Cómplices

Sábado, 2 de marzo de 2013


A colación del resultado electoral italiano y de las nada edificantes y fétidas noticias domésticas, leo en estos días reflexiones de algunos políticos que intentan demostrar que el ascenso de determinadas organizaciones nada clásicas en esto de la política es un serio riesgo para la continuidad de la propia democracia. En esencia no me queda más remedio que admitir —sin tener en cuenta otras circunstancias— que es un mensaje certero, pues de inmediato me vienen a la memoria otras organizaciones que en un pasado no muy lejano usaron discursos similares a estos movimientos actuales y que desembocaron en ríos de miseria y sangre. Estos grupos genéricamente tildados como populistas, pero que son muy distintos entre sí —lo que adrede se olvida señalar—, son una andanada virulenta y certera contra la línea de flotación del sistema democrático, tal y como lo entendemos.
Pero me parece sospechoso el olvido de las circunstancias.
Quiero decir que en el análisis sincero de los motivos por los que los ciudadanos desconfían cada vez más de los partidos tradicionales, quizá se halle la fórmula que convierta en anécdota las ansias mesiánicas de algunos que mal disimulan su anhelo y prisas para situar sus posaderas sobre las poltronas del poder.
El ciudadano normal y corriente observa con estupor y asco cómo los políticos tienen un pasatiempo favorito: meter la mano en la caja. Pero no sólo los políticos, sino, en general la élite que supuestamente de un modo u otro está en esa posición porque su tarea es la de guiar hacia más altas cotas de justicia, igualdad y bienestar a esa ciudadanía.
Cuando crece el clamor en contra de todos estos hechos, entonces algunos se apresuran a decir que se trata de acontecimientos aislados de personas individuales y que la inmensa mayoría de los políticos son honrados. Y, según ellos, con tal afirmación, asunto despachado. Usan la frase como una especie de jaculatoria milagrosa que tiene efectos inmediatos sobre la desazón creciente de la ciudadanía. Pero nadie es capaz de denunciar y apartar la manzana podrida del cesto; ni siquiera eso, nadie de los supuestamente honrados políticos es capaz —al menos— de señalar dónde está esa manzana podrida. También se es inmoral por omisión. Cuando uno, a sabiendas, encubre a un delincuente se torna cómplice del criminal… y del delito.
Pero no es ésta la única jaculatoria que se oye.
Desde algunos sectores se extendió la máxima de que todos los políticos son iguales, que da igual el partido al que pertenezcan. Esta idea se coló como un axioma irrefutable en las conciencias de muchos. El contraataque, quizá tardío, consiste en decir —obviamente— no todos son iguales. Y probablemente esto último sea cierto, pero no se actúa con contundencia y eficacia. (Entre paréntesis: contundencia no significa violencia, ni siquiera quiere decir virulencia). Entonces me hago este razonamiento: si es verdad que no todos son iguales, ¿por qué no se demuestra, por qué no se actúa con determinación y claridad? Y, de momento, sólo se me ocurren tres respuestas: o bien ciertas reacciones no tienen el mismo eco mediático que otras, o bien no se ha dado con el modo en que hay que transmitirlas… o bien no pueden negar la mayor.
Hasta estos momentos de la historia, el sistema de partidos políticos ha sido la mejor estructura —aún con todos sus defectos— para preservar a la sociedad de los regímenes totalitarios o dictatoriales. Sin embargo, o estas organizaciones se reciclan rápidamente —a la misma velocidad a la que avanza la sociedad— o serán instrumentos obsoletos, además de peligrosos para la propia democracia.
Nacidos como organizaciones que aglutinaban a personas de ideología similar y que pretenden alcanzar el poder para mejorar las condiciones sociales, eran un buen canal de comunicación entre los individuos y el poder. Al mismo tiempo su existencia plural garantizaba la necesaria oposición para que el poder no se convierta en ejercicio despótico y arbitrario, sino democrático y justo. Sin embargo, demasiado pronto olvidaron su papel de canal de comunicación y participación, dejaron de ser medio para convertirse en fin en sí mismos. Simplificando, quizá caricaturizando: el verdadero objeto de la democracia no es tanto la ciudadanía, cuanto la plena y robusta salud del partido. Así, el sistema lo primero que garantiza son las subvenciones a los partidos, el sueldo de sus representantes que ellos mismos regulan, y todo ello con la mejor de las sonrisas y el mejor de los argumentos: estamos al servicio de los ciudadanos, y nuestra tarea merece una justa retribución y dotarse de los mejores medios para que sea eficaz.
Y no es falso este argumento, si es que no fuera falaz.
Hay noticias especialmente obscenas que hacen mucho daño y desmoronan, si es que es posible más desmoronamiento, la escasa confianza que se tiene en nuestros políticos. Que un tesorero de un partido cobre veintiún mil euros mensuales me llena de frustración, impotencia e indignación. Y tras la primera reacción paralizante, llega la reflexión: ¿qué silencios tiene que comprar tal cantidad de dinero que en buena parte se obtiene a través de los impuestos de los ciudadanos? ¿Cómo es posible que una organización en su sano juicio pague cuatro o cinco o seis veces más a un tesorero que lo que cobra un médico, una enfermera, un maestro, un profesor, un catedrático…? Que conste que no hablo de que sea ilegal este sueldo; pero me parece tan profundamente inmoral, tan contrario a la ética. Y que los demás partidos no sean capaces de señalar esta indignidad bajo el argumento de que se trata de un asunto interno, demuestra bien a las claras lo que vengo diciendo y señala con nitidez uno de los puntos más vulnerables de todo este entramado que amenaza con desmoronarse como un castillo de naipes: la financiación de los partidos políticos. En el fondo este es el quid de la cuestión.
El sainete camina hacia el esperpento trágico. Con Valle-Inclán o Mihura me reiría, pero siendo tan real como es, me indigna y me duele.
El caldo de cultivo para que afloren personajes aún más peligrosos que estos está perfectamente abonado; pero han sido ellos mismos con su incapacidad, su avaricia, su inmoralidad y su ensimismamiento quienes han provocado este orden de cosas. Cada vez hay más personas que tienen menos que perder, cada vez hay más personas que harían casi cualquier cosa por llegar a final de mes, y la necesidad nunca es muy buena consejera, porque hace creíble cualquier promesa, porque convierte en accesorio lo que no hace mucho era trascendental.
O los partidos políticos se democratizan de verdad, se convierten de verdad en correas de transmisión entre la ciudadanía y el poder, o están abocados a su desaparición. El riesgo de que nuestros países caigan en manos de descerebrados con aires mesiánicos que sólo ocultan ambiciones personales es evidente, pero no es la única posibilidad.
A diferencia de otras épocas de la historia, algunas cosas han cambiado.
En esta época de Internet, la masa es menos masa manipulable, tiene más perfiles individuales y críticos. Es mayor el acceso a la información (y a la desinformación). Hay infinitos modos de participar y gestionar de modo colectivo iniciativas que afectan a muchos. La reacción respecto de la injusta ley hipotecaria española, no es más que el último ejemplo que se puede citar.
Gestionar el sufrimiento, el desaliento, la desconfianza, y el empobrecimiento cada vez más evidente de las clases medias es la tarea a la que deberían ponerse de inmediato los partidos políticos llamados tradicionales, si no quieren convertirse, definitiva y exclusivamente, en parte de los manuales de historia.