A colación del resultado electoral italiano y de las nada edificantes y
fétidas noticias domésticas, leo en estos días reflexiones de algunos políticos
que intentan demostrar que el ascenso de determinadas organizaciones nada
clásicas en esto de la política es un serio riesgo para la continuidad de la
propia democracia. En esencia no me queda más remedio que admitir —sin tener en
cuenta otras circunstancias— que es un mensaje certero, pues de inmediato me
vienen a la memoria otras organizaciones que en un pasado no muy lejano usaron
discursos similares a estos movimientos actuales y que desembocaron en ríos de miseria
y sangre. Estos grupos genéricamente tildados como populistas, pero que son muy
distintos entre sí —lo que adrede se olvida señalar—, son una andanada
virulenta y certera contra la línea de flotación del sistema democrático, tal y
como lo entendemos.
Pero me parece sospechoso el olvido de las circunstancias.
Quiero decir que en el análisis sincero de los motivos por los que
los ciudadanos desconfían cada vez más de los partidos tradicionales, quizá se
halle la fórmula que convierta en anécdota las ansias mesiánicas de algunos que
mal disimulan su anhelo y prisas para situar sus posaderas sobre las poltronas
del poder.
El ciudadano normal y corriente observa con estupor y asco cómo
los políticos tienen un pasatiempo favorito: meter la mano en la caja. Pero no
sólo los políticos, sino, en general la élite que supuestamente de un modo u
otro está en esa posición porque su tarea es la de guiar hacia más altas cotas
de justicia, igualdad y bienestar a esa ciudadanía.
Cuando crece el clamor en contra de todos estos hechos, entonces
algunos se apresuran a decir que se trata de acontecimientos aislados de
personas individuales y que la inmensa mayoría de los políticos son honrados.
Y, según ellos, con tal afirmación, asunto despachado. Usan la frase como una
especie de jaculatoria milagrosa que tiene efectos inmediatos sobre la desazón
creciente de la ciudadanía. Pero nadie es capaz de denunciar y apartar la
manzana podrida del cesto; ni siquiera eso, nadie de los supuestamente honrados
políticos es capaz —al menos— de señalar dónde está esa manzana podrida.
También se es inmoral por omisión. Cuando uno, a sabiendas, encubre a un
delincuente se torna cómplice del criminal… y del delito.
Pero no es ésta la única jaculatoria que se oye.
Desde algunos sectores se extendió la máxima de que todos los
políticos son iguales, que da igual el partido al que pertenezcan. Esta idea se
coló como un axioma irrefutable en las conciencias de muchos. El contraataque,
quizá tardío, consiste en decir —obviamente— no todos son iguales. Y
probablemente esto último sea cierto, pero no se actúa con contundencia y
eficacia. (Entre paréntesis: contundencia no significa violencia, ni siquiera
quiere decir virulencia). Entonces me hago este razonamiento: si es verdad que
no todos son iguales, ¿por qué no se demuestra, por qué no se actúa con
determinación y claridad? Y, de momento, sólo se me ocurren tres respuestas: o
bien ciertas reacciones no tienen el mismo eco mediático que otras, o bien no
se ha dado con el modo en que hay que transmitirlas… o bien no pueden negar la
mayor.
Hasta estos momentos de la historia, el sistema de partidos
políticos ha sido la mejor estructura —aún con todos sus defectos— para
preservar a la sociedad de los regímenes totalitarios o dictatoriales. Sin
embargo, o estas organizaciones se reciclan rápidamente —a la misma velocidad a
la que avanza la sociedad— o serán instrumentos obsoletos, además de peligrosos
para la propia democracia.
Nacidos como organizaciones que aglutinaban a personas de
ideología similar y que pretenden alcanzar el poder para mejorar las
condiciones sociales, eran un buen canal de comunicación entre los individuos y
el poder. Al mismo tiempo su existencia plural garantizaba la necesaria oposición
para que el poder no se convierta en ejercicio despótico y arbitrario, sino
democrático y justo. Sin embargo, demasiado pronto olvidaron su papel de canal
de comunicación y participación, dejaron de ser medio para convertirse en fin
en sí mismos. Simplificando, quizá caricaturizando: el verdadero objeto de la
democracia no es tanto la ciudadanía, cuanto la plena y robusta salud del partido.
Así, el sistema lo primero que garantiza son las subvenciones a los partidos,
el sueldo de sus representantes que ellos mismos regulan, y todo ello con la
mejor de las sonrisas y el mejor de los argumentos: estamos al servicio de los
ciudadanos, y nuestra tarea merece una justa retribución y dotarse de los
mejores medios para que sea eficaz.
Y no es falso este argumento, si es que no fuera falaz.
Hay noticias especialmente obscenas que hacen mucho daño y
desmoronan, si es que es posible más desmoronamiento, la escasa confianza que
se tiene en nuestros políticos. Que un tesorero de un partido cobre veintiún
mil euros mensuales me llena de frustración, impotencia e indignación. Y tras
la primera reacción paralizante, llega la reflexión: ¿qué silencios tiene que
comprar tal cantidad de dinero que en buena parte se obtiene a través de los
impuestos de los ciudadanos? ¿Cómo es posible que una organización en su sano
juicio pague cuatro o cinco o seis veces más a un tesorero que lo que cobra un
médico, una enfermera, un maestro, un profesor, un catedrático…? Que conste que
no hablo de que sea ilegal este sueldo; pero me parece tan profundamente
inmoral, tan contrario a la ética. Y que los demás partidos no sean capaces de
señalar esta indignidad bajo el argumento de que se trata de un asunto interno,
demuestra bien a las claras lo que vengo diciendo y señala con nitidez uno de
los puntos más vulnerables de todo este entramado que amenaza con desmoronarse
como un castillo de naipes: la financiación de los partidos políticos. En el
fondo este es el quid de la cuestión.
El sainete camina hacia el esperpento trágico. Con Valle-Inclán
o Mihura me reiría, pero siendo tan real como es, me indigna y me duele.
El caldo de cultivo para que afloren personajes aún más
peligrosos que estos está perfectamente abonado; pero han sido ellos mismos
con su incapacidad, su avaricia, su inmoralidad y su ensimismamiento quienes
han provocado este orden de cosas. Cada vez hay más personas que tienen menos
que perder, cada vez hay más personas que harían casi cualquier cosa por llegar
a final de mes, y la necesidad nunca es muy buena consejera, porque hace creíble
cualquier promesa, porque convierte en accesorio lo que no hace mucho era
trascendental.
O los partidos políticos se democratizan de verdad, se
convierten de verdad en correas de transmisión entre la ciudadanía y el poder,
o están abocados a su desaparición. El riesgo de que nuestros países caigan en
manos de descerebrados con aires mesiánicos que sólo ocultan ambiciones
personales es evidente, pero no es la única posibilidad.
A diferencia de otras épocas de la historia, algunas cosas han
cambiado.
En esta época de Internet, la masa es menos masa manipulable,
tiene más perfiles individuales y críticos. Es mayor el acceso a la información
(y a la desinformación). Hay infinitos modos de participar y gestionar de modo
colectivo iniciativas que afectan a muchos. La reacción respecto de la injusta
ley hipotecaria española, no es más que el último ejemplo que se puede citar.
Gestionar el sufrimiento, el desaliento, la desconfianza, y el empobrecimiento
cada vez más evidente de las clases medias es la tarea a la que deberían
ponerse de inmediato los partidos políticos llamados tradicionales, si no
quieren convertirse, definitiva y exclusivamente, en parte de los manuales de
historia.