Lunes 1. Por muy cansado que
sea subir, la recompensa, tras alcanzar la meta, alivia del esfuerzo. Sin
embargo, todo es tan efímero… Cuando llega el instante del destronamiento, el
camino de descenso suele ser un suplicio, y, mucho más, si alrededor se empieza
a escuchar el griterío de quienes esperaban este momento para actuar como lo
que son, buitres o hienas.
Martes
2.
La historia de la Unaria Ediciones
va a ser la historia de un empeño personal y apasionado; pero, además, va a ser
la historia de la lucha contra la inmoralidad y ambición del poderoso que se
cree en derecho de hacer daño por hacerlo, con ese apetito voraz, insaciable…
Gula, esto sí es gula: un apetito desmedido y desordenado.
Tras la tercera
resolución administrativa (sobre la que no me pronuncio), la dirección de la
editorial la acata sin apelación, y se apresta a emprender un nuevo rumbo. La
dirección de la editorial, con la sabiduría y el pragmatismo que le
caracteriza, entiende que las energías no se deben dilapidar en según qué
cosas.
Bien. ¿Bien? Es
igual, se acata.
El poderoso, no
conforme con haber alcanzado éxito en su pretensión inicial, decide dar un paso
más buscando la humillación, decide demostrar que nadie puede ocupar su
territorio en varios kilómetros a la redonda. Más aún, decide que los frutos
obtenidos en aquel otro solar —mientras la legalidad daba la razón a la primera
época de lo que hoy es UNARIA— también les pertenecen…
[¿Cuántos libros de
poesía ha editado quién dice sentirse ofendido porque un nombre era similar a
otro nombre, por más que todos sabemos leer y por tanto distinguimos desde hace
años la ‘o’ de la ‘a’ y de la ‘i’…? ¿Recuerdan: La eme con la a, ‘ma’, la eme
con la u, ‘mu’...? Desde entonces, todos sabemos que ‘ma’ es distinto de mu.
¿Fácil, verdad?]
Ella, Amelia, busca
concretar un sueño, lanzarse a semillar ilusiones y alternativas en estos
tiempos en que la verdad y lo esencial del ser humano son asediados sin cansancio.
Y para ello elige un camino extraño: editar poesía, libros de relatos,
literatura infantil. Y esto —piensa el poderoso dios vengativo ajeno a los
libros de poesía y ajeno a los libros de relatos— es peligroso, muy peligroso.
¿Cuándo se ha visto que un tirachinas pueda derrotar a un tanque bien equipado
y con su dotación alerta?
En esta etapa de su existencia,
uno busca silencios, uno busca contemplar cómo crecen las amapolas al borde del
camino y escuchar el latido de su corazón, apenas nada más. Para ello tiene que
encontrar un tiempo propicio, que nunca llega o siempre se demora por
diferentes razones. Por ello escoge abandonar tantas cosas que quizá no debiera
abandonar, si en algo estimara eso que llaman los enterados proyecto personal.
Se aleja de muchas conversaciones y planes en que quizá debiera participar,
pero sabe que, en el fondo, tampoco eso es imprescindible, pues nadie lo es, y
menos él, aunque todos seamos necesarios.
Sin embargo, acaban
llegando los ecos de las desproporciones con olor pestífero a injusticia. Ya no
importa ese sosiego, la búsqueda de ese silencio.
Y se harta de
Goliat.
Siempre acabamos del
lado de David.
En esta ocasión,
además, me siento aludido, pues soy una parte del sueño. Aunque sólo ocupe un
centímetro del proyecto, ahí también está mi participación. Poco significativa,
es cierto, pero está. En las ínfimas medidas de mis posibilidades, pondré mi
brazo a trabajar porque Unaria Ediciones
continúe avanzando, porque este incidente sólo implique chapa y pintura, porque
con el nuevo aspecto de la carrocería el nuevo proyecto alcance a más corazones.
Miércoles
3. Blas
de Otero vino a decir que escribir no es inventariar, sino inventar. Él, que ha
sido reducido y simplificado por los manuales de literatura del bachillerato a
la única categoría de ser uno de los principales representantes de la poesía
social española de los años cincuenta, también dejó escrito, por ejemplo:
«Estoy sentado a la puerta del palacio de Orozco, viendo
pasar mi entierro. Lo llevan a hombros cuatro hombres invisibles. Lo estoy
mirando pasar con toda serenidad, algún día tenía que ser, así, sin chanfainas
de ningún tipo, arropándome la tierra madre, la que brotará hierba y sobre la
que descenderá la lluvia desmenuzada, como yo, de mi pequeña patria.
