Cómplices

Lunes 27 de mayo a domingo 2 de junio de 2013

Lunes 27. Es tan tarde, que no sé cómo aún soporto con los ojos abiertos. Acaso recordar tantos buenos momentos sea suficiente para que la adrenalina circule como si fueran cascabeles en el torrente sanguíneo.
Normalmente, a determinadas horas de la jornada, todo el peso del día cae sobre mis párpados como si el tiempo se transformara en alud imparable. Pero algunas veces, como esta madrugada, parece que tal discurrir de minutos y horas no hubiera sucedido, como si, en realidad, hubiera sido otro quien hubiera respirado todos los tictac del reloj, como si acabara de levantarme.
Es una sensación hermosa, casi placentera; pero debo recoger, no debo estirar más mi vigilia o mañana las consecuencias serán nefastas. Uno, a pesar de lo que se piense, no es absolutamente dueño de sí mismo. Otros quehaceres reclamarán mi atención, y para ello mis neuronas han de encontrarse lo más descansadas posible.

Martes 28. A pesar de que me hice caso a mí mismo, y desenchufé el ordenador cuando dije que lo haría, las consecuencias de haber estirado el tiempo como una goma elástica, no se han hecho esperar, y esta tarde, después de bajar de casa de mis padres, he cometido la torpeza inaudita de echarme la siesta. Si M. hubiera tenido ganas de salir a dar una vuelta, quizá me hubiese salvado, quizá no estaría escribiendo estas líneas, porque ahora estaría durmiendo, pero tal cosa sería mucho mejor. Sin embargo este tiempo que se parece cada vez más a un otoño interminable, no hacía apetecible ningún paseo.
La siesta ha sido demasiado larga. No ha sido reparadora, sino que me ha abotagado completamente el cerebro y, lo que es peor, el ánimo.
Aunque estoy mejor que hace unas semanas, otra vez he tenido la sensación de que todo es una montaña inabordable por mi poquedad y mi debilidad. Preguntas extrañas y laberínticas que no conducen a ninguna parte, que son como zancadillas de ese enemigo que también me ocupa.
En demasiadas ocasiones tiendo a buscar enemigos a las afueras de mi persona. Es un error mayúsculo. ¿A quién le puede preocupar lo que uno haga o deshaga? Mi trascendencia tiene menos repercusión que la sombra de un mosquito sobre una autopista. Sin embargo el enemigo que acecha y golpea, existe. Soy yo quien se figura el acecho de extraños monstruos, cuando el mayor, el único, el más peligroso es el que me habita, es decir, yo mismo.
Debería encontrar la fórmula para continuar adelante con la tarea con la misma sencillez con la que los niños viven. Como a nadie exijo, nadie me exige. Sólo al amor me debo, pero éste no es deber impuesto, porque la esencia del amor es la libertad, porque siendo amor es puro deseo, porque siendo amor no supone esfuerzo, sino todo lo contrario: es el verdadero alivio a ese desasosiego que tantas veces cercena el ánimo. Alejarse de las complicaciones

