Lunes 29. He leído lo que
publicó Adolfo García Ortega el sábado en el suplemento literario de El Norte de Castilla, La sombra del ciprés:
"(...) en un momento dado la literatura
le robará al escritor la vida entera, que será su ama y señora, su diosa, su
veneno, su tirana y su destino. Por tanto, más vale huir de la literatura o te
atrapará para siempre. La paradoja es que, cuando el escritor llega a descubrir
esa tiranía de la literatura, ya está atrapado sin remedio y no puede huir de
ella. Sin darse cuenta, le ha vendido su alma al diablo."
Y no me queda más remedio que asentir, con una sonrisa.
Estuve ayer domingo reflexionando mientras escribía. O, mejor
dicho, estuve escribiendo para reflexionar. Y la primera conclusión a la que
llego es que Adolfo Ortega ha puesto las palabras justas a mi sentimiento.
Martes 30. El Real Madrid
estuvo cerca de hacer realidad el sueño. Incluso más cerca de lo que el
marcador avisa. Pero desde el principio se vio que no iba a ser y, sin embargo,
la fe estuvo a punto de conseguirlo. Incluso al final, cuando llegó lo que
tendría que haber llegado antes, pareció que una especie de conjuro colectivo
podría torcer el destino…
No sé si esto se hablará o no cuando los chavales empiezan a
formarse como jugadores, pero tengo para mí que hay dos lecciones
principalísimas que, en el fondo deben ser comunes a cualquier juego. Para que
alguien se considere buen jugador, además de técnica y destreza, debe demostrar
que sabe perder y que sabe ganar. Los juegos son la parte más seria de la vida
porque la vida se aprende en los juegos.
Sé que esto es muy romántico, porque hay un determinado nivel en
que el deporte se mide como se mide cualquier negocio. En cuanto el dinero hace
acto de presencia y establece sus normas, lo bueno es lo rentable y lo malo es
lo improductivo. Cualquier atisbo ético o moral pasa a ocupar el lugar de las
palabras ofendidas por un cambalache semántico.
Miércoles
1.
La manifestación de esta mañana me ha parecido numerosa para lo que se suele
dar por estos pagos. Sin embargo, aún se me hace extraño que la calle no
albergue más desencanto e indignación. No sé si el desánimo es tal que ya roza
la depresión o, más bien, es desconfianza absoluta en lo que pueda lograr
cualquier organización política o sindical. Había color, y no sólo el rojo de las
banderolas de plástico de los sindicatos. Había más banderas republicanas que
nunca, también las arcoíris y las rojas del PCE, y pequeñas pancartas con las
quejas concretas y personales de un puñado de parados con nombre y apellidos,
familia y amigos, dolor y desesperación.
Uno hablaba con unos y otros, y el comentario más común tenía
que ver con la impotencia, pero, al mismo tiempo, revoloteaba la idea de que había
que estar; quizá un deber moral inextricable nos había obligado a acudir junto
a la delegación del INEM para pasearnos hasta la Plaza Mayor. Mientras, al
fondo de nuestras conversaciones, se escuchaban consignas a través de un
megáfono, algunas de ellas con rancio sabor decimonónico. ¿Tan poco se ha
avanzado desde la revolución industrial, o es que las reivindicaciones
necesitan pasar la hoja del calendario?
Alguno hablaba de indolencia entre los parados ausentes. Me parece
excesivo el comentario. El sufrimiento es tan grande que conduce a la
desesperación, al desencanto, a la desesperanza absoluta, a veces a la
depresión. Ante esto, los sindicatos y los partidos políticos que supuestamente
están más próximos a los trabajadores no hacen nada o muy poco. Hablan en un
idioma diferente. Parece que quieren que su música suene a través de un picú
sobre el vinilo. Es como si la realidad de la desesperación no debiera alterar
ni un ápice el itinerario previsto de antemano, un guión escrito por alguien
sin excesiva imaginación.
