Cómplices

Sábado, 30 de marzo de 2013


No me muevo de la ciudad, casi nunca viajo. Es algo que quizá se pueda explicar actualmente por circunstancias ajenas a mí mismo, por una situación de la que se dejan indicios en estas páginas.
Sin embargo, y más allá de este momento concreto de mi vida, he de reconocer que viajar nunca ha entrado en mis prioridades existenciales. Quizá si desde mi infancia no hubiera padecido tanto en los escasas salidas que mi familia hacía por culpa de mis mareos, que ni la biodramina era capaz de apaciguar y que sólo dimitieron cuando hice la mili , mi tendencia hubiera sido más favorable. Sea por una razón u otra u otra, el caso es que físicamente apenas salgo de Segovia. Y es noticia siempre que lo hago.
Pero a pesar de esta carencia —no me duelen prendas en reconocerlo, a pesar de que no puedo hacer propósito de la enmienda—, no tengo la impresión de permanecer quieto. Por el contrario, algunos días necesito tener la sensación de aburrimiento, esa sensación que supone que las horas se deslizan casi a cámara lenta y logran que me desasosiegue por lo contrario de lo habitual; pues cotidianamente, lo que me pone nervioso es la certeza diaria de que no llego hasta donde quisiera, hasta donde debiera, hasta donde algunos, empezando por mí mismo, me han impuesto. ¿Pero dónde debo llegar, a qué cumbre, a qué valle, a qué vaguada, a qué puerto, a qué estación, a qué lugar...? ¿Quizá se trate sólo de viajar, de estar en continua marcha con la certeza de que cada punto que se alcance es sólo una estación más de un peregrinaje interminable?
Sé que es difícil de entender para algunos. Y aunque parezca una contradicción, tengo la impresión de que cada jornada es un periplo intenso. Visto desde las afueras de mí mismo esto que digo será —en el mejor de los casos— una especie de floritura literaria que ahora me marco, una boutade para lucirme un poco, como esos desplantes inútiles y efectistas que al final de la lidia los malos toreros regalan al público, ya de antemano entregado al diestro. Como digo, reconozco —ya está escrito— que no viajar es una carencia en términos generales, porque sé que me estoy perdiendo muchas cosas. Intenté equilibrar esta deuda en 2007 y 2008, pero como si estuviera destinado a que mis verdaderos viajes fueran los del interior, poco a poco la frecuencia en las salidas decayó, hasta desmayarse completamente a partir de 2010.
Ahora bien, ese periplo intenso de mis jornadas, se ha tornado en los últimos tiempos un laberinto casi inextricable, como cualquier buen laberinto que se precie.
Como don Quijote, he llegado a una encrucijada en la que veo varias señales que me indican direcciones diferentes. Como don Quijote, llevo un tiempo detenido en este punto del camino. He vuelto atrás por ver si en algún recodo me salté algún aviso o equivoqué el itinerario, pero no veo nada. A veces he tomado otro rumbo y, sin embargo, vuelvo al mismo punto: esta encrucijada.
A diferencia de don Quijote, no cabalgo sobre Rocinante, para —con la misma intuición que tuvo el Ingenioso Hidalgo— poder soltar las riendas de la cabalgadura y que sea su instinto el que decida por mí.
Quizá me convenga simplemente sentarme (en el centro del bosque), y respirar; permitir que los ruidos que me confunden y me distraen, salgan de mí con cada espiración, permitir que el silencio consiga el mismo efecto de los cedazos con el grano.
El silencio, aunque a veces no se entienda, no es inactividad; porque sólo quien calla tiene la opción de escuchar…