Cómplices

Domingo, 3 de marzo de 2013


Una amiga comentaba hace unas semanas que el verdadero motor de la sociedad es la envidia. No estoy de acuerdo, para mí es más bien la ambición que tiene dos caras: el rostro amable del afán de superación —querer ser más que uno mismo, avanzar en el propio camino no conformándose con lo obtenido— y las facciones monstruosas de la avaricia, para la que casi siempre todo es poco o, al menos, insuficiente; en todo caso, la envidia podría ser, a veces, un rasgo prominente de la avaricia, aunque, según lo veo, no siempre está presente, al menos de modo consciente.
Un vistazo de lo que sucede me reafirma en es opinión.
Cuando se pierde la perspectiva ética en la tarea desempeñada, se desmorona la humanidad de nuestras acciones. Ya no somos diferentes de los animales que —sólo dirigidos por el instinto, pues no tienen otro temporizador para vivir— actúan para sobrevivir en el presente y en el futuro.
La gran diferencia es que para algunos sería insuficiente la posesión personal del planeta entero y sus recursos. Muchas veces me pregunto para qué querrán tanto, cómo pueden disfrutarlo si se pasan la vida atesorando y escondiendo sus ganancias en lugares ocultos y casi inaccesibles.
En este sentido la imperante doctrina económica neoliberal es la verdadera causa de cuantos males aquejan a la sociedad, incluso al planeta, puesto que también las naciones actúan según sus postulados antihumanos.
Introducir valores éticos en la actividad económica no sé si va o no en contra de los principios que rigen la economía. Me da lo mismo. Que unos se enriquezcan tan desmesuradamente sería únicamente su problema, siempre y cuando no supusiera el empobrecimiento de otros (de muchos hoy en día), lo que lleva ocurriendo demasiado tiempo a lo largo de la historia. Además, habitualmente, este enriquecimiento desmesurado no es consecuencia de una actividad productiva que genere algún beneficio para terceros, sino que más bien se trata entre nosotros de actos especulativos y estériles para la inmensa mayoría. Esto mismo que sostengo podría aplicarse sin esfuerzo a lo que los estados hacen respecto de otros estados, abriendo más la brecha entre países ricos (cada vez con más pobres) y países pobres (con clases dirigentes cada vez más ricas).
No soy economista. En realidad no soy nadie. Sin embargo observo con verdadero sobresalto que nos hemos adentrado peligrosamente en un mundo que se rige por las leyes de la selva. Quienes tienen, cada vez tienen más a costa de esquilmar a los que menos tienen. A veces sospecho que estamos a punto de entrar en ese territorio que no hace tanto parecía espacio de pesadilla y de fantasmas o monstruos.
Quizá hayamos traspasado el umbral de la estancia oscura, fría y tétrica donde existen las mayores libertades formales que en la historia han poseído los seres humanos, y donde, sin embargo, va a ser casi imposible ponerlas en práctica, porque el miedo a morir de hambre es el sentimiento más vigoroso que ocupa los latidos de nuestros corazones.
Establecer límites éticos y morales en la actividad económica, más que dotar de moralidad a la economía, es evitar que aumente el número de los desesperados y es empedrar el camino de la paz.
Sé que para muchos mis palabras son excesivamente melodramáticas y carentes de rigor científico. Sé que para otros son deseos románticos (o neorrománticos) anacrónicos y extemporáneos. Sé que para aquéllos son hipérboles literarias. Sé que para cada vez más son timoratas propuestas inútiles, pues la única opción válida, según su modo de entender las cosas, es la lucha. Sé que para la mayoría serán palabras no dichas nunca.
Quizá esté equivocado, quizá la situación no sea tan difícil como la que acabo de esquiciar, podría ser. Pero uno sale a la calle, oye de vez en cuando fragmentos de conversaciones que la brisa trae a los oídos, lee la prensa y recibe informaciones por múltiples canales y va llegando a sus propias conclusiones.
No todo el mundo es Gandhi, por más que en teoría todos seamos muy pacíficos. La extrema necesidad, además de ser profundamente injusta, porque ningún ser humano en ningún caso debería ser expoliado de su dignidad, habitualmente genera respuestas extremas.
Cuando se llega a ese punto, quienes fueron atacados —aunque fuese justamente atacados— responden, al menos, con la misma violencia, sino más. Al iniciar el camino de la espiral de la muerte, ya todo es inútil. La verdad y la justicia serán las primeras víctimas. Ya sólo terminará por imperar la verdad del vencedor, postergando al derrotado al territorio de la mentira, con lo que será doble su desgracia: perder y pasar a la historia como el causante de tanta desgracia.
Me gustaría estar equivocado, pero siento que tantos datos no pueden ser más que un reflejo (quizá incluso pálido) de la desesperación: la prenda de vestir más usada por la mayoría de los corazones.