Pero antes de morirme quier echar mis versos al fuego. »
(De Historia (casi) de mi vida. Editada
ahora en Obra Completa de Blas de Otero, Galaxia-Gutenberg, Madrid 2013, Pág. 967)
¿Por qué el ser
humano se mueve en torno a las clasificaciones reduccionistas? ¿Por qué
continuamente fabrica celdillas donde encasilla todo y a todos de modo breve y
simple, por tanto incompleto…?
Vivimos tiempos,
desde hace lustros, en que acrece la sensación de prisas, aceleración,
aturdimiento, superficialidad, velocidad, titulares, micros, cortos, ligereza
(no me da la gana de escribir light),
lemas (no me da la gana de escribir eslóganes), uniformes… El término, concepto
o idea de globalización ha degenerado en algo que nada tiene que ver: la
imitación por vía de imposición de pensamientos, costumbres, gustos y aficiones
del chérif del Imperio. Es verdad que
hay más medios de comunicación, pero sólo en número y en intensidad del vocerío
de sus consignas, no en calidad o pluralidad de opiniones. Se proclama
eficacia, pero sólo se busca eficiencia aparente.
¿Nos levantaremos un
día y comprobaremos, al mirarnos al espejo, que nuestro rostro se ha abreviado
tanto que somos, ni siquiera caricatura, sino emoticón de los que se usan para expresar estado de ánimo dentro de
una conversación electrónica?
Suspiro por los
matices, las diferencias, el tiempo disfrutado con sosiego, el detalle que
distingue a uno de otro —incluso de sí mismo a veces— y el mundo parece que se
afana en modas y coreos unísonos de estribillos, a ser posible cortos, livianos
en fondo y forma, y de fácil retentiva.
Reivindico la
necesidad, no sólo de la discrepancia —que se da por descontada, incluso en un
sistema político tan paupérrimo como esta partitocracia
de nuestras entretelas—, sino a la concordancia puntual en el ámbito de la
diferencia genérica, y al desacuerdo esporádico en el recinto de la pertenencia
al mismo grupo. En suma, reivindico mi derecho a la libertad de opinión siempre
y en cada caso, y que no por ello se me juzgue como veleidoso o inmaduro o
chaquetero o perteneciente a la especie de las veletas.
Quiero proclamar que
el ser humano —es decir cada individuo— no se resume en una frase, salvo que en
exclusiva se anoten datos absolutamente objetivos, o sea los que figuran en el
registro civil: nombre, apellidos —en su caso alias, mote o sobrenombre—, lugar
y fecha de nacimiento, lugar y fecha de muerte, si es que ésta se ha producido,
etcétera. Todo lo demás siempre es matizable, incluso cuestionable e
interpretable.
Proclamo, en fin, mi
derecho a contradecirme, a desdecirme, a matizarme, a convertirme en crítico de
mí mismo y de mis miserias, incluso de mis glorias. Es decir a admitir el
cambio y la evolución como prueba de que soy humano, simplemente humano, nada
más que humano…, nada menos que humano.
Jueves
4. Apenas
tengo fuerzas y ánimos para escribir hoy dos líneas en este cuaderno
electrónico —en parte también cibernético— que aspira a ser álbum de palabras
para el recuerdo de los latidos que acompasaron (o descompasaron) mi caminar
diario.
Esta sensación me la
deja la propia tarea. Ahora que es casi media noche, tras dos horas largas,
siento que ha sido un esfuerzo probablemente inútil. Y me planteo, ¿hasta dónde
debe uno rescribir sus propios textos?
Es sabido que
algunos escritores —sobre todo poetas— casi nunca estaban satisfechos respecto
de sus poemas. Cada vez que emergía ante sus ojos uno de ellos, acababan por
meter el lápiz o la pluma; y casi nada les importaba que ya estuvieran impresos
en alguna edición.
Cuando estoy
embarcado en la aventura de la escritura (la primera versión del libro o el
manuscrito, para entendernos) no puedo detener el paso, pero en muchas
ocasiones me doy cuenta de las partes que habrán de ser modificadas, la mayoría
de las veces por la estricta necesidad de aplicar régimen de adelgazamiento;
pero por alguna razón, que denominaré impaciencia por no empezar con otra
digresión, sigo adelante, siento que debo seguir adelante.
Lo malo no es la
primera corrección, pues normalmente esas intuiciones del principio son
exactas; en tal caso el adelgazamiento (o total amputación) no supone mucho
esfuerzo, sobre todo mental. Lo malo es lo que viene después, esas cuestiones
que uno creía necesarias y que de pronto comprueba que son sobrepeso, o
adherencias detestables, o constata que aquello que se creyó brillante es, sin
más, desdeñable. Pero esto suele traer consecuencias, porque la liposucción de
una porción de texto, de pronto, implica una amputación más atrás, lo que a su
vez, significará alguna alteración más adelante. A veces me ha sucedido que un
fragmento, que creí esencial, ha acabado en apenas una sombra; una sombra que,
incluso, sólo permanece en el texto por respeto a la memoria del esfuerzo y el
placer que sentí cuando lo escribía, aunque al lector posterior —y ajeno al proceso—
no sólo le sorprenda o le despiste, sino que le moleste.
