Cómplices

Miércoles, 6 de febrero de 2012


Han pasado dos semanas y parece que han pasado tantos meses.
El tiempo tiene su propia orografía y su propia naturaleza, más allá de la realidad física que nos enseñaron en el bachillerato, más allá del monótono discurso del segundero, más allá del paso de las hojas del almanaque. Su naturaleza tiene algo de instrumento de precisión para la mirada del recuerdo. En ocasiones es como un microscopio que distorsiona la apariencia de las cosas ampliándolas hasta convertir en monstruos días o momentos; a veces es como un telescopio que sirve para recuperar alguna vivencia que, de pronto, parece haberse perdido en alguna galaxia alejada y protegida por nebulosas.
Al final, por suerte, uno consigue enfocar de modo adecuado la mirada, restablecer la escala adecuada y todo va ocupando su lugar. Cada suceso, cada sentimiento va tomando su propia dimensión e impide que la atrofia o la distancia distorsionen la propia existencia.
Después de la intensidad feliz de la presentación de Quizá un martes de otoño en Madrid, sucedió la intensidad dolorosa del sufrimiento de quien ocupa el asunto del poemario. Es como si hubiera esperado a que acabara con las presentaciones, para que volviera a revivir parte de su contenido.
A veces uno sueña con que el mundo se convierta en el allegro maestoso de cualquier concierto que se precie, o de cualquier sinfonía, o de cualquier otra pieza; sin embargo todo apunta y se dirige hacia un punto en el que el dolor y la tristeza que aguijonean a los adagios más irresistibles del Romanticismo, alcanzan un nivel dolorosamente insuperable.
Una vez embarcado en esa zona de la partitura, formando parte de alguna semifusa de un pequeño compás en todo el territorio inabarcable e infinito del sufrimiento humano, sólo queda hacer lo posible por no volver el rostro ante ese enemigo insuperable e inflexible.
Acaso, como sucede habitualmente (aunque mi incultura en este aspecto mi impide una afirmación tajante) en las piezas musicales ese tiempo de ritmo lento y tono más o menos melancólico y flébil, no se trata del final de la pieza. A continuación de esta parte que suele conducir a los sentimientos más hondos del corazón humano, suele arrancar otro tiempo vivo que conduce a la placidez, a la sonrisa, a la dicha.
Quizá se trata de una superstición nacida en el útero del miedo, donde la humanidad desde los tiempos más remotos comenzó a edificar con ritos un vago sentimiento religioso que anidaba en la sensación de vértigo que produce el desconocimiento. Quizá.
O quizá no. ¿Quién lo sabe a ciencia cierta…?