Cómplices

Lunes 24 a domingo 30 de junio de 2013

Lunes 24. Se hacen raros los lunes sin oficina, con vino al final de la mañana y lectura sosegada de la prensa.
La ciudad está en fiestas, pero uno sigue a los suyo. Hoy casi seis horas que se han pasado en un suspiro… No exageraré… No puedo decir que el tiempo no ha pasado, porque lo he sentido, porque he percibido con nitidez su paso inexorable, pero deseaba que no avanzase tan rápido, porque se me escapaba, porque su velocidad y mi deseo iban tan, tan descompasados

Martes 25. Sigo sin comprenderlo, y debería haberme hecho ya a la idea, a la contundente presencia del sufrimiento en su ánimo cada vez que el duende maléfico hace de las suyas; pero no puedo. Es superior a mis fuerzas verle la angustia aflorar como una tormenta.
Sí, mucho más allá que el dolor físico, es esa amargura que tiñe su mirar de llanto y su garganta de lamentaciones, contemplar cómo padece por la inexplicable ausencia de quien más quiere, cuando no se ha ido de su lado ni un solo instante.
Y sí, dan ganas de entrar en rebeldía contra algo o alguien, pero… Sin embargo, después de un primer impulso, resistimos, buscamos el modo de que estos espacios sean menos extensos y menos intensos… quizá por nosotros mismos.

Miércoles 26. He pasado casi toda la tarde, hasta la hora del partido de Brasil contra Uruguay —a pesar de su propuesta raquítica, comparada con la historia que les precede, acabará Brasil por ganar esta Copa Confederaciones; un segundo maracanazo no será tolerado—, leyendo El chico de la chaqueta roja, la novela de Alena. Casi la he acabado. Apenas me faltan quince o veinte folios.
Y lo he pasado francamente bien. No porque sea una novela humorística, que no lo es, aunque no le falte ironía en muchos momentos, sino porque me encanta conocer a la persona que escribe lo que leo, y más si me regala una propuesta narrativa con aires novedosos. No es que en puridad lo sea, pero es tan escaso el número de narradores capaz de salirse de lo más tradicional que uno —en cuanto que lector— agradece esos chispazos.
No sé si yo sería capaz de intentar algo similar. Hay que ser valiente, lo primero, y hay que tener muy claro y muy metido en el tuétano ese sentido último de la narración.
Creo que ya he dicho en estas páginas que últimamente me estaba empezando a aburrir leer narrativa. Uno tiene la misma impresión que cuando va al cine y le ponen ante los ojos una película durante un par de horas, como mucho, y después… Después nada, o casi nada.
Con las lecturas seleccionadas por los miembros del Club de los 1001 lectores (Rivas, Vila Matas, Jesús Carrasco...), con la novela de Abella y con esta de Alena, he tenido más suerte. Espero tener la misma con la de Neuman, que tengo que leer ya mismo, o se acaba el mes sin hacerlo… (He compartido esta lectura con otra de un famosísimo y algunas cosas se entienden poco, o se entienden muy bien, que no sé qué es peor).
Lo cierto es que me apetece muchísimo hacer una reseña de esta novela. A ver si el tiempo y el cansancio no lo impiden.

Jueves 27. He bajado de casa de mis padres técnicamente mañana, o sea en los primeros momentos del viernes, cuando la media noche apenas era un perfume nuevo en el reloj; pero como aún no me he acostado —a pesar de que es casi la una de la madrugada— creo que esta entrada se corresponde con el jueves.
Mientras bajaba, por el clamor que ha brotado desde algunas ventanas, he intuido que España ha vencido a Italia en la tanda de penaltis. Ha debido de ser para poner de los nervios a más de uno, como suele suceder en estos casos. Casi de inmediato dos mensajes (de mi hija, de Marián) me lo han confirmado. Al llegar al centro, de hecho he podido echar un vistazo a alguna repetición a través de la cristalera de un bar, y un camarero, que apilaba las mesas de la terraza, me ha hecho un resumen del partido sin comentarios forofos, ni alharacas desorbitadas. Y la suerte de todo esto es que, al menos, tengo ánimos para hablar del partido, a pesar de lo intempestivo de la hora. Por suerte no hay mayor novedad que lamentar.

Viernes 28. Acabo de publicar la reseña de la novela de Alena. Necesitaba escribirla cuanta antes, porque la impresión que me ha dejado El chico de la chaqueta roja ha sido muy especial.
A veces tengo un poco de miedo de mis propias palabras. Siempre que anoto algún comentario relacionado con libros que ha escrito alguno de mis amigos o conocidos, me hago la misma pregunta que dejo anotada de un modo u otro en las líneas de mi reseña: ¿No serán contraproducentes para los autores mis palabras, sobre todo cuando son elogiosas? Respecto de mi influencia sobre algún hipotético lector, sé que ésta es nula, pero aún así también pienso en ese improbable lector.
Uno ni es ni aspira a ser crítico literario, hace las cosas por el puro placer de hacerlas, sin más. Hace muchos años descubrí que escribiendo alguna reflexión sobre el libro leído, éste no se olvidaba tan fácilmente. Más aún, descubrí que al anotar mis impresiones profundizaba en él, y al profundizar, intentaba descubrir y poner negro sobre blanco los esfuerzos del autor. Esta tarea reflexiva en la mayoría de las ocasiones, me hace descubrir, no sólo los esfuerzos y el interés del escritor o escritora, sino también algunos de los motivos por los que ha elegido ésta o aquélla opción.
No sé, quizá sea una especie de síndrome de Estocolmo. Quizá se trate de una especie de solidaridad gremial, porque igual que sé lo que me cuesta escribir un párrafo, pulir una frase, los quebraderos de cabeza y el tiempo que implica un capítulo, imagino que para los demás será igual o parecido; tal tenacidad y sacrificio no merecen ser despachados sin una mirada por mi parte un poco más atenta. O, quizá —lo más probable—, se trate de una deformación que causan mis estudios de Magisterio.
Siempre he creído, como enseña la Pedagogía, como bien saben cuantos se dedican a la enseñanza, que una buena crítica, porque es la más eficaz, porque sirve para corregir errores, empieza por ponderar cuanto haya de bueno en una tarea, para luego señalar, también en sus justos términos, ni minimizando ni exagerando, los posibles errores o fallos, teniendo en cuenta que sería muy bueno aportar algún criterio o idea para mejorar.