¿Y si esto sucede
con el autor que años después se enfrenta a su texto, no como mero lector
ocasional, sino como jardinero armado con podadora?
Viernes
5. Salvo
por una cuestión crematística, no entiendo cómo es posible que algunos se pasen
buena parte de su tiempo formando parte de jurados literarios. Deberían poner
en su deneí, profesión, miembro de
jurados literarios. También podría ser que tienen tendencias sadomasoquistas,
sobre lo cual no tengo nada que reprochar, siempre y cuando, como dice un
amigo, no salpiquen: o sea, que no conviertan en infierno la vida de otros que
no participan de tales gustos.
Siempre que tengo
que tomar alguna decisión que signifique elegir unos frente a otros, porque los
hay mejores, me asalta esta sensación. Sobre todo porque en muy pocas ocasiones
hay una creación que despunte por encima de otras de modo descarado; o dicho al
contrario, porque casi siempre tengo la impresión de que hay un número de
creaciones que descarto sin muchas razones, por algo meramente intuitivo o
visceral. A todo lo cual habría que añadir que en literatura el criterio del
gusto personal suele tener más peso que el de calidad, una vez que ésta ha alcanzado
un listón mínimo que, más o menos, todos tenemos asumido. Por principio
general estoy en contra de estas competencias, sin embargo, también comprendo
que en muchas ocasiones son el mejor recurso —acaso el único— para que un
proyecto salga adelante.
Siempre que puedo,
rechazo ser jurado, pero a veces no puedo ni debo. Durante el plazo habilitado
para la presentación de originales, deseo que éstos no sean muchos (vana
ilusión), porque sé que llegará el día en que tendré que arremangarme.
Al final, una vez
tomada una decisión, pienso muy poco en los que tienen algún galardón, o el
galardón, por el contrario, mi cabeza se queda con los otros que, quizá, a poco
que me hubiese fijado, podrían haber ocupado aquel lugar, y se han quedado
fuera. Sólo me tranquiliza algo comprobar que mi opción u opciones ha sido
igual o semejante a la del resto de jurados. En tal caso, mi respiro se alivia.
A pesar de ello una sombra densa y poderosa queda en mi conciencia, siempre:
¿Mi hipermetropía habrá descartado el trabajo de alguien que debiera estar y,
de paso, habrá dañado a esa persona?
Sábado
6. He
abierto el ordenador para embarcarme en el silencio de esta casa, ahora que son
apenas las siete y media de la mañana, y regresar otro día más a ese poema que
en los últimos días anda en proceso de remodelación integral, aprovechando que la
mente está ligera tras un reparador descanso, y aún el calor no es martillo que
golpea la piel sobre el yunque ardiente.
Lo he mirado, lo he
releído, lo he auscultado y tras escuchar su latido, casi su quejido lastimero,
he decidido que mejor hoy no emplearé en él ni podadora ni serrucho ni tijeras
ni gubia ni lima ni lija… ni siquiera un difumino. Hoy dejaré que duerma
tranquilo.
Mejor aprovecharé
para nutrirme con las letras de otros. Seguro que es mucho más productivo… y
gratificante.
Domingo
7.
Veinte. Dos décadas. Cuatro lustros. Casi siete trienios. Veinte años. Toda la
vida por delante, pero ya hay huellas que duermen tras su sendero recorrido.
Sé que es lo repito
cada año, pero nuestro paisaje no solo lo dibuja el fluir de un río imparable.
El río también es cauce abierto y estático donde los guijarros planos sienten
pasar esa agua imparable.
Cada siete de julio
me asomo, no sólo al recuerdo de lo que ocurrió hace dos décadas, del que me
alejo, sino a la respiración del presente que desde aquel día, más bien frío,
es parte sustancial de mi vida, como el barbotar de la sangre del corazón:
Pero cuando contemplo
el fielato de plata de su risa,
resquebrajo mi melancolía,
como si no existiera
como vector inútil de una fórmula.
el fielato de plata de su risa,
resquebrajo mi melancolía,
como si no existiera
como vector inútil de una fórmula.
Siento el taconeo de
luna en su risa,
siento en los anaqueles del pasado
el relámpago de su mirada nocturna
rescatando de mis pliegues
los instantes de optimismo y
de horizonte iluminado por sus dedos.
siento en los anaqueles del pasado
el relámpago de su mirada nocturna
rescatando de mis pliegues
los instantes de optimismo y
de horizonte iluminado por sus dedos.