Por la noche, tampoco el Barça ha conseguido voltear la
situación adversa que traía desde Munich. El partido me ha parecido, sin
embargo, distinto al de ayer. En la primera parte ninguno de los contendientes
estaba dispuesto a aceptar que venía de algo sucedido hace una semana. Los
bávaros no intentaron guardar lo que traían, desde el principio quisieron
acrecentar su prestigio; es como si hubieran querido empezar en Barcelona un
camino que quieren que perdure unas cuantas temporadas. Quizá lo consigan. Los
culés, sin embargo, parecían anestesiados ante el dolor. Su pretensión era
ganar el partido, pero como si éste fuese el único premio, como si ya supiesen
que era imposible tomar el avión que conduce a Wembley. Probablemente tenían
razón. Normalmente los profesionales son más conscientes que los aficionados de
lo que se traen entre manos. Pero, quizá por no luchar por un imposible, se
toparon con la derrota, ni siquiera se llevaron el premio de consolación: vencer
en su estadio.
¿Ocurrirá igual con todo lo demás tanto en lo individual como en
lo colectivo: por no pelear por un sueño en apariencia inalcanzable resulta que
perdemos hasta lo posible? Y me acordaba de la famosa pintada del mayo del
sesenta y ocho francés: “Sé realista: pide lo imposible”. Quizá es la hora de traer
ese lema al instante actual: el personal y el colectivo.
Jueves 2. En la situación en
la que vivo, apenas hago planes, ni siquiera a corto plazo. Llevo veinte meses
comprobando cómo cualquier proyecto —aunque sea liliputiense— se tambalea en
pocos segundos. Es la parte de la vida que a uno le toca ahora vivir. Sin
embargo, por más que me empeñe —y me empeño— no siempre puedo ni debo decir que
no, y no siempre los acontecimientos se pueden organizar de hoy para mañana.
Algunas veces requieren algunas semanas. Así ha sucedido hoy. Y esperemos que
lo que estamos empezando a organizar para dentro de tres semanas, no se tuerza.
Desde luego, ella no se lo merece.
Viernes, 3. El mes por fin, se
adentra en el llamado tiempo primaveral. Las nubes, aunque se han comportado
como los invitados que nunca se terminan de levantar de las sillas, al fin se
alejan. Lo nota la calle, el bullebulle, el color, las ganas de salir, de
vestirse con los colores intensos de la primavera, aliviar las espaldas del
peso de los tabardos, liberar las manos de los paraguas que casi se han
adherido a nuestras manos…
Ayuda la Feria de Artesanía que, como cada año, atrapa la
atención de los visitantes.
Dada mi incapacidad manual, todo lo que veo me parece de
ejecución inverosímil, mi razón no termina de comprender cómo es posible que de
cualquier material: madera, barro, cuero, piel, telas, plata, hierro, estaño,
azabache, hojas secas, papel… puedan surgir los objetos más variopintos.
¿El poeta inspirado que escribió el Génesis se refería a esto
cuando afirmó con convencimiento absoluto que Dios creó al hombre a su imagen y
semejanza? Porque uno, al contemplar esto, y casi cualquiera de las cosas que
nos rodean, se plantea muchas veces que en nuestro interior tenemos una semilla
de impaciencia e inconformismo que nos empuja hacia la creatividad, hacia la
renovación.
En todo acto creativo estalla la semilla de inconformidad con lo
que ya existe. Como si nunca se estuviese conforme del todo, como si el afán de
perfección o mejora fuese infinito.
Si en el arte es algo evidente, que se realiza mediante un acto
único y sobre materias poco utilitarias pero profundamente humanas, cuando se
trata de artesanía, el nivel de inconformidad se convierte en un deseo de
mejora, de avance. Pocas veces el salto es mortal. Las más de las ocasiones son
sutiles pasos que aportan un detalle personal e intransferible, pero que no
alteran en lo esencial el objeto de uso común. Al mismo tiempo —a diferencia de
la producción industrializada— cada cuenco, botijo, bandolera, pendiente,
silla, pañuelo, lámpara, silla, abanico, brazalete, puzzle… podría llevar su
nombre propio, porque nunca es idéntica a su hermana o hermano.
La tarea del artesano impide la clonación sistemática de objetos.
