Lunes 27. Es tan tarde, que no
sé cómo aún soporto con los ojos abiertos. Acaso recordar tantos buenos momentos
sea suficiente para que la adrenalina circule como si fueran cascabeles en el
torrente sanguíneo.
Normalmente, a
determinadas horas de la jornada, todo el peso del día cae sobre mis párpados
como si el tiempo se transformara en alud imparable. Pero algunas veces, como esta
madrugada, parece que tal discurrir de minutos y horas no hubiera sucedido,
como si, en realidad, hubiera sido otro quien hubiera respirado todos los
tictac del reloj, como si acabara de levantarme.
Es una sensación
hermosa, casi placentera; pero debo recoger, no debo estirar más mi vigilia o mañana
las consecuencias serán nefastas. Uno, a pesar de lo que se piense, no es
absolutamente dueño de sí mismo. Otros quehaceres reclamarán mi atención, y
para ello mis neuronas han de encontrarse lo más descansadas posible.
Martes
28. A
pesar de que me hice caso a mí mismo, y desenchufé el ordenador cuando dije que
lo haría, las consecuencias de haber estirado el tiempo como una goma elástica,
no se han hecho esperar, y esta tarde, después de bajar de casa de mis padres,
he cometido la torpeza inaudita de echarme la siesta. Si M. hubiera tenido
ganas de salir a dar una vuelta, quizá me hubiese salvado, quizá no estaría
escribiendo estas líneas, porque ahora estaría durmiendo, pero tal cosa sería
mucho mejor. Sin embargo este tiempo que se parece cada vez más a un otoño
interminable, no hacía apetecible ningún paseo.
La siesta ha sido
demasiado larga. No ha sido reparadora, sino que me ha abotagado completamente
el cerebro y, lo que es peor, el ánimo.
Aunque estoy mejor
que hace unas semanas, otra vez he tenido la sensación de que todo es una
montaña inabordable por mi poquedad y mi debilidad. Preguntas extrañas y laberínticas
que no conducen a ninguna parte, que son como zancadillas de ese enemigo que
también me ocupa.
En demasiadas
ocasiones tiendo a buscar enemigos a las afueras de mi persona. Es un error
mayúsculo. ¿A quién le puede preocupar lo que uno haga o deshaga? Mi
trascendencia tiene menos repercusión que la sombra de un mosquito sobre una
autopista. Sin embargo el enemigo que acecha y golpea, existe. Soy yo quien se
figura el acecho de extraños monstruos, cuando el mayor, el único, el más
peligroso es el que me habita, es decir, yo mismo.
Debería encontrar la
fórmula para continuar adelante con la tarea con la misma sencillez con la que
los niños viven. Como a nadie exijo, nadie me exige. Sólo al amor me debo, pero
éste no es deber impuesto, porque la esencia del amor es la libertad, porque
siendo amor es puro deseo, porque siendo amor no supone esfuerzo, sino todo lo
contrario: es el verdadero alivio a ese desasosiego que tantas veces cercena el
ánimo. Alejarse de las complicaciones
Miércoles
29. Ha
oscurecido más deprisa que habitualmente. En realidad lo que ha sucedido es que
ha fallado el alumbrado público. No se ha encendido a la hora habitual, sino
casi con dos horas de retraso.
Entretanto la lluvia
ha estado toda la tarde aumentando su intensidad, hasta que ha llegado a la
desmesura. Como si nunca hubiera llovido, lo que no deja de ser un sarcasmo, puesto
que se tiene la sensación generalizada de que no lo ha dejado de hacer desde
hace meses, y esta sensación empieza a soliviantar algunos ánimos. A veces
tengo la impresión de que la ciudadanía sería capaz de intentar una revuelta
contra la climatología, antes de hacer nada contra este sistema que nos lleva
camino del esclavismo, que debe ser como vivir cada jornada desnudo y sin
cobijo bajo un imparable aguacero, adornado de frío y viento intensos.
Hace unos minutos
parece que habitábamos en Chubasquilandia,
el país de la lluvia. No es que el agua se acercase hasta nosotros, sino que
nos habíamos convertido, repentinamente en seres acuáticos.
