Cómplices

Lunes 19 a domingo 25 de agosto

Es difícil encontrar un mejor destino para un libro que la emoción, la reflexión y el aprendizaje lleguen hasta sus lectores. Y eso me ha sucedido con Ars vivendi, que anoche rematé… por vez primera.
Siempre he sostenido que los libros llegan a uno en la época precisa. Y es significativo que haya terminado la primera lectura del libro apenas siete meses después de la fecha en que se concluyó de imprimir.
No diré que parece que fue publicado para mi lectura, no alcanza tan lejos mi vanidad; lo que vengo a decir es que en esta encrucijada en la que ahora paso los días, era necesaria su lectura, como otras que en estas semanas del estío me están ocupando parte del tiempo.
Muchos minutos de reflexión se han trenzado con su lectura. Mucho lápiz rojo he usado en su subrayado. Son muchas las enseñanzas que puedo sacar de este librito. También muchos los caminos que me abre. Y sobre todo, es mucha la emoción que he sentido percibiendo la suya.

Durante las últimas semanas, o meses, vengo pensando en que el tiempo que me corresponda, cuya duración no me interesa saber, pues por algo nos la han ocultado, no me alcanzará para casi nada de aquello con que vagamente soñé alguna vez.
Tengo la impresión, no de haber perdido esos días que ya forman parte de mi sombra, sino de haberlos caminado sin la hondura necesaria, sin la lentitud que hubiera permitido llenar de asombro mis ojos.
Son cortos los días del hombre, dice el verso clásico o el salmo y dice bien…
Casi al final de la subida que acaba en casa de mis padres, una vez cruzado la zona arbolada, se llega a un descampado inculto que hasta no hace mucho —un año y medio más o menos— servía como improvisado almacenamiento al aire libre de palés de la madera y los aglomerados de los que se servía el pequeño aserradero cuya nave está en uno de sus extremos. Ahora continúa la nave de bloques de hormigón y tejadillo de uralita de una sola planta, mas ya cerrada y tapiada, no sé si abandonada; esa impresión da.
Junto a una de sus esquinas, justo al borde de la acera, hay una planta, un arbusto que tras las intensas y abundantes lluvias de esta primavera creció imparable y desmesuradamente, alcanzando más del metro y medio de altura. Y quizá el doble de diámetro Parecía voraz su ansia de equipararse a álamos y pinos vecinos. A última hora de mayo —o quizá fuera mediados—, casi obligaba a los peatones a salirse a la calzada. Alguien del Ayuntamiento, supongo, no decidió podarlo, sino que fue más radical y, en apariencia, lo arrancó. O eso pensé.
Ahora, alimentado por el sol interminable que no cesa de alumbrarlo desde que amanece hasta que abandona el horizonte, vuelve a levantar más de un metro, es más frondoso, si ello fuera posible, y, si ello fuera posible, su verde es más hondo, como venido de los limos más oscuros y robustos.
Uno recorre los doscientos metros escasos que restan desde este punto hasta su destino vespertino, con la esperanza de que su arbusto rebrotará, quizá más vigoroso, frondoso y hondo, por más que se crea que arrancaron las plantas. Si no se eliminó a conciencia hasta el último centímetro de su raíz, incluso si resta algún rizoma, la vida hará el resto.
Y alguna tarde me emociona la metáfora.

Hacía algún tiempo que no me ocurría. Quizá por eso lo escriba. He pasado casi tres horas intentando levantar un texto y no me he enterado de que pasaba el tiempo. Lo que decíamos de niños en casa: se ha pasado el tiempo sin sentir.

¿En la poesía cabe cualquier asunto?
A veces leo a algún autor y da la impresión de que tal cosa no puede y no debe suceder. Otros —la mayoría—, vienen a opinar lo contrario.
Si existen pesadillas o sueños que se producen mientras dormimos, ¿por qué no una poesía que recorra ese camino e intente articular su decir adecuándolo a tal asunto? Si el fluir de nuestro pensamiento es tan inconexo y, paradójicamente, tan irracional, ¿por qué, repito, no una poesía que recorra ese camino e incluso intente articular su decir adecuándolo a tal asunto? Si el interior más hondo se conmueve ante el amado… Si alguien es capaz de sentir la caricia de la divinidad sobre sí… Si al contemplar un paisaje, un temblor remueve algo muy dentro… Si una gesta individual o colectiva eleva el ánimo hasta exaltarlo… Si el dolor o el sufrimiento o la injusticia sobre otros o uno mismo, enciende la llama que prende el deseo de justicia… Si ante el abismo de la muerte las palabras forman ríos que van a dar a la mar… Si pienso que alguna de mis torpes palabras pueden mover un centímetro cuadrado en la voluntad de un alma…
Otra cosa es que todo me guste. Otra cosa es que todo intento acabe en buen puerto. Otra cosa es que a veces confunda gatos y liebres. Otra cosa diferente es que pueda o sepa llegar a todo y que a todo se llegue del mismo modo. En este momento no soy capaz de adentrarme en alguno de tales territorios. Además, como es bien sabido, el autor pocas veces escoge al poema.
¿Debería mi yo lector huir absolutamente de la clase de poesía que no escribo? ¿Debo cercenar mi sensibilidad lectora obviando esos territorios?
Aunque en algunos casos, lo confieso, mi capacidad es tan escasa que no alcanzo ni a una milésima parte de lo que el poeta ha escrito. No sólo me refiero a lo que comúnmente llamamos ‘entender’. Todo, hasta la emoción —no sólo el entendimiento y la intuición—, se me oscurece delante de alguna clase de poesía. A veces tanto hermetismo y tanto irracionalismo me lleva al precipicio del vacío absoluto. La total incomunicación.