No renegaré de esa producción industrial y mecanizada que ha supuesto un avance
cualitativo y cuantitativo en la calidad de vida de las personas. Pero resulta
gratificante saber que uno se lleva una bandolera de cuero a sabiendas de su similitud
con otras muchas salidas de las mismas manos artesanas, pero a sabiendas
también de que es única, porque en ella los dedos artesanales invirtieron un
tiempo irrepetible y no tasado, aunque el patrón fuera el de otras cien u otras
mil…
Sábado 4. Me he levantado con el
rostro bien distinto al del día; el suyo ha salido luminoso, brillante,
sonriente. Aunque he descansado perfectamente —apenas tuve tiempo de acostarme
con los ojos abiertos—, he amanecido con este terco desánimo, con la sensación
de hastío que últimamente me asfixia la ilusión, como si mi interior respirase
monóxido de carbono.
Mientras empezaba a anotar una jeremiada absurda y carente de
razones, me ha llegado un pensamiento a la cabeza, un fogonazo que nada tenía
que ver con mis pensamientos, más bien abisales. Algo en mi interior se ha
iluminado, me ha llamado la atención y a ello me he agarrado de inmediato, como
a un salvavidas.
De pronto, y sin venir a cuento, he recordado el artículo que este
mes Pilar Moreno Wallace ha escrito para Alenarte,
sobre el cuadro Van Eyck, El matrimonio
Arnolfini. Pero no ha sido un recuerdo estricto, sino como una aparición,
como si fuera el inicio o el embrión de algo. Así que he dedicado la mañana a
leer con fruición los estudios publicados en Internet sobre este retrato. (En
realidad son todos el mismo estudio, que unos a otros se van copiando con más o
menos descaro y con muy pocas aportaciones personales. Pero esta no es la
cuestión ahora). Fue el artículo de Pilar donde intuí que en este cuadro acaso haya
una historia. También he recordado lo que me dijo en cierta ocasión Jesús
Pastor —cuando le acompañaba mientras veía la exposición de Mariano—: cada
cuadro guarda un relato.
En cualquier arte lo que predomina, además de las cuestiones
técnicas y formales, es el afán de comunicación: bien ideas, bien
acontecimientos, bien sentimientos… Hasta el arte más inasible —la música— posee
la semilla de comunicación con el oyente.
Lo más probable es que la verdadera historia, el hecho concreto
del que parte Jan van Eyck sólo lo supieran desentrañar al cien por cien
Giovanni Nicolao de Arrigo Arnolfini, Giovanna Cenami, el pintor y el otro
personaje que aparece en el espejo —¿un sacerdote, otro testigo?—. Sin embargo,
más allá de la anécdota que motiva la pintura, hay un afán de aprovechar este
hecho para elevarlo a una categoría general.
Después de casi seiscientos años, la inmensa mayoría ha perdido
la capacidad para interpretar los detalles que se esparcen en la escena. Al
menos yo, que sólo soy capaz de ver lo evidente, sin entender su significado. Algo
así como si supiera la fonética, pero desconociera la semántica.
Tengo la impresión de asistir a algo íntimo pero solemne, que
sucede en el interior de una habitación iluminada por la luz que cruza la
ventana. Veo un hombre joven, serio, poco expresivo, tocado con un gran
sombrero oscuro y cubierto por ropas pardas, quien sostiene la mano de una
mujer, más joven aún, aparentemente embarazada, vestida de verde brillante, con
mirada y gesto sumisos. A continuación me fijo en que a los pies de la pareja un
perrito marrón mira hacia el pintor o hacia el espectador. Luego subo la vista
y me detengo en la superficie central del cuadro, el espacio por encima de los
brazos de la pareja, donde observo la lámpara con una vela encendida. Después descienden
un poquito mis pupilas y distingo unas letras que no sé leer; estas letras
están justo sobre el espejo circular donde se debe reflejar la habitación,
aunque el tamaño y calidad de la reproducción me impiden observar este detalle.
Si me fijara, también podría distinguir a la derecha del espejo dos rosarios de
cristal. Si mirara más despacio —cosa que casi nunca sucede—, vería en primer
plano, en la esquina inferior de la derecha de la tabla, unos zuecos de tonos
terrosos; al otro lado, al fondo, a la izquierda de la escena, distinguiría las
sandalias femeniles de rojo intenso, casi del mismo tono que el de la tela que
cubre el sitial a cuyos pies descansan y del dosel y de la colcha que cubre una
cama. Y si fuera un perspicaz y paciente observador, caería en la cuenta de las
cinco piezas de fruta: tres en la encimera de un arcón situado bajo la ventana
y dos sobre su alféizar.