Ya ha habido
informaciones que han sacado a la luz la opinión de algunos expertos franceses
pronosticando la llegada del verano hacia el mes de septiembre. Tal cosa ha
sido desmentida aquí. Si el vaticinio francés se cumple, es lo último que le
podría suceder a este país gris, cabizbajo y alicorto que sigue llamándose
España, aunque cada vez esté más próximo a convertirse en lánder germano y ser conocido como Spannien, o algo peor.
Esta misma tarde,
mientras planchaba, veía algo de televisión y escuchaba opiniones reiterativas
sobre este bucle siniestro sobre el que viajamos desde hace unos años. Como es
bien conocido, uno no sabe de prácticamente nada, y menos aún de asuntos tan
elevados y complejos como la economía; sin embargo intuye que el camino por el
que nos han metido cada vez se parece más a ese desfiladero que concluye en
precipicio.
Y si también se nos
recorta el calor del sol, su luz, será como echar sal sobre la herida. Sería
como acudir a la librería, adquirir el libro que se soñaba leer y, al abrirlo,
ya en casa, comprobar que la mitad de sus páginas están sin imprimir.
No sólo hablo del
perjuicio económico para el sector que parece resistir un poco menos mal esta
crisis, sino que también hablo de esa sensación de pesimismo que cada día
invade más corazones. Algunas veces llego a temer que se esté empezando a
escribir una fábula similar a las de Saramago: una ciudad en que todos sus
habitantes enceguecen de pronto; un país que de pronto viaja a la deriva en
medio del océano; un lugar en que la ciudadanía, sin previo aviso, sin
violencias, decide no votar; la muerte que deja, durante una temporada, de cumplir
con su misión…
Pienso con
frecuencia que estamos dirigidos por seres ajenos a la realidad —es decir,
enajenados—, personas cuyo mundo que existe únicamente en sus cerebros. No es
que estén alejados de la realidad, sino que habitan otro universo… En otras
ocasiones, lo que pienso es que quien habita en una pesadilla paralela al mundo
real soy yo. Una pesadilla que está resultando interminable.
Jueves
30. A
veces tengo pánico de las consecuencias imprevistas que tienen algunos de mis
actos. Se suele decir que todo lo que alguien hace, por más secreto o escondido
o sigiloso que parezca, tiene, antes o después, algún tipo de contrapartida.
Por propia experiencia
sé que la escritura es una poderosa arma —a veces cargada de futuro—, pero siempre supuse que esta afirmación no era
aplicable a la mía.
Sin embargo hoy he
comprobado que cualquier cosa que quede escrita, por oculta o inédita que yazga
en cualquier cajón o archivo, podrá despertar un día, incluso por error, y hacerse
espada que hiere o sana en ese espejo en que uno descubre, no la piel, sino la
realidad poco amena de sus vísceras.
Dice Tomás Rodríguez
Reyes en una de las entradas de su Trópico
de la Mancha que, para él, escribir es la vida misma, no sólo una necesidad
o una manía. Y es la vida misma, aunque casi nunca sea una acción trascendental
o extraordinaria, a diferencia de la lectura virtuosa.
Podría añadir que, a
veces, incluso, escribir se convierte en una tarea dolorosa, aunque
insoslayable, porque vivir llega a ser doloroso.
Ocurre —extraño
camino de ida y vuelta— que lo que fue escrito como vómito necesario contra el
envenenamiento, se torna remedio que sacude la entraña de quien,
accidentalmente, topa con aquello que nunca debió ver… Cuando escribo en estas
páginas procuro ser, al menos, leal conmigo mismo. Y a medida que lo consigo,
me doy cuenta que determinadas anotaciones, son territorio minado por donde
algunos ojos pueden acabar sintiendo la herida de una metralla descontrolada.
Es inevitable, lo
sé, y sin embargo procuro evitar, incluso en aquellos textos escritos con el
aroma de la clorofila, la alusión muy directa; pero a veces no es posible. Ni
siquiera conveniente. Sobre determinados asuntos las figuras literarias son un
lastre definitivo, mejor dicho, la losa que termina por cubrir la tumba del
cadáver del entendimiento.
