Llego a la hora del
diario, con el día a punto del olvido. Calibro en el pecio de la memoria las
horas transcurridas, y a pesar de haber zarpado la singladura en el ocaso de la
madrugada, poco queda que se pueda entender como suceso, como mínima guedeja,
eso que damos en llamar argumento.
Sin embargo, visto
con diferente perspectiva, ocurre lo contrario: he avanzado, si logro que el
desván de mis recuerdos no abra la ventana y durante el paréntesis del sueño
olvide cuanto haya podido aprender en esta jornada de bochorno diurno y ávido
chaparrón vespertino, que convertirá la noche en territorio de descanso.
Nunca se sabe los
suficiente de ninguna materia. Por el contrario, a medida que se ahonda en su
conocimiento, se descubre la inmensidad de lo ignorado. La idea no es mía, pero
esto no le quita la verdad que atesora, al contrario, la ratifica.
A pesar de lo que las
apariencias dicten, me considero bastante impaciente, sobre todo conmigo mismo.
Sé que es uno de mis defectos, pues en muchas ocasiones tanta inquietud tiene,
al menos, un par de consecuencias nada positivas.
La más evidente es
que en demasiadas ocasiones he tomado decisiones anticipadas. (Iba a escribir
apresuradas, pero esta palabra no me sirve aquí, porque parece que acarrea en
su impedimenta semántica la noción de error, y no se trata de eso. O no
siempre, al menos). Quiero decir que son determinaciones ajustadas, pero
ejecutadas antes de lo debido. La precocidad provocada por esta impaciencia
supone que no he asimilado toda la riqueza del alimento que la savia del árbol
me regalaba. La conclusión es bien sencilla: arranco de la rama fruta inmadura,
poco hecha; piezas insípidas al paladar, además de duras en exceso; piezas que
podrán acabar en la basura con facilidad.
Por otra parte, por
si lo anterior no fuera suficiente, enseguida doy por concluida la etapa, como
si hubiera agotado sus posibilidades sin poder sacar nada más. Tanta impaciencia
me empuja a lo superficial, a conformarme con las primeras y más evidentes
conclusiones, que no tienen porque ser las más certeras o atinadas. Ni siquiera
las verdaderas en algún caso.
Quizá, por trazar el
asunto desde una perspectiva más benévola para mi persona, es que la curiosidad
puede conmigo. (Esto dicho, también, a pesar de lo que las apariencias dicten).
Y es que me interesan tantas cosas, me gustaría llegar a tantas, que no me doy
cuenta de que, en el fondo, no llegaré a ninguna.
Siempre he sostenido
—en esto no creo haber cambiado— que me encanta el espíritu renacentista, en el
sentido de que impelía a no conformarse con una especialidad (ya salió la
palabra de marras), sino a indagar en todas. (Otra seña de identidad de la
antigüedad clásica que para sí rescató el Renacimiento).
A su modo nuestra
época cree avanzar por tal cauce; uno tiene la impresión de que hay que saber,
o al menos conocer, sobre muchos asuntos. Sin embargo hay una enorme diferencia,
mejor dicho, una celada en la que caemos con facilidad: en esta época no
interesan expertos de diversas materias. Pueden llegar a ser peligrosos.
Interesan, más bien, usuarios dóciles y voraces, palmeros insaciables, porque
la misión de esta época es la vender, por tanto necesita compradores.
Por otra parte,
aunque no hay nada nuevo bajo el sol, nadie podrá negar que los saberes de
ciencias y artes —por no mentar tecnologías— se han multiplicado
exponencialmente por números de varios dígitos, respecto del Renacimiento.
Tengo tantas
limitaciones —las propias y las impuestas por el devenir cotidiano—, que es
utópico, incluso enfermizo, mantener mi ánimo en tal estado de efervescencia. (A
pesar de lo que las apariencias dicten, insisto).
Debo realizar un
ejercicio de humildad. Llego en plenitud a muy poco, cada día a menos. Debo
aprender a disfrutar y tomarme la vida de otro modo: más sosegado, menos
apresurado. (¿Más sosegado aún?, dirán algunos. ¿Menos apresurado?, se extrañarán
otros.). Debo disfrutar de lo que hago, no tomarlo como exigencia obligatoria,
porque entonces se convierte en empleo no remunerado —que es empleo de esclavos—.
Mi pasión es mucho más que empleo. Es oficio que me nutre, oficio que prima en mi
ánimo y en mi espíritu y, por tanto, ocupa más tiempo en mi laboreo, oficio
cuyo simple ejercicio dichoso e interminable es su verdadera soldada: la más
deseable, la más satisfactoria.
