Hace ocho años, tras varias tentativas que se habían ido repitiendo en
diversas ocasiones durante los años, por fin me tomé en serio esto de llevar un
diario. Recuerdo que fue algo así como una necesidad que paliaba la falta de
tiempo que entonces tenía para escribir.
Lo inicié en el mes de febrero, y, como todo el mundo sabe, al
poco tiempo se inició el desenlace de la enfermedad de Juan Pablo II, el
consiguiente periodo de sede vacante, cónclave y elección de Joseph Ratzinger
como Benedicto XVI.
Aquellos momentos ocuparon muchísimas páginas con mis
reflexiones llenas de dudas, esperanzas, ilusiones, utopías, críticas y
temores. En 2005 uno, aunque empezaba a ser muy crítico con determinadas
cuestiones relacionadas con la Jerarquía, no estaba tan lejos como ahora mismo.
Por ello, quizá, tenga explicación la sucesión de páginas sobre el tema. También
ayudó que la presencia mediática de Juan Pablo II había sido muchísimo más
intensa que la de su sucesor. Juan Pablo II era como un huracán que, a la postre,
fue venerado en vida por muchos, aunque también a muchos acabó por exasperar.
Sin embargo, y a pesar de mi alejamiento de la Iglesia, creo que
el final de un pontificado —y mucho más con las connotaciones de este epílogo—
merece que me detenga, al menos una jornada.
Hasta hoy en que Benedicto XVI ha cesado en su ministerio
petrino y ya no porta el anillo del pescador, he preferido escuchar, leer y
reflexionar sobre todo este asunto que es histórico. Esta vez la calificación no es exagerada, aunque sólo
sea porque hace seiscientos años que no se producía una renuncia del papa a su
ministerio.
En muchísimas ocasiones los finales dotan de pleno sentido todo
lo anterior, arrojan una luz que ilumina todo lo previo con matices diferentes.
Creo que algo así se podrá afirmar del papado doscientos sesenta y cinco de la
Iglesia Católica. Este final por inesperado y sorprendente me empuja a la
reflexión.
Sé que mis palabras poco o nada importan, pero no puedo dejar de
anotarlas, porque —a pesar del alejamiento físico, repito— nunca he renegado de
mi fe.
Desde el momento en que Benedicto XVI anunció que renunciaba, me
sorprendieron las críticas que su decisión levantó entre unos y otros. Algunos
porque pensaron y piensan que no debió hacerlo, y que el papa debe morir, no
renunciar. Otros porque no creyeron ni creen que tal renuncia sea del todo
libre y en el insólito hecho anida algún terrible secreto. Y si es verdad que
cualquiera puede opinar sobre una decisión de este calado, no es menos verdad que
debería haber sido más respetada.
Se podrían intentar varias explicaciones a su renuncia, pero
acaso todavía no se hayan puesto sobre la mesa las que realmente han movido a
Ratzinger a semejante gesto, quizá, porque más allá de las evidencias o las suposiciones,
haya una carga teológica en su determinación que aún se nos escapa.
Y por ello mismo, además de aumentar mi respeto por su decisión, creo que su
renuncia es un mensaje que el nuevo obispo de Roma deberá integrar de algún
modo en su propio pontificado.
Para quien no crea, mis palabras son pérdida de tiempo. Es más,
muchos piensan que todo este asunto ocupa demasiado espacio. Sin embargo, para
quien crea, estarán fuera de contexto, y rozarán lo herético, por tanto lo pecaminoso. Vivir en la
frontera del supuesto redil es lo que tiene, a uno le convierte en alguien
extraño en todas partes; pero quizá por ello pueda expresarme con más libertad.
A estas alturas de la historia, espero poco de la jerarquía
católica, sin embargo me niego a cerrar la puerta a la esperanza. Quizá la
renuncia de Benedicto XVI y la decisión de retirarse a orar y escribir —me
remito a sus propias palabras— sea un aldabonazo que sacuda las conciencias de
sus eminencias y ayude para que su próxima decisión sea pensando en que el
nuevo papa, y con él el resto de la jerarquía, ha de adentrarse en los caminos de la misericordia y el servicio de
los más necesitados, y no tanto en otras cuestiones. Calzar las sandalias del
pescador, no debiera ser una frase hecha, ni siquiera parecerlo.
El mal del que ha hablado tanto en su pontificado Benedicto XVI,
y más en estos últimos días, no es abstracto, y bien lo sabe él. El mal,
como el bien, se encarna en sujetos con nombre y apellidos. Acaso sea éste el
profundo mensaje asociado a su renuncia: para vencer al mal ya es urgente que
alguien con energías tome el timón de esta barca. Y el mal está muy enraizado
en la propia cúspide de la Iglesia y tiene diversas manifestaciones: las
divisiones y luchas de poder —como hoy mismo ha recordado el papa emérito al
pedir unidad, como Jesús pidió tras la última cena—, con las finanzas —como
revela el cambio en la dirección del banco del Vaticano que se produjo tras el
anuncio de la fecha de su renuncia—, con la pederastia —verdadera tortura durante
todo su pontificado— y con temas más ruines de espionajes y otras zarandajas más
propias de cortes o partidos políticos. En el fondo, nada nuevo bajo el sol,
las mismas cuestiones que han jalonado la vida de la iglesia desde que apenas
era un puñado de judíos heterodoxos en Jerusalén y que se repiten
machaconamente generación tras generación. Como si atentar contra determinados
mandamientos formara parte innegociable del guión.
La muchedumbre de creyentes de buena voluntad que se extiende
por la faz de la tierra necesita esperanza, necesita sentir que es amada por
ese Dios en quien sinceramente cree. Y aunque en teoría se sepa, los humanos
poseemos una determinada naturaleza que precisa de gestos concretos. Hace tiempo
que la jerarquía eclesiástica olvidó este asunto, aunque lo niegue, porque hace años decidió que los tiempos no pueden cambiar y que todo en su seno es
inamovible. Hace tiempo que dio carpetazo a ciertos documentos del Concilio
Vaticano II, dejando que, en la práctica, se llenen de telarañas. Hace tiempo
que el estado más pequeño del mundo, sólo está pendiente de sí mismo, apelando
a la fe como único argumento, y huyendo de esta época, como si Pentecostés
nunca hubiera existido, y el miedo les atenazase, salvo para mantener su
inmenso poder.
Ha habido épocas más oscuras que ésta en la Iglesia, qué duda
cabe. Épocas que, tras periodos de fuertes convulsiones, desembocaron en otras
de luz. Quizá ahora, sin ser muy conscientes de ellos, nos estemos asomando a
un nuevo tiempo.
Sé que para muchos es utópico, por tanto imposible, lo que planteo,
pero hace apenas un mes era increíble que se abriese el tiempo de sede vacante
en el Vaticano sin venir precedida por el boato de los funerales del anterior
papa. Sin embargo ha sucedido: esta noche no hay papa, el papa emérito descansa
en Castel Gandolfo y en el Vaticano ha comenzado el tiempo de sede vacante.