Hoy está siendo un día para charlar con amigos en persona y a través
de los correos electrónicos sobre la elección de Francisco como nuevo papa de
la Iglesia católica y romana. Supongo que uno no puede desprenderse de sí
mismo. Como cualquiera, mi presente también se nutre y se apoya en el pasado. Vengo
de donde vengo y el poso que ese discurrir de tiempo no puede olvidarse.
Pero, al mismo tiempo, sólo dispongo de este tiempo, sólo es
real este presente por el que discurre mi existencia. Este ahora en que
respiro, sueño, lucho, amo y busco, no lo vivo dentro de los muros de la Iglesia,
aunque en mi corazón se decanten cada día tantas cosas. Vivo —y no es la
primera vez que así lo digo— próximo a los márgenes, en ese lugar de intemperie
donde el propio latido no cuenta con la aparente protección de un grupo, sino
que, cuerpo a cuerpo, mis ideas se confrontan con otras ideas, con otras
creencias, con otras visiones.
Y aunque hace unos años, cuando inicié este proceso que ahora
empiezo a intuir como imprescindible, sentí el incipiente mordisco del miedo a
la soledad, hoy sé que me he enriquecido, que cada día me enriquezco al poder
confrontar cada día unas y otras.
Ayer [el miércoles] por la tarde —en realidad ya noche cerrada en Roma de
lluvia y frío— Jorge Bergoglio, arzobispo y cardenal de Buenos Aires, pasó a
ser obispo de Roma y, por tanto, sumo pontífice de la Iglesia Católica, que
ejercerá su servicio con el nombre de Francisco.
Cuando el cardenal Jean-Louis Tauran anunció al mundo que el
nuevo papa sería Bergoglio, y que se llamaría Francisco, las décimas de segundo
de algo parecido al temor, fueron reemplazadas por
el sentimiento de emoción que aún hoy me ocupa.
No sé, quizá me equivoque, o, simplemente no se cumplan tantas
expectativas, pero al saber ese nombre, sentí que el mensaje estaba ya en
marcha, y que era mucho menos importante la persona que lo encarnaría. La fuerza
de las palabras es mucho mayor de lo que a primera vista parece.
Quizá debiera retrotraerme a lo que sucedió en mi interior hace
ocho años…
No sé si será o no casual, pero, precisamente la elección de Benedicto
XVI coincide en el tiempo con esta etapa mía de alejamiento de la Iglesia, del
replanteamiento de muchas cuestiones e incluso del derribo definitivo de alguna
de ellas.
Sin embargo, algunas de las convicciones más profundas respecto
de cómo concibo el cristianismo son inamovibles en mí desde hace más de treinta
y cinco años. Precisamente porque son inamovibles son sobre las que me apoyo,
porque son las más firmes, porque son las que me sostienen en este camino que
es la vida.
Aunque percibo que en el pontificado del papa emérito ha habido
una evolución, y que este hombre de sonrisa extraña y mirada fría, se ha ido
humanizando hasta llegar a reconocer su impotencia para llevar sobre sus
hombros el peso de la Iglesia, algunos de sus postulados más firmes y
reiterados sobre los que ha fundado el ejercicio de su cargo, eran ajenos a mí,
cuando no repugnaban mi inteligencia. Recuerdo que en el mismo inicio de su
papado proclamó solemnemente que la verdad es inamovible, es una e
indiscutible. Y justo en este instante supe que no podía formar parte de esa
propuesta, no porque tuviese o no razón (que pienso que no la tiene, dicho sea
de paso), sino porque desde la propia formulación es excluyente, ya que en su entraña ha decidido que quien piense de modo diferente no tiene cabida a la
hora de entablar un diálogo entre iguales. En el fondo, simplemente, recogía el
hondo convencimiento de un pensar muy extendido en el seno de la Iglesia, según
el cual se lleva al extremo las palabras del Maestro: “Quien no está conmigo, está contra mí”. Es poner en circulación un
tipo de actuación que, en teoría, había quedado anulado con los documentos
emanados del Concilio Vaticano II, sobre todo el Lumen Gentius y el Gaudium et
Spes en donde, por el contrario, se viene a decir que la Iglesia no es la única
depositaria de la verdad y que la Iglesia es la alegría y la esperanza para el
resto del orbe.
Con la renuncia de Benedicto XVI, pensé que quizá era la última
oportunidad que tenía la Iglesia católica y romana de hallar a quien la pusiera
de nuevo en el sendero de su esencia. Y pensé que sería buena señal, casi la
mejor de sus encíclicas, que se llamase Francisco.
Anoche, un hombre nacido en Buenos Aires hace setenta y seis
años —en quien no había pensado casi nadie en estos días—, dijo que sería
Francisco, acaso fue su primera encíclica: el poverello de Asís. (Hoy han confirmado que mi pensamiento fue
atinado). Y siguieron otros gestos que apuntan en una determinada dirección, en
un camino que lleva directo hacia el encuentro y el diálogo.
Hay sombras y hay miedos; pero el enemigo está dentro, por más
que su antecesor lo viera —al menos al principio de su papado— fuera de los
muros de la iglesia.
Aunque uno siga fuera, casi en la frontera, he descubierto que
siempre es posible hacer las cosas de más de una manera, y puedo, por ello,
sentirme acogido en esos gestos y palabras, igual que hace ocho años me sentí
rechazado, aunque algunos sostengan cosas diferentes.