Sin embargo me
amonesto a mí mismo:
Amando, no te pases
al extremo contrario, no te lo tomes con tanta calma que la fruta no se recoja
del árbol, y acabe perdiéndose podrida, o comida por los pájaros; no te detengas
tanto, que acabes por adocenarte, o por el contrario, acabes por tornarte un
especialista de pacotilla, un erudito de cafeterías y pasillos, que sólo tiene antiparras
para una escasísima porción de vida, olvidando su riqueza incalculable e
inabarcable.
A pesar de lo que las
apariencias dicten, la verdadera intensidad o riqueza de una vida, poco tiene
que ver con los kilómetros o lugares que recorran nuestros cuerpos. Más bien
tiene que ver con la cantidad de kilómetros que inviertan los cerebros, incluso
acompañando a los cuerpos desplazados. Viajar mucho —leer mucho, escuchar mucha
música, ver mucho cine…, o hacerlo todo en cantidades inmensas—, implicará la nada
casi absoluta, si el viaje —la lectura, la audición, la visita…—, se hace sólo
con los pies y las pupilas, ocupando el cerebro y la atención y el sentimiento en
otros menesteres.
Por culpa de Tomás Rodríguez Reyes
—bendita culpa—, he retornado a la lectura de José Jiménez Lozano, a quien
tenía olvidado desde hace algunos años.
(Vuelvo a comprobar,
y es de justicia reconocerlo, que el servicio de envío de Pre-Textos es de una eficacia encomiable).
Casi de inmediato,
cuando he podido sentarme ante la mesa donde cada vez se apilan más libros, he
catado Los cuadernos de Rembrandt. No
he avanzado; tan sólo ha sido un sorbo, menor aún que el que he hecho sobre sus
poemas de La estación que gusta al cuco. Es
una gozada refrescante toparse con una prosa tan tersa y despreocupada, en
apariencia, de accidentes retóricos.
JJL es quien es,
guste o no guste: claro, directo, hondo, tranquilo, poco dado a la polémica,
pero firme en su humanismo enraizado en hondas convicciones que beben en la
tradición judeocristiana que no oculta. No sé por qué —esta percepción es tan subjetiva
que dudo si anotarlo— su lectura me trae el perfume, como de espliego, de los
viejos erasmistas castellanos, aquellos que habitaron sin ruido estas tierras
tan amigas de luces y silencios.
A mí me gusta, por
si aún no se ha deducido de lo anterior.
Es de esa vieja
estirpe de prosistas que cuentan con facilidad envidiable. Su narrar se les
desliza, como a los patos les resbala cuello abajo el agua de un río: con
ligereza y sin esfuerzo, eso sí, después de haberse zambullido bajo sus aguas,
haberse alimentado y haberse sacudido la cabeza. (La comparación es del mismo escritor
abulense y se lee en los inicios del libro, al referir una anécdota o
conversación entre Soma Morgenstern y Musil). La concluye con esta reflexión
que bien podría ser consejo para cualquier escritor: «Porque es claro que el narrador, como el pato que saca
la cabeza del agua, tiene que sacudirse todo lo demás que lleve por dentro,
pero antes ha metido la cabeza allí, y hasta ha buceado muy profundamente en
busca de alimentos. Y, desde luego, malo es no sacudirse la cabeza, pero peor
no tener necesidad de sacudírsela».
[Obviamente no tenía
ni idea de quién era Soma Morgenstern. Así que voy a la Wiki. Allí descubro que
nació el 3 de mayo de 1890 en Galitzia que, como es sabido, se trata de una de las
regiones más convulsas de esta convulsa Europa y cuyo territorio hoy es, en
parte, polaco y, en parte, ucranio. Descubro que se trata de un escritor de
lengua alemana, periodista y memorialista, formado en Viena, que tuvo que
exiliarse, y que fue olvidado durante décadas. Descubro que fue políglota:
yidish, alemán, polaco, ucraniano, griego, latín, francés, inglés. Descubro que
su existencia, como la de tantos judíos centroeuropeos, fue un continuo éxodo doloroso
desde la Primera Guerra Mundial. Descubro que salvó su vida, la de su mujer y
la de su hijo por la intervención de Thomas Mann, exiliándose, vía Lisboa, a
los EE. UU. Descubro que al saber de la muerte del resto de su familia en los
campos de exterminio nazis estuvo a punto del suicidio. Descubro que su obra es
vastísima y desconocida. Descubro que murió en Nueva York el 17 de abril de
1976. Descubro que apenas se ha traducido al español. Confirmo que soy un
ignorante. Confirmo que no he hecho caso del consejo de JJL].
Desde los
comentarios de TRR, recordé que en el verano de 2008 descubrí por accidente uno
de los libros de JJL. Uno de los que, sospecho, será más queridos por el autor.
Me refiero a El mudejarillo. Este
librito anota en su contraportada: «es una narración en
torno a Juan de la Cruz, o desde los adentros de éste: un paisaje y una mirada,
un lenguaje y unos gestos, la casa y el pan y el agua diarios, la cárcel y un
pañuelo con hebras o el encalado de una pared, y la poesía y los silencios (…).