Es de necios pedir una crítica o una opinión y, si ésta es negativa, que la única respuesta del autor consista en justificarse, explicar lo inexplicable e incluso acusar de torpeza o impericia al crítico, ya que parece que tras Homero, Dante o Virgilio es lo mejor escrito nunca. ¿Tal escritor para qué necesita opinión ajena, si sólo aceptaría el juicio de los dioses, sus pares? Mejor entonces, continuar habitando la torre dorada donde alumbra esas obras que el género humano siempre alabará. Pero tenga en cuenta quien así actúe que, desde ese día, la persona que haya desentrañado su texto, no volverá a hacerlo con otro, y si se comete la osadía de pedir su opinión nuevamente, tenga muy claro de antemano que siempre será positiva y tan útil como una miríada de palmaditas en la espalda.

He encontrado una piedra donde sentarme, sacar mi bloc, apoyarlo sobre la rodilla y escribir la frescura y transparencia de esta mañana de domingo. Son las diez. Me da el sol en el camino escoltado por los álamos firmes como lanzas o como vigías. Las campanadas de los relojes y torres se abrazan en el lecho azul del aire.
Suena a paz de domingo. Casi a sagrado. Procuro escribir despacio para entender a fondo su significado, no sólo el de las letras.
El sonido de la ciudad queda lejos, aunque no desaparece del todo, es como una presencia continua, acaso necesaria. Escucho el diferente parloteo de los pájaros; algún ladrido agudo y muy distante, imagino que de un perrillo de poca alzada; el batir, a veces, de unas alas presurosas; el tono del desayuno en alguna casa que allí, en lo alto, se asoma hacia la ladera casi vertical y honda que desemboca en el estrecho Eresma, que desde aquí sigue siendo invisible, pero audible.
[Junto a mí —escribo en presente— se ha detenido un hermoso perrillo negro, con esas hechuras casi ideales de un perro ágil, veloz, curioso, noble y fiel. Por su figura y su tamaño, podría arriesgarme a decir que aún es casi un cachorro, pero mejor no opinar de lo que uno apenas sabe. Le llamo la atención durante unos segundos, los que ha tardado en husmear mis zapatillas de trotaciudad; le resulto indiferente. Prefiere investigar otras cosas más importantes, o bien es que actúa como avanzadilla de la pareja de jóvenes que le sigue y viene charlando tras él.]
Ahora es de agradecer la información de la llamada tan temprana, porque a veces uno tiene la suerte de intuir y acertar con la decisión, en este caso de coger algún trebejo —un libro de poemas, este bloc y el bolígrafo— y guardarlo en la bandolera de cuero…
Domingo. Quizá aún le quede a la palabra de sagrado o religioso, este ritmo humano, este modo en que discurren los segundos, a su justa velocidad, a la que se puede respirar el día, incluso las alegrías o sufrimientos que pueda acarrear a cualquiera.
¿Por cuánto tiempo esta civilización que avanza hacia su aniquilación, mantendrá una parada durante la semana que ayude a vislumbrar que no todo en esta vida es el tráfago afanoso por producir, ser eficaz y eficiente, amasar fortunas que, en todo caso, aquí quedarán, cuando nuestra mortaja sólo sea —en el mejor de los casos— un recuerdo para alguien que nos quiso? ¿Cuánto tiempo tardarán en emitir el veredicto de la disolución del descanso semanal casi colectivo, por antigualla, por rémora de un pasado perezoso y tan poco moderno?
*
¿Serán los diferentes cantos o piídos o graznidos o gorjeos o chirleos o zureos de los pájaros como distintos tonos de voz, o serán como idiomas distintos?
¿Serán todos los pájaros políglotas o, como la mayoría de humanos, sólo comparten cielo y territorio, sólo oyen, pero ni escuchan ni… entienden?
*
Si me quedara mucho más rato sentado sobre esta piedra, ¿a cuántas melancolías vería pasar ante mí?
Como la de M. que no se puede deshacer del dolor de la muerte hace dos años —creo— de su hijo, y viene a recordar este paseo que, según acaba de revelarme, hacía con él tantas veces…
…Tantas veces también lo hicimos nosotros, saliendo de la infancia y entrando en la adolescencia y bajábamos —¿por dónde, cómo?— como pájaros alborotados o perrillos felices a Las Arenas o al Bodón de las Señoritas.

Cuando el verano era el mejor taller de nuestra educación sentimental, la única que debiera importar al ser humano, acaso porque entonces sólo vivíamos pendientes de encontrar lo que nos permitiera ser nosotros mismos.