Miércoles 29. Ha oscurecido más deprisa que habitualmente. En realidad lo que ha sucedido es que ha fallado el alumbrado público. No se ha encendido a la hora habitual, sino casi con dos horas de retraso.
Entretanto la lluvia ha estado toda la tarde aumentando su intensidad, hasta que ha llegado a la desmesura. Como si nunca hubiera llovido, lo que no deja de ser un sarcasmo, puesto que se tiene la sensación generalizada de que no lo ha dejado de hacer desde hace meses, y esta sensación empieza a soliviantar algunos ánimos. A veces tengo la impresión de que la ciudadanía sería capaz de intentar una revuelta contra la climatología, antes de hacer nada contra este sistema que nos lleva camino del esclavismo, que debe ser como vivir cada jornada desnudo y sin cobijo bajo un imparable aguacero, adornado de frío y viento intensos.
Hace unos minutos parece que habitábamos en Chubasquilandia, el país de la lluvia. No es que el agua se acercase hasta nosotros, sino que nos habíamos convertido, repentinamente en seres acuáticos.
Ya ha habido informaciones que han sacado a la luz la opinión de algunos expertos franceses pronosticando la llegada del verano hacia el mes de septiembre. Tal cosa ha sido desmentida aquí. Si el vaticinio francés se cumple, es lo último que le podría suceder a este país gris, cabizbajo y alicorto que sigue llamándose España, aunque cada vez esté más próximo a convertirse en lánder germano y ser conocido como Spannien, o algo peor.
Esta misma tarde, mientras planchaba, veía algo de televisión y escuchaba opiniones reiterativas sobre este bucle siniestro sobre el que viajamos desde hace unos años. Como es bien conocido, uno no sabe de prácticamente nada, y menos aún de asuntos tan elevados y complejos como la economía; sin embargo intuye que el camino por el que nos han metido cada vez se parece más a ese desfiladero que concluye en precipicio.
Y si también se nos recorta el calor del sol, su luz, será como echar sal sobre la herida. Sería como acudir a la librería, adquirir el libro que se soñaba leer y, al abrirlo, ya en casa, comprobar que la mitad de sus páginas están sin imprimir.
No sólo hablo del perjuicio económico para el sector que parece resistir un poco menos mal esta crisis, sino que también hablo de esa sensación de pesimismo que cada día invade más corazones. Algunas veces llego a temer que se esté empezando a escribir una fábula similar a las de Saramago: una ciudad en que todos sus habitantes enceguecen de pronto; un país que de pronto viaja a la deriva en medio del océano; un lugar en que la ciudadanía, sin previo aviso, sin violencias, decide no votar; la muerte que deja, durante una temporada, de cumplir con su misión…
Pienso con frecuencia que estamos dirigidos por seres ajenos a la realidad —es decir, enajenados—, personas cuyo mundo que existe únicamente en sus cerebros. No es que estén alejados de la realidad, sino que habitan otro universo… En otras ocasiones, lo que pienso es que quien habita en una pesadilla paralela al mundo real soy yo. Una pesadilla que está resultando interminable.

Jueves 30. A veces tengo pánico de las consecuencias imprevistas que tienen algunos de mis actos. Se suele decir que todo lo que alguien hace, por más secreto o escondido o sigiloso que parezca, tiene, antes o después, algún tipo de contrapartida.
Por propia experiencia sé que la escritura es una poderosa arma —a veces cargada de futuro—, pero siempre supuse que esta afirmación no era aplicable a la mía.
Sin embargo hoy he comprobado que cualquier cosa que quede escrita, por oculta o inédita que yazga en cualquier cajón o archivo, podrá despertar un día, incluso por error, y hacerse espada que hiere o sana en ese espejo en que uno descubre, no la piel, sino la realidad poco amena de sus vísceras.
Dice Tomás Rodríguez Reyes en una de las entradas de su Trópico de la Mancha que, para él, escribir es la vida misma, no sólo una necesidad o una manía. Y es la vida misma, aunque casi nunca sea una acción trascendental o extraordinaria, a diferencia de la lectura virtuosa.
Podría añadir que, a veces, incluso, escribir se convierte en una tarea dolorosa, aunque insoslayable, porque vivir llega a ser doloroso.
Ocurre —extraño camino de ida y vuelta— que lo que fue escrito como vómito necesario contra el envenenamiento, se torna remedio que sacude la entraña de quien, accidentalmente, topa con aquello que nunca debió ver… Cuando escribo en estas páginas procuro ser, al menos, leal conmigo mismo. Y a medida que lo consigo, me doy cuenta que determinadas anotaciones, son territorio minado por donde algunos ojos pueden acabar sintiendo la herida de una metralla descontrolada.
Es inevitable, lo sé, y sin embargo procuro evitar, incluso en aquellos textos escritos con el aroma de la clorofila, la alusión muy directa; pero a veces no es posible. Ni siquiera conveniente. Sobre determinados asuntos las figuras literarias son un lastre definitivo, mejor dicho, la losa que termina por cubrir la tumba del cadáver del entendimiento.
¿O es que acaso lo escribí con la misma perversa esperanza que siente el cazador furtivo al colocar su cepo? ¿Sería mejor no escribir todo lo que se piensa, igual que uno calla algunas de las cosas que hace o ve u oye? ¿Y si al fin se empezara a descubrir que estas letras no son ajenas a mi esencia? ¿Y si se empezara a sospechar que mi electrocardiograma más preciso es el que dibujan mis textos, por malos, planos, torpes o desmesurados que sean…?
Algunas veces tener clara conciencia de que se vive sobre la cresta del precipicio es la mejor medicina para evitar despeñarse abismo abajo.