Y la propia peripecia del narrador. (…)».
Fue el único libro que me traje de la vallisoletana Urueña, a
donde me llevó Marián, ¿quién si no?
Pasamos parte de la tarde en la denominada Villa del Libro.
Cazcaleamos por el adarve de su muralla, visitamos las librerías de viejo (hermoso
destino el de una vieja casa: acabar en librería de viejo). Disfruté y aprendí
como un niño en el Museo del Libro y descubrí —caligrafiado sobre el muro de su
amplísimo zaguán— uno de los poemas más emocionantes de Antonio Colinas que,
aunque no está escrito para el lugar —él mismo me lo confesó tiempo después—,
se adapta a Urueña como el agua al lecho de su río. Es el titulado ¿Conocéis el lugar? y forma parte de su poemario
(¡qué poemario!) Desiertos de luz. Esta
es su primera estrofa:
¿Conocéis el lugar donde van a morir
las arias de Händel?
Creo que se halla aquí, en este espacio
donde se inventa la infinitud de los amarillos;
un espacio en el centro del centro de Castilla
en el que nuestros cuerpos sanarían
para siempre
si tus ojos y mis ojos
mirasen estos páramos
con piedad absoluta
y en donde hasta el espíritu suele arrodillarse
para hacernos su ofrenda
en rosales de sangre.
En este espacio hay un fuego blanco
en el que viene a expirar la música
que nos llega de lejos, ¡de tan lejos! (…)
las arias de Händel?
Creo que se halla aquí, en este espacio
donde se inventa la infinitud de los amarillos;
un espacio en el centro del centro de Castilla
en el que nuestros cuerpos sanarían
para siempre
si tus ojos y mis ojos
mirasen estos páramos
con piedad absoluta
y en donde hasta el espíritu suele arrodillarse
para hacernos su ofrenda
en rosales de sangre.
En este espacio hay un fuego blanco
en el que viene a expirar la música
que nos llega de lejos, ¡de tan lejos! (…)
Ahora tengo ante mí el ejemplar de El mudejarillo, la reimpresión de 2007 que Anthropos hizo de su edición de 1997. En la página que
precede a la de autor, escribí esta nota el 23 de agosto de 2008:
Aparecí ante los ojos de mi dueño escondido detrás de una
estantería de la librería Alcaraván de Urueña, Valladolid, al final de una
tarde agosto. Me compró barato y le sonreí, porque no sabía él que aquí dentro quizá
esté la respuesta a sus tormentos.
Y bajo la fecha y la firma anoté:
«Pero que nunca fuese escritor público, que tampoco fray Juan lo
había sido, sino un mudejarillo solamente» (Pág. 171. Última frase del libro).
¿No es cualquier diario el
cuaderno de bitácora de un viaje?
Unos recorrerán
vastas extensiones de este Planeta (por tierra, mar, aire o todas ellas). Otros
recorremos escasos metros cuadrados de su piel —casi siempre los mismos—, pero no
cesamos de viajar por otros territorios. ¿Quién puede juzgar sobre la distancia
recorrida así como las consecuencias para cada uno de nuestros ‘almarios’?
Los domingos de estío a las tres
de la tarde —cuando empujo mi cuerpo como puedo hacia casa de mis padres— están
teñidos de luz, calor y silencio. Pero como hoy pocos. Casi ninguno. Me refiero
al silencio En una de las calles estrechas por las que subo, ahilándome a la
sombra, se ha producido el milagro, apenas unos diez segundos, de absoluta
mudez. El último rumor de un coche ha terminado por desaparecer del eco de mi
pabellón auditivo, y he sentido —casi físicamente— el vacío de sonidos. Ni siquiera
el deslizar de mis zapatillas sobre el pavimento me llegaba.
No ha llegado el
silencio por sí mismo, sino que se ha retirado del todo el sonido. Diez segundos.
Quizá menos. Luego han bajado dos gorriones a posarse unos metros delante de mí.
La cría —aunque ya igual de grande que su madre— piaba agitando sus alas y
abriendo el pico casi desmesuradamente, para que la madre, que parecía indiferente,
le metiese en el buche algo de comida. Ante mi aproximación, el aleteo de los
pajarillos parecía el de un abanicar amplificado. Otra vez sólo su piar agudo. Unos
pocos metros más adelante, y tras el abaniqueo de sus alas, me ha llegado el
murmullo incomprensible de una televisión que salía de alguna ventana abierta,
después cómo bajaba una persiana en una callecita perpendicular a la que
cruzaba —aún más corta, aún más estrecha—, luego el tintineo de cubiertos sobre
vajilla, luego conversaciones apagadas y luego, otro coche que ha abierto de
nuevo el compás a la habitual melodía de la ciudad, incluso cuando la ciudad
sestea.