Además, mis básicos conocimientos me permiten admirar la calidad
técnica y la precisión en el uso del pincel, las veladuras, el equilibrio de la
composición cuyo centro es la línea curva, como una comba, que forma el gesto
de las dos manos entrelazadas y que tiene su eco en la lámpara y el espejo, y
se apoya en el perrito, donde descansa. También puedo extasiarme ante su
capacidad técnica de orfebre para que mis ojos distingan la textura pulida y
fría de la lámpara o el tacto suave, casi satinado del vestido de Giovanna, o
la maravillosa e intrincada labor de la toca blanquizca que cubre la cabeza de
ella, o el roce acogedor que transmite el suelo de madera…
Pero hasta que leí el artículo de Pilar, su contenido me dejaba
indiferente, si acaso me preguntaba, qué hace la pareja, por qué él levanta su
mano derecha, por qué el gesto sumiso de ella. Hasta hoy desconocía que el
matrimonio cristiano era el único sacramento que no necesitaba de sacerdote
para ser legal, ni era menester celebrarlo en un templo: cualquier lugar y dos
testigos válidos eran suficientes; sin embargo esto cambió tras el Concilio de
Trento —unos ciento treinta años después de esta escena—. Tampoco sabía que las
naranjas, en los Países Bajos, se llamasen «manzanas de Adán» con lo que esto significa, además de ser un signo exterior de
mucha riqueza, pues al provenir del sur de Europa resultaba carísimo
obtenerlas… Ni sabía, acaso lo más importante, que Van Eyck convertía lo cotidiano,
casi lo costumbrista, en trasunto de obras religiosas, porque pensaba que,
efectivamente, Dios está en todas partes…
(A veces uno supone que algunos
intelectuales o pensadores o filósofos o teólogos, como Erasmo de Rotterdam o
Tomás Moro o Kempis, por ejemplo, nacieron por generación espontánea. Sin
embargo, como cualquiera de nosotros, fueron hijos de su tiempo. Sin duda que
bebieron del ambiente y de las teorías que les rodeaban. Quiero decir que ya al
final del gótico, quizá antes, algunas ideas que lamentablemente fueron
cercenadas, de una parte por la Reforma Protestante, y aniquiladas, en otro
sentido, por la Contrarreforma Católica, eran algo más que embrionarias.
¿Si aquellas ideas no se hubieran emponzoñado
por el afán de poder de unos y de otros, cuántas muertes se hubieran evitado,
cuánto odio se habría ahorrado Europa…?).
Y todas estas cuestiones empiezan a adquirir un volumen especial
en mi interior, algo que empieza a dar vueltas, como si girase alrededor de su
órbita con autonomía.
Domingo 5. Ya empiezan los
ocasos a ser adagios de ritmo intenso y lento, casi maestoso. Ya empiezan los
colores a tener conciencia del matiz y del tránsito.
Esta mañana he vuelto, tras dos años, a uno de mis paseos
predilectos, por la zona que en Euritmia llamo Solanar. Estaban los caminos
rodeados por la frondosidad de una primavera poco conocida en esta zona. La
lluvia ha sido una bendición que ahora canta su aleluya particular e intenso.
En una de las laderas más pinas, abierta al mediodía, he quedado
extasiado ante la abundancia de la nevada de flores de cuatro pétalos en aspa.
Desconocer su nombre no ha impedido que gozase de esa melodía intensa, casi
como una el más puro gregoriano, elevándose serena en la sinfonía callada,
arropada por el bajo continuo del vientecillo del poniente sobre el que se
elevaba el zumbido suave de los insectos y quedaba pespunteado por los trinos
de varias especies de pájaros escondidos, salvo alguna alondra más atrevida o
más confiada.
Luego he sabido que se trataba de las flores del rabinazo o
rábano silvestre. Y he llegado a la conclusión de que la comparación con ese
canto tan antiguo y tan sereno y propicio para zambullirse en el sosiego y la
contemplación, ha sido precisa, como la luz de estos días, tan pura y tan
intensa que parece querer zambullirse en todo y en todos.