Viernes 31. Escribí a alguien querido que debo caminar en pos de la simplicidad, en el buen sentido de la palabra. Dirigirme hacia la sencillez, buscando la esencia de las cosas, casi siempre invisible. He apuntado, más o menos: “ni soy editor ni soy publicista ni soy distribuidor ni tengo capacidad para casi nada, sino es escribir, y esto no es esencial para nadie, salvo para mí”. Es cierto que, llevado hasta el extremo, tal sendero culminaría en una vida ajena al mundo; pero sin llegar a un extremo tan eremita —al menos de momento—, voy comprendiendo que sólo en el despojamiento de los excesos puedo encontrar, si lo encuentro, el peso adecuado del equipaje que mi vigor pueda acarrear durante el trayecto que me corresponda.
Hace una semana, justamente a la hora en que esto escribo, nos acercábamos siete personas a la estatua de Fray Luis de León en Salamanca, frente a la fachada de la universidad, que parece latir con vida propia. Porque así son las cosas, se recordó la famosísima “Como decíamos ayer…” Y el lugar es indicado para recordarlo; mejor dicho, es el más adecuado. Pero yo, por el contrario, con esa capacidad para el anacronismo y la desubicación que me caracteriza, memoré para mis adentros los archiconocidos versos del conquense: “Que descansada vida / la del que huye del mundanal ruïdo (…)”.
Acaso suene a contradicción todo esto que comento, o peor aún, a una pose interesada; pero cada día tengo más claro que de la poesía importa —si algo de ella importa a alguien— lo menos accesorio, aquello que trascienda el instante y el motivo que han impulsado o han sido germen del poema.
Como sucede en la vida, en poesía no suele ser lo más trascendente la chispa que se provocó en la yesca para que ardiera el matorral, sino la llama misma, acaso el matorral que se prende. Y aunque a los especialistas (como a los peritos de las compañías de seguros) les parezca trascendental el motivo que inició el desastroso incendio, a los lectores les importa la intensidad de la llama que arde.
Todo parece muy sencillo desde la atalaya de la teoría, ahora que la madrugada asoma sus pestañas ciegas, sin embargo es un milagro conseguir que una chispa, haga brotar una hoguera cuyo fuego caliente otras manos diferentes de aquellas que lo produjeron.
Pretender que uno porta entre los bártulos de su mochila semejante herramienta, es una desmesura que sólo se podría justificar desde la idiotez o desde la ignorancia y el atrevimiento desbocado que le acompaña.
A lo largo del tiempo he aprendido que, en mi caso, dejar de escribir es dejar de respirar. Pero también he aprendido que, una vez concluida mi tarea, debo preguntar, callar y esperar. Las respuestas llegan.
No estoy capacitado para saber, ni siquiera para intuir, si las llamas provocadas por mi yesca, son capaces de entibiar un pedazo de piel, aunque sea escaso y por pocos minutos. A otros les corresponde esa tarea.