Sábado 29. Acaban las fiestas de Segovia. (Como el otro día, técnicamente ya es mañana, en este caso domingo, pues han pasado ya unos veinticinco minutos de la media noche). Todavía la inmensa nube causada por el humo de la pólvora del castillo de fuegos artificiales envuelve la catedral. El viento, más bien la brisa, sopla del suroeste, de ahí que se haya desplazado en esa dirección.
Como cada año, me hago la misma reflexión: han sido unos fuegos espectaculares, muy semejantes, pero igual de eficaces y efectistas. Desde la ventana de casa —vivo tan cerca de donde los disparan, que sería absurdo salir a otro punto para verlos— se oían los ¡oooohhhh! admirados de la multitud y que también forman parte del rito de estos veinte minutos de la noche de San Pedro.
Hace algunos años, me contaba la concejala de cultura del Ayuntamiento (hoy lo sigue siendo), que hay dos actos festivos que no se pueden quitar bajo ningún concepto. Entendí que aunque no hubiera para pan, salvo inclemencias meteorológicas muy fuertes, se tendría que celebrar la cabalgata del cinco de enero y la quema del castillo de fuegos artificiales del veintinueve de junio. Según me comentó son los dos actos que más personas sacan a la calle. En realidad esto no hubiera hecho falta que me lo dijera aquella mañana de junio de 2004, pues es evidente.
Curiosamente ambos tienen que ver, y no poco, con la ilusión, con el sueño efímero de que quizá en la vida deba haber más instantes para las sonrisas, para pensar que el ruido que provoca el estallido de la pólvora es para llenar el cielo de colores, aunque la noche camine hacia la madrugada.
Esta reflexión hoy se hace más aguda, porque acabo de terminar otra gran novela. Hablar solos de Andrés Neuman —que tiene en común con la novela de Alena el sonido inconfundible de la voz humana en boca de los personajes, y el afán por camuflar el oficio de escritor tras la tarea de cinta grabadora— es un relato muy lúcido sobre algo de lo que no sólo no gusta que se hable, sino que desde hace unas décadas se ha convertido en el tabú contemporáneo: la muerte y cómo se ha de afrontar.
Creo que por eso, porque sabemos que la cotidianidad suele transportar un equipaje con muchos contratiempos, incluso con dolor y sufrimiento algunas veces, es por lo que nos echamos a la calle cuando podemos disfrutar de unos momentos de ilusión, tan efímera como el estallido de un cohete y la posterior explosión de colorines sobre el fondo negro de una noche de verano.
En este rato, la niebla que la humareda provocaba entorno a la catedral, ha desaparecido del todo. También es efímera, es fugaz también. Al fondo escucho un pequeño eco de la verbena en la Plaza Mayor.
Abajo sigue Ana, en el coche de su novio. Hace una semana criticaba a su hermana. Hoy ella actúa de un modo parecido. Con veinte, con veintidós, con cincuenta y un años el amor todo lo descoloca, todo lo cambia de valor.
El amor que nos mata y nos resucita, o nos resucita y nos mata.
Hoy le toca a ella sufrir. Hace diez días era a su hermana.
A uno no le queda más remedio que morderse la lengua y esperar que sea como siempre sucede en estos casos: una explosión que el primer día aturde y hiere al corazón, pero que a la larga es tan efímera como todo lo demás… Sin embargo, mi deber es callar, salvo que mi opinión —por lo demás inútil— sea requerida por alguna de los interesadas. Cosa que, obviamente, no va a suceder, porque en estos casos y a esta edad, más que consejo, lo que se busca es un eco de la propia voz.
Creo que es hora de acostarse, aunque barrunto que tardaré bastante en dormirme esta noche…

Domingo 30. Tengo dos opciones: ensanchar la ropa o estrecharme yo. No pinta nada bien el verano desde esa óptica. El calor me agobia, pero más me agobia cada tarde esta falta de tiempo que me consume y me hace pensar que pasearme es perder el tiempo, cuando en realidad es todo lo contrario, porque lo ganaría en salud y ánimo.
Sin embargo, tras este fin de semana que me ha cundido hasta límites insospechados, estoy satisfecho de no haber salido apenas, de haberme podido centrar en la tarea.
Incluso podré ver la final de Copa Confederaciones, sin mucho remordimiento de conciencia, aunque sé que mañana lo pagaré muy caro en forma de sueño que me arrastrará durante todo el día.
Ahora me arrepiento de haber escrito el otro día (creo que fue el miércoles, pero no me apetece mucho subir el cursor para comprobarlo) lo que anoté sobre la imposibilidad de un nuevo maracanazo.
España tiene la posibilidad de darlo, aunque no sea lo mismo que un Mundial.
En unas horas la solución, pero si hay comentario sobre el asunto, será mañana. Por hoy ya vale, por hoy es más que suficiente.