran el lenguaje, lo prostituyen y se encargan de hablar muchas horas
para no decir nada, o casi nada. La desfachatez en este punto llega a límites
de comedia del absurdo, desde que se ha puesto de moda la comparecencia antes
los medios de comunicación sin posibilidad de preguntas. Lo verdaderamente extraño y
que más me escama y me hace preguntarme por el papel de la
prensa, es que ésta continúe asistiendo a semejante pantomima. Si no admiten
preguntas, que no les hagan publicidad, o se la cobren, como hacen con otras empresas que pretenden ver tal o cual producto. En cuanto se silenciaran unas cuantas
de estas comparecencias, habría que ver cómo reaccionaban los de la casta.
Hablo de casta política, cuando hablo de aquellos individuos que
no tienen más salida que continuar adelante en el seno de una organización
omnívora y depredadora, a menudo sin alma y sin sentimientos, porque fuera de
las garras del partido no son nadie, o son como cualquiera, como yo mismo: un
ciudadano que cada jornada procura caminar hacia la felicidad… si es que sus
políticos le dejan (y en los últimos años hacen todo lo posible por evitarlo, mientras continúan subiéndose su sueldo). Sobre esto no habrá ninguna duda, puesto que, según me
confirman, el verbo dimitir, así como el resto de palabras (sustantivos y
adjetivos) que de él derivan, han desaparecido de los diccionarios personales
de los miembros de esta casta.
Hablo de casta política, cuando hablo de quienes obedecen los
dictados de determinadas agrupaciones poderosísimas en cuyas manos estamos el
resto sin apenas tener noción del asunto, como bancos, compañías eléctricas,
empresas de telecomunicaciones, Holdings empresariales, fabricantes de armas. Pero
uno habla de esto y lo acusan de política-ficción. Pues vale.
Hablo de casta política, cuando hablo de quienes creen que sus
soldadas (cobradas mediante trasferencia bancaria, cheque al portador o mediante
la entrega de sobres más o menos camuflados) equivalen a las que
recibimos de modo habitual el resto de los españoles, y desde esa perspectiva
nebulosa aplican extraños criterios para resolver problemas.
Hablo de casta política, cuando hablo de quienes creen que la
economía son finanzas, balanzas comerciales, circulante, primas de riesgo, activos
tóxicos, diferenciales… Y se olvidan de que el único elemento clave para la
economía son las personas, y que una economía nunca irá bien con más de un
veinte por ciento de tasa de paro y disminución de su PIB.
Hablo de casta política, cuando me refiero a esos que llegan a la Administración Pública con el sano afán de servirse de ella y de los medios que le facilita, para así engordar facturas, inventarlas y repartirse ese dinero público en cuentas privadas y en celebraciones de cumpleaños infantiles.
Hablo de casta política, cuando alguien sabe de corrupción en el
interior de su propio partido, y prefiere callarse, y prefiere mantener el
carnet en la cartera, y mira a otro lado, esperando que pase la tormenta, o
—quizá— esperando que algo acabe por caer dentro de su bolsillo. Quienes así
actúan son cómplices de la corrupción o de las corruptelas y por tanto ellos
mismos corruptos. Sinceramente, creo que demasiados carnets siguen en poder de los
afiliados, que se dicen de a pie y que no aspiran a nada concreto, salvo conseguir
que sus ideas políticas sirvan para mejorar las condiciones de vida de los
ciudadanos. Y lo digo porque no se nota ningún movimiento en las propias bases
de los partidos, esto, desde luego quiere decir alguna cosa, o muchas cosas. Es
penoso que el sistema democrático se articule a través de organizaciones que no
aplican la más mínima norma de democracia en su funcionamiento ordinario.
Ahora mismo las soluciones para todo este desaguisado son
difíciles, o no parecen fáciles, porque quienes deberían usar los resortes para
que todo cambiara a favor de los ciudadanos (hablo de democracia, ¿recuerdan?)
son ellos mismos y está demostrado que lo único que no van a hacer va a ser
abolir determinadas prebendas que les aseguran el porvenir, a poco que acallen
conciencias. Ni ellos ni quienes vienen tras ellos, algunos con la carrera muy
avanzada, otros apenas iniciando el viaje.
¿Por qué, como ellos hacen, ni yo, ni nadie más puede ponerse
el sueldo que me corresponde cada inicio de legislatura, considerando que hay
pocas tareas tan especialmente delicadas y trascendentes como la que cada uno
hace? A mí me gustaría, como a ellos, que después de unos años de
inconmensurable y trascendente trabajo en pro del bien común, me aseguraran un retiro dorado (nunca
mejor dicho) en algún consejo administración de alguna compañía eléctrica, por
decir algo, donde mi única exigencia fuese —de vez en cuando— telefonear al
colega de turno que tenga que aplicar esa subida de tarifas que ya se está
retrasando.
El sistema no funciona bien, porque está corrupto en su entraña.
El sistema está basado en los partidos políticos como organizaciones a través
de las cuales se deberían vertebrar las diferentes iniciativas que ayuden al
desarrollo de los ciudadanos. Pero en realidad los partidos políticos se han
convertido desde hace tiempo en verdaderas empresas cuyo objeto no es fabricar
tornillos o diseñar estanterías, sino acceder al poder… a cualquier precio. Y como son muchos y hay
cada vez más aspirantes, se crean más organizaciones intermedias —opacas para
la inmensa mayoría de los ciudadanos— cuyo verdadero fin es dar de comer al
pobre político hambriento que ha dejado el primer plano de la actividad política.
Votarles en las urnas, en realidad, se ha convertido en una
pequeña farsa, porque los votantes nunca estamos seguros de lo que votamos.
Tenemos bien aprendida la lección y sabemos que la realidad, o Bruselas, o
ambas se impondrán al supuesto programa de gobierno.
Quizá como muchas veces decimos con cierta resignación, tengamos
lo que nos merecemos. Quizá, como empiezo a escuchar por ahí, en el fondo
nuestra casta política no es más que un reflejo de nuestra esencia.
Es probable que, como todo parecía que iba viento en popa, la
ciudadanía haya hecho dejación de su función. Pero ya se han encargado ellos
(¿quién si no?) de convencernos día sí y día también, que la democracia
consiste en introducir a través de una ranura un sobre cada cuatro años. Y el resto del tiempo ver, oír y, a ser posible, callar. Poco a poco, nos
alejaron del debate político del modo más sutil y eficaz que existe. No nos
dijeron que no podíamos asistir a él, simplemente lo tornaron en asunto
aburrido, inexplicable, farragoso. En realidad el debate político se tornó
debate económico y éste financiero-contable. Aquellas otras organizaciones que
supuestamente podrían ser un contrapeso (hablo de los sindicatos) decidieron
actuar pensando exclusivamente en sus afiliados y en las subvenciones. De las
organizaciones empresariales uno no espera nada, salvo que jaleen a los leones
y a los buitres.
Todo es posible, todo es probable.
Pero me niego a creer que sea esto lo que nos merecemos. España
(es decir los españoles y quienes no habiendo nacido en sus fronteras viven o
sufren con nosotros, pues no otra cosa es España) y Europa son mucho más que
esta casta.