Es difícil encontrar un mejor
destino para un libro que la emoción, la reflexión y el aprendizaje lleguen
hasta sus lectores. Y eso me ha sucedido con Ars vivendi, que anoche rematé… por vez primera.
Siempre he sostenido
que los libros llegan a uno en la época precisa. Y es significativo que haya
terminado la primera lectura del libro apenas siete meses después de la fecha
en que se concluyó de imprimir.
No diré que parece
que fue publicado para mi lectura, no alcanza tan lejos mi vanidad; lo que
vengo a decir es que en esta encrucijada en la que ahora paso los días, era
necesaria su lectura, como otras que en estas semanas del estío me están
ocupando parte del tiempo.
Muchos minutos de
reflexión se han trenzado con su lectura. Mucho lápiz rojo he usado en su
subrayado. Son muchas las enseñanzas que puedo sacar de este librito. También
muchos los caminos que me abre. Y sobre todo, es mucha la emoción que he
sentido percibiendo la suya.
Durante las últimas
semanas, o meses, vengo pensando en que el tiempo que me corresponda, cuya
duración no me interesa saber, pues por algo nos la han ocultado, no me
alcanzará para casi nada de aquello con que vagamente soñé alguna vez.
Tengo la impresión,
no de haber perdido esos días que ya forman parte de mi sombra, sino de
haberlos caminado sin la hondura necesaria, sin la lentitud que hubiera permitido
llenar de asombro mis ojos.
Son cortos los días
del hombre, dice el verso clásico o el salmo y dice bien…
Casi al final de la
subida que acaba en casa de mis padres, una vez cruzado la zona arbolada, se
llega a un descampado inculto que hasta no hace mucho —un año y medio más o
menos— servía como improvisado almacenamiento al aire libre de palés de la madera
y los aglomerados de los que se servía el pequeño aserradero cuya nave está en
uno de sus extremos. Ahora continúa la nave de bloques de hormigón y tejadillo
de uralita de una sola planta, mas ya cerrada y tapiada, no sé si abandonada;
esa impresión da.
Junto a una de sus
esquinas, justo al borde de la acera, hay una planta, un arbusto que tras las
intensas y abundantes lluvias de esta primavera creció imparable y desmesuradamente,
alcanzando más del metro y medio de altura. Y quizá el doble de diámetro
Parecía voraz su ansia de equipararse a álamos y pinos vecinos. A última hora
de mayo —o quizá fuera mediados—, casi obligaba a los peatones a salirse a la
calzada. Alguien del Ayuntamiento, supongo, no decidió podarlo, sino que fue
más radical y, en apariencia, lo arrancó. O eso pensé.
Ahora, alimentado
por el sol interminable que no cesa de alumbrarlo desde que amanece hasta que
abandona el horizonte, vuelve a levantar más de un metro, es más frondoso, si
ello fuera posible, y, si ello fuera posible, su verde es más hondo, como
venido de los limos más oscuros y robustos.
Uno recorre los
doscientos metros escasos que restan desde este punto hasta su destino
vespertino, con la esperanza de que su arbusto rebrotará, quizá más vigoroso,
frondoso y hondo, por más que se crea que arrancaron las plantas. Si no se
eliminó a conciencia hasta el último centímetro de su raíz, incluso si resta
algún rizoma, la vida hará el resto.
Y alguna tarde me
emociona la metáfora.
Hacía algún tiempo que no
me ocurría. Quizá por eso lo escriba. He pasado casi tres horas intentando
levantar un texto y no me he enterado de que pasaba el tiempo. Lo que decíamos
de niños en casa: se ha pasado el tiempo sin sentir.
¿En
la poesía cabe cualquier asunto?
A veces leo a algún
autor y da la impresión de que tal cosa no puede y no debe suceder. Otros —la
mayoría—, vienen a opinar lo contrario.
Si existen
pesadillas o sueños que se producen mientras dormimos, ¿por qué no una poesía
que recorra ese camino e intente articular su decir adecuándolo a tal asunto?
Si el fluir de nuestro pensamiento es tan inconexo y, paradójicamente, tan
irracional, ¿por qué, repito, no una poesía que recorra ese camino e incluso
intente articular su decir adecuándolo a tal asunto? Si el interior más hondo
se conmueve ante el amado… Si alguien es capaz de sentir la caricia de la
divinidad sobre sí… Si al contemplar un paisaje, un temblor remueve algo muy
dentro… Si una gesta individual o colectiva eleva el ánimo hasta exaltarlo… Si el
dolor o el sufrimiento o la injusticia sobre otros o uno mismo, enciende la
llama que prende el deseo de justicia… Si ante el abismo de la muerte las
palabras forman ríos que van a dar a la mar… Si pienso que alguna de mis torpes
palabras pueden mover un centímetro cuadrado en la voluntad de un alma…
Otra cosa es que
todo me guste. Otra cosa es que todo intento acabe en buen puerto. Otra cosa es
que a veces confunda gatos y liebres. Otra cosa diferente es que pueda o sepa
llegar a todo y que a todo se llegue del mismo modo. En este momento no soy
capaz de adentrarme en alguno de tales territorios. Además, como es bien
sabido, el autor pocas veces escoge al poema.