Sábado 1. Siempre es una suerte poder acercarse hasta La Granja. Cualquier excusa es buena, ni siquiera hace falta. Uno se acerca, pasa unas horas y vuelve con el ánimo reconfortado. La razón de hoy ha sido recorrer su Mercado Barroco.
Los mercados callejeros ambientados —supuestamente— en épocas históricas del pasado (celtas, romanos, medievales, barrocos…), o las ferias de artesanía u otros modos de venta callejera de productos más o menos especiales, o manufacturados, o únicos, me producen reflexiones encontradas.
La idea inicial debe ser —entiendo—, aprovechar algo determinante de la historia del lugar donde se celebra para resaltarlo y atraer a visitantes. Un elemento más de estos días casi festivos, son los mercadillos populares que dan color y ambiente a las calles, intentando rememorar lo que pudo ser una jornada de mercado o festiva en tal localidad durante la época de la historia que se pretende remembrar. Sin embargo, lo que al final importa es el mercado, al que se disfraza con atuendos y decorados supuestamente adecuados al momento del que se trata, incluyendo en ese decorado pequeñas actividades dispersas que ayudan a ambientarlo. En el fondo se trata de vender lo que normalmente no se vendería aprovechando en La Granja el tiempo del final del barroco, en Segovia la presencia de romanos, en Ayllón, Maderuelo o Sepúlveda la Edad Media… Tengo la impresión de que estos mercaderes, que ofrecen lo mismo en cada una de las ferias o mercados, forman una liga de feriantes cargados de disfraces. Una especie de circo ambulante que se va distribuyendo por las distintas geografías, acaso como el mejor modo para sacar un rendimiento mínimo al producto que trabajen. Se mezclan pequeños artesanos (marroquinería, cera, marquetería, cerámica, joyería, bisutería, textil…), con vendedores de alimentos de todas las regiones (contundentes fiambres y quesos, rotundas mieles, intensas gollerías) y restaurantes ambulantes que unos meses pueden estar ubicados en las ferias festivas de cualquier localidad.
En esta ocasión me ha llamado la atención —es la primera vez que lo veo— que los libros estén en estos mercados. Había, al menos, tres puestos. Me parece bien. Si se pueden vender pendientes o rosquillas con anises, ¿por qué no dar la oportunidad a unos libros y más aún si el propio autor es quien los vende?
Digo esto, porque Antonio Fernández González también tenía puesto con sus libros (El hijo del herrador y Lágrimas por Qurtuba). Es una magnífica idea, pues siempre he creído que los libros deberían ser considerados productos de primera necesidad, como el pan, y que la lectura de un puñado de páginas debería ser parte de la dieta obligatoria en el desayuno cotidiano. Esto me ha hecho pensar la tontería de la jornada, eso que te hace sonreír, porque de antemano sabes que no va a ser. ¿Y si en el próximo mercado romano de Segovia, me disfrazo de vacceo, remoto habitante celtíbero de estas tierras, o de romano —patricio o esclavo, para el caso da lo mismo— e instalo un puestecillo con mis libros, al menos los que autoedité? Supongo que nadie intentaría impedirlo por competencia desleal.
A medida que la tarde avanzaba la calle se llenaba, hasta hacerse multitud y se hacía complicado transitar en tal torbellino de gentes, sobre todo en la parte donde abundaban los puestos de venta de comida y los bares a modo de chiringuitos de feria. Cualquiera, sin necesidad de conteo pormenorizado, veía que los puestos con más actividad era donde se despachaban mojitos, caipiriñas, cubatas, quesos, fiambre, dulces, golosinas, quesos, miel, … .
Como siempre sucede en estos sitios, aunque uno entra con la firme convicción de que nada le hace falta, de que sólo dará una vuelta, acaba por salir con las manos ocupadas por bolsas donde se guarda tarro de miel de brezo, un bote de mermelada, unos pendientes, un cuaderno de tapas de piel y buen papel ahuesado, unas rosquillas, unas magdalenas, unos caramelos…

Domingo 2. Admitir el cansancio y la desidia como parte de mi estado de ánimo en los últimos tiempos, es el primer paso para vencerlos y así evitar que crezcan como un tumor del alma.

Intentar el rechazo de la verdad buscando excusas o derivando la cuestión hacia otros derroteros más o menos plausibles, no sólo es inútil, sino que probablemente provocaría que el mal de raíz se extendiese.