¿O es que acaso lo
escribí con la misma perversa esperanza que siente el cazador furtivo al
colocar su cepo? ¿Sería mejor no escribir todo lo que se piensa, igual que uno
calla algunas de las cosas que hace o ve u oye? ¿Y si al fin se empezara a
descubrir que estas letras no son ajenas a mi esencia? ¿Y si se empezara a
sospechar que mi electrocardiograma más preciso es el que dibujan mis textos,
por malos, planos, torpes o desmesurados que sean…?
Algunas veces tener
clara conciencia de que se vive sobre la cresta del precipicio es la mejor
medicina para evitar despeñarse abismo abajo.
Viernes
31. Escribí
a alguien querido que debo caminar en pos de la simplicidad, en el buen sentido
de la palabra. Dirigirme hacia la sencillez, buscando la esencia de las cosas,
casi siempre invisible. He apuntado, más o menos: “ni soy editor ni soy publicista ni soy distribuidor ni tengo capacidad
para casi nada, sino es escribir, y esto no es esencial para nadie, salvo para
mí”. Es cierto que, llevado hasta el extremo, tal sendero culminaría en una
vida ajena al mundo; pero sin llegar a un extremo tan eremita —al menos de
momento—, voy comprendiendo que sólo en el despojamiento de los excesos puedo
encontrar, si lo encuentro, el peso adecuado del equipaje que mi vigor pueda
acarrear durante el trayecto que me corresponda.
Hace una semana,
justamente a la hora en que esto escribo, nos acercábamos siete personas a la
estatua de Fray Luis de León en Salamanca, frente a la fachada de la
universidad, que parece latir con vida propia. Porque así son las cosas, se
recordó la famosísima “Como decíamos
ayer…” Y el lugar es indicado para recordarlo; mejor dicho, es el más adecuado.
Pero yo, por el contrario, con esa capacidad para el anacronismo y la
desubicación que me caracteriza, memoré para mis adentros los archiconocidos
versos del conquense: “Que descansada
vida / la del que huye del mundanal ruïdo (…)”.
Acaso suene a
contradicción todo esto que comento, o peor aún, a una pose interesada; pero
cada día tengo más claro que de la poesía importa —si algo de ella importa a
alguien— lo menos accesorio, aquello que trascienda el instante y el motivo que
han impulsado o han sido germen del poema.
Como sucede en la
vida, en poesía no suele ser lo más trascendente la chispa que se provocó en la
yesca para que ardiera el matorral, sino la llama misma, acaso el matorral que
se prende. Y aunque a los especialistas (como a los peritos de las compañías de
seguros) les parezca trascendental el motivo que inició el desastroso incendio,
a los lectores les importa la intensidad de la llama que arde.
Todo parece muy
sencillo desde la atalaya de la teoría, ahora que la madrugada asoma sus
pestañas ciegas, sin embargo es un milagro conseguir que una chispa, haga
brotar una hoguera cuyo fuego caliente otras manos diferentes de aquellas que
lo produjeron.
Pretender que uno
porta entre los bártulos de su mochila semejante herramienta, es una desmesura
que sólo se podría justificar desde la idiotez o desde la ignorancia y el
atrevimiento desbocado que le acompaña.
A lo largo del
tiempo he aprendido que, en mi caso, dejar de escribir es dejar de respirar.
Pero también he aprendido que, una vez concluida mi tarea, debo preguntar,
callar y esperar. Las respuestas llegan.
No estoy capacitado
para saber, ni siquiera para intuir, si las llamas provocadas por mi yesca, son
capaces de entibiar un pedazo de piel, aunque sea escaso y por pocos minutos. A
otros les corresponde esa tarea.
Sábado
1. Siempre es una suerte poder acercarse hasta La Granja.
Cualquier excusa es buena, ni siquiera hace falta. Uno se acerca, pasa unas
horas y vuelve con el ánimo reconfortado. La razón de hoy ha sido recorrer su
Mercado Barroco.
