Cómplices

Jueves, 28 de febrero de 2013


Hace ocho años, tras varias tentativas que se habían ido repitiendo en diversas ocasiones durante los años, por fin me tomé en serio esto de llevar un diario. Recuerdo que fue algo así como una necesidad que paliaba la falta de tiempo que entonces tenía para escribir.
Lo inicié en el mes de febrero, y, como todo el mundo sabe, al poco tiempo se inició el desenlace de la enfermedad de Juan Pablo II, el consiguiente periodo de sede vacante, cónclave y elección de Joseph Ratzinger como Benedicto XVI.
Aquellos momentos ocuparon muchísimas páginas con mis reflexiones llenas de dudas, esperanzas, ilusiones, utopías, críticas y temores. En 2005 uno, aunque empezaba a ser muy crítico con determinadas cuestiones relacionadas con la Jerarquía, no estaba tan lejos como ahora mismo. Por ello, quizá, tenga explicación la sucesión de páginas sobre el tema. También ayudó que la presencia mediática de Juan Pablo II había sido muchísimo más intensa que la de su sucesor. Juan Pablo II era como un huracán que, a la postre, fue venerado en vida por muchos, aunque también a muchos acabó por exasperar.
Sin embargo, y a pesar de mi alejamiento de la Iglesia, creo que el final de un pontificado —y mucho más con las connotaciones de este epílogo— merece que me detenga, al menos una jornada.
Hasta hoy en que Benedicto XVI ha cesado en su ministerio petrino y ya no porta el anillo del pescador, he preferido escuchar, leer y reflexionar sobre todo este asunto que es histórico. Esta vez la calificación no es exagerada, aunque sólo sea porque hace seiscientos años que no se producía una renuncia del papa a su ministerio.
En muchísimas ocasiones los finales dotan de pleno sentido todo lo anterior, arrojan una luz que ilumina todo lo previo con matices diferentes. Creo que algo así se podrá afirmar del papado doscientos sesenta y cinco de la Iglesia Católica. Este final por inesperado y sorprendente me empuja a la reflexión.
Sé que mis palabras poco o nada importan, pero no puedo dejar de anotarlas, porque —a pesar del alejamiento físico, repito— nunca he renegado de mi fe.
Desde el momento en que Benedicto XVI anunció que renunciaba, me sorprendieron las críticas que su decisión levantó entre unos y otros. Algunos porque pensaron y piensan que no debió hacerlo, y que el papa debe morir, no renunciar. Otros porque no creyeron ni creen que tal renuncia sea del todo libre y en el insólito hecho anida algún terrible secreto. Y si es verdad que cualquiera puede opinar sobre una decisión de este calado, no es menos verdad que debería haber sido más respetada.
Se podrían intentar varias explicaciones a su renuncia, pero acaso todavía no se hayan puesto sobre la mesa las que realmente han movido a Ratzinger a semejante gesto, quizá, porque más allá de las evidencias o las suposiciones, haya una carga teológica en su determinación que aún se nos escapa.
Y por ello mismo, además de aumentar mi respeto por su decisión, creo que su renuncia es un mensaje que el nuevo obispo de Roma deberá integrar de algún modo en su propio pontificado.
Para quien no crea, mis palabras son pérdida de tiempo. Es más, muchos piensan que todo este asunto ocupa demasiado espacio. Sin embargo, para quien crea, estarán fuera de contexto, y rozarán lo herético, por tanto lo pecaminoso. Vivir en la frontera del supuesto redil es lo que tiene, a uno le convierte en alguien extraño en todas partes; pero quizá por ello pueda expresarme con más libertad.
A estas alturas de la historia, espero poco de la jerarquía católica, sin embargo me niego a cerrar la puerta a la esperanza. Quizá la renuncia de Benedicto XVI y la decisión de retirarse a orar y escribir —me remito a sus propias palabras— sea un aldabonazo que sacuda las conciencias de sus eminencias y ayude para que su próxima decisión sea pensando en que el nuevo papa, y con él el resto de la jerarquía, ha de adentrarse en los caminos de la misericordia y el servicio de los más necesitados, y no tanto en otras cuestiones. Calzar las sandalias del pescador, no debiera ser una frase hecha, ni siquiera parecerlo.
El mal del que ha hablado tanto en su pontificado Benedicto XVI, y más en estos últimos días, no es abstracto, y bien lo sabe él. El mal, como el bien, se encarna en sujetos con nombre y apellidos. Acaso sea éste el profundo mensaje asociado a su renuncia: para vencer al mal ya es urgente que alguien con energías tome el timón de esta barca. Y el mal está muy enraizado en la propia cúspide de la Iglesia y tiene diversas manifestaciones: las divisiones y luchas de poder —como hoy mismo ha recordado el papa emérito al pedir unidad, como Jesús pidió tras la última cena—, con las finanzas —como revela el cambio en la dirección del banco del Vaticano que se produjo tras el anuncio de la fecha de su renuncia—, con la pederastia —verdadera tortura durante todo su pontificado— y con temas más ruines de espionajes y otras zarandajas más propias de cortes o partidos políticos. En el fondo, nada nuevo bajo el sol, las mismas cuestiones que han jalonado la vida de la iglesia desde que apenas era un puñado de judíos heterodoxos en Jerusalén y que se repiten machaconamente generación tras generación. Como si atentar contra determinados mandamientos formara parte innegociable del guión.
La muchedumbre de creyentes de buena voluntad que se extiende por la faz de la tierra necesita esperanza, necesita sentir que es amada por ese Dios en quien sinceramente cree. Y aunque en teoría se sepa, los humanos poseemos una determinada naturaleza que precisa de gestos concretos. Hace tiempo que la jerarquía eclesiástica olvidó este asunto, aunque lo niegue, porque hace años decidió que los tiempos no pueden cambiar y que todo en su seno es inamovible. Hace tiempo que dio carpetazo a ciertos documentos del Concilio Vaticano II, dejando que, en la práctica, se llenen de telarañas. Hace tiempo que el estado más pequeño del mundo, sólo está pendiente de sí mismo, apelando a la fe como único argumento, y huyendo de esta época, como si Pentecostés nunca hubiera existido, y el miedo les atenazase, salvo para mantener su inmenso poder.
Ha habido épocas más oscuras que ésta en la Iglesia, qué duda cabe. Épocas que, tras periodos de fuertes convulsiones, desembocaron en otras de luz. Quizá ahora, sin ser muy conscientes de ellos, nos estemos asomando a un nuevo tiempo.
Sé que para muchos es utópico, por tanto imposible, lo que planteo, pero hace apenas un mes era increíble que se abriese el tiempo de sede vacante en el Vaticano sin venir precedida por el boato de los funerales del anterior papa. Sin embargo ha sucedido: esta noche no hay papa, el papa emérito descansa en Castel Gandolfo y en el Vaticano ha comenzado el tiempo de sede vacante.