Cómplices

Miércoles, 27 de febrero de 2013


Desde los días tan lejanos de la infancia, el latido de mi corazón aspira a la concordia. A medida que el tiempo con su constancia implacable me apartaba de esos momentos, fui comprendiendo que tal sentimiento es la mayor utopía a la que puedo aspirar. Igual que toda utopía tiene el acento de lo inalcanzable; pero, al mismo tiempo, atesora la sombra de la posibilidad, pues en su esencia no existe la imposibilidad absoluta, ya que si los humanos nos esforzáramos, quizá pudiéramos alcanzar semejante meta. Pero hay jornadas, como la de hoy, en que uno siente en carne propia que semejante aspiración es como soñar con la cuadratura del círculo o con bañarse en nieve caliente.
Normalmente no se trata de grandes hechos, sino de sencillas anécdotas, pero que tienen —por desgracia— la misma consideración que ese famoso botón que sirve como prueba de algo.
Quizá en este descubrimiento cotidiano de la mezquindad consista el camino hacia la vejez; pero dentro siento que no debo ir en contra de mí mismo, que aún conservo ese anhelo infantil en los latidos de mi corazón y que debo preservarlo a toda costa, aunque la realidad —la más próxima y la más inalcanzable— se empeñe en desmentir la posibilidad de alcanzar la meta.