Los mercados
callejeros ambientados —supuestamente— en épocas históricas del pasado (celtas,
romanos, medievales, barrocos…), o las ferias de artesanía u otros modos de
venta callejera de productos más o menos especiales, o manufacturados, o
únicos, me producen reflexiones encontradas.
La idea inicial debe
ser —entiendo—, aprovechar algo determinante de la historia del lugar donde se
celebra para resaltarlo y atraer a visitantes. Un elemento más de estos días
casi festivos, son los mercadillos populares que dan color y ambiente a las
calles, intentando rememorar lo que pudo ser una jornada de mercado o festiva
en tal localidad durante la época de la historia que se pretende remembrar. Sin
embargo, lo que al final importa es el mercado, al que se disfraza con atuendos
y decorados supuestamente adecuados al momento del que se trata, incluyendo en
ese decorado pequeñas actividades dispersas que ayudan a ambientarlo. En el
fondo se trata de vender lo que normalmente no se vendería aprovechando en La
Granja el tiempo del final del barroco, en Segovia la presencia de romanos, en
Ayllón, Maderuelo o Sepúlveda la Edad Media… Tengo la impresión de que estos
mercaderes, que ofrecen lo mismo en cada una de las ferias o mercados, forman
una liga de feriantes cargados de disfraces. Una especie de circo ambulante que
se va distribuyendo por las distintas geografías, acaso como el mejor modo para
sacar un rendimiento mínimo al producto que trabajen. Se mezclan pequeños
artesanos (marroquinería, cera, marquetería, cerámica, joyería, bisutería,
textil…), con vendedores de alimentos de todas las regiones (contundentes
fiambres y quesos, rotundas mieles, intensas gollerías) y restaurantes
ambulantes que unos meses pueden estar ubicados en las ferias festivas de
cualquier localidad.
En esta ocasión me
ha llamado la atención —es la primera vez que lo veo— que los libros estén en
estos mercados. Había, al menos, tres puestos. Me parece bien. Si se pueden
vender pendientes o rosquillas con anises, ¿por qué no dar la oportunidad a
unos libros y más aún si el propio autor es quien los vende?
Digo esto, porque
Antonio Fernández González también tenía puesto con sus libros (El hijo del herrador y Lágrimas por Qurtuba).
Es una magnífica idea, pues siempre he creído que los libros deberían ser
considerados productos de primera necesidad, como el pan, y que la lectura de
un puñado de páginas debería ser parte de la dieta obligatoria en el desayuno
cotidiano. Esto me ha hecho pensar la tontería de la jornada, eso que te hace
sonreír, porque de antemano sabes que no va a ser. ¿Y si en el próximo mercado
romano de Segovia, me disfrazo de vacceo, remoto habitante celtíbero de estas
tierras, o de romano —patricio o esclavo, para el caso da lo mismo— e instalo
un puestecillo con mis libros, al menos los que autoedité? Supongo que nadie
intentaría impedirlo por competencia desleal.
A medida que la
tarde avanzaba la calle se llenaba, hasta hacerse multitud y se hacía
complicado transitar en tal torbellino de gentes, sobre todo en la parte donde
abundaban los puestos de venta de comida y los bares a modo de chiringuitos de
feria. Cualquiera, sin necesidad de conteo pormenorizado, veía que los puestos
con más actividad era donde se despachaban mojitos, caipiriñas, cubatas,
quesos, fiambre, dulces, golosinas, quesos, miel, … .
Como siempre sucede
en estos sitios, aunque uno entra con la firme convicción de que nada le hace
falta, de que sólo dará una vuelta, acaba por salir con las manos ocupadas por
bolsas donde se guarda tarro de miel de brezo, un bote de mermelada, unos
pendientes, un cuaderno de tapas de piel y buen papel ahuesado, unas
rosquillas, unas magdalenas, unos caramelos…
Domingo
2. Admitir
el cansancio y la desidia como parte de mi estado de ánimo en los últimos
tiempos, es el primer paso para vencerlos y así evitar que crezcan como un
tumor del alma.
Intentar el rechazo
de la verdad buscando excusas o derivando la cuestión hacia otros derroteros
más o menos plausibles, no sólo es inútil, sino que probablemente provocaría
que el mal de raíz se extendiese.