Desde los días tan lejanos de la infancia, el latido de mi corazón
aspira a la concordia. A medida que el tiempo con su constancia implacable me
apartaba de esos momentos, fui comprendiendo que tal sentimiento es la mayor
utopía a la que puedo aspirar. Igual que toda utopía tiene el acento de lo
inalcanzable; pero, al mismo tiempo, atesora la sombra de la posibilidad, pues
en su esencia no existe la imposibilidad absoluta, ya que si los humanos nos
esforzáramos, quizá pudiéramos alcanzar semejante meta. Pero hay
jornadas, como la de hoy, en que uno siente en carne propia que semejante
aspiración es como soñar con la cuadratura del círculo o con bañarse en nieve
caliente.
Normalmente no se trata de grandes hechos, sino de sencillas anécdotas,
pero que tienen —por desgracia— la misma consideración que ese famoso botón que
sirve como prueba de algo.
Quizá en este descubrimiento cotidiano de la mezquindad consista
el camino hacia la vejez; pero dentro siento que no debo ir en contra de mí mismo,
que aún conservo ese anhelo infantil en los latidos de mi corazón y que debo
preservarlo a toda costa, aunque la realidad —la más próxima y la más
inalcanzable— se empeñe en desmentir la posibilidad de alcanzar la meta.