¿Debería mi yo lector
huir absolutamente de la clase de poesía que no escribo? ¿Debo cercenar mi
sensibilidad lectora obviando esos territorios?
Aunque en algunos casos,
lo confieso, mi capacidad es tan escasa que no alcanzo ni a una milésima parte de
lo que el poeta ha escrito. No sólo me refiero a lo que comúnmente llamamos
‘entender’. Todo, hasta la emoción —no sólo el entendimiento y la intuición—, se
me oscurece delante de alguna clase de poesía. A veces tanto hermetismo y tanto
irracionalismo me lleva al precipicio del vacío absoluto. La total
incomunicación.
Es de necios pedir una crítica o
una opinión y, si ésta es negativa, que la única respuesta del autor consista
en justificarse, explicar lo inexplicable e incluso acusar de torpeza o
impericia al crítico, ya que parece que tras Homero, Dante o Virgilio es lo
mejor escrito nunca. ¿Tal escritor para qué necesita opinión ajena, si sólo aceptaría
el juicio de los dioses, sus pares? Mejor entonces, continuar habitando la
torre dorada donde alumbra esas obras que el género humano siempre alabará. Pero
tenga en cuenta quien así actúe que, desde ese día, la persona que haya
desentrañado su texto, no volverá a hacerlo con otro, y si se comete la osadía
de pedir su opinión nuevamente, tenga muy claro de antemano que siempre será positiva
y tan útil como una miríada de palmaditas en la espalda.
He encontrado
una
piedra donde sentarme, sacar mi bloc, apoyarlo sobre la rodilla y escribir la
frescura y transparencia de esta mañana de domingo. Son las diez. Me da el sol
en el camino escoltado por los álamos firmes como lanzas o como vigías. Las
campanadas de los relojes y torres se abrazan en el lecho azul del aire.
Suena a paz de
domingo. Casi a sagrado. Procuro escribir despacio para entender a fondo su
significado, no sólo el de las letras.
El sonido de la
ciudad queda lejos, aunque no desaparece del todo, es como una presencia
continua, acaso necesaria. Escucho el diferente parloteo de los pájaros; algún
ladrido agudo y muy distante, imagino que de un perrillo de poca alzada; el
batir, a veces, de unas alas presurosas; el tono del desayuno en alguna casa
que allí, en lo alto, se asoma hacia la ladera casi vertical y honda que
desemboca en el estrecho Eresma, que desde aquí sigue siendo invisible, pero
audible.
[Junto a mí —escribo
en presente— se ha detenido un hermoso perrillo negro, con esas hechuras casi
ideales de un perro ágil, veloz, curioso, noble y fiel. Por su figura y su
tamaño, podría arriesgarme a decir que aún es casi un cachorro, pero mejor no
opinar de lo que uno apenas sabe. Le llamo la atención durante unos segundos,
los que ha tardado en husmear mis zapatillas de trotaciudad; le resulto indiferente. Prefiere investigar otras
cosas más importantes, o bien es que actúa como avanzadilla de la pareja de
jóvenes que le sigue y viene charlando tras él.]
Ahora es de
agradecer la información de la llamada tan temprana, porque a veces uno tiene
la suerte de intuir y acertar con la decisión, en este caso de coger algún
trebejo —un libro de poemas, este bloc y el bolígrafo— y guardarlo en la
bandolera de cuero…
Domingo. Quizá aún
le quede a la palabra de sagrado o religioso, este ritmo humano, este modo en
que discurren los segundos, a su justa velocidad, a la que se puede respirar el
día, incluso las alegrías o sufrimientos que pueda acarrear a cualquiera.
¿Por cuánto tiempo
esta civilización que avanza hacia su aniquilación, mantendrá una parada durante
la semana que ayude a vislumbrar que no todo en esta vida es el tráfago afanoso
por producir, ser eficaz y eficiente, amasar fortunas que, en todo caso, aquí
quedarán, cuando nuestra mortaja sólo sea —en el mejor de los casos— un
recuerdo para alguien que nos quiso? ¿Cuánto tiempo tardarán en emitir el
veredicto de la disolución del descanso semanal casi colectivo, por antigualla,
por rémora de un pasado perezoso y tan poco moderno?
*
¿Serán los diferentes cantos o piídos
o graznidos o gorjeos o chirleos o zureos de los pájaros como distintos tonos
de voz, o serán como idiomas distintos?
¿Serán todos los
pájaros políglotas o, como la mayoría de humanos, sólo comparten cielo y
territorio, sólo oyen, pero ni escuchan ni… entienden?
*
Si me quedara mucho más rato sentado
sobre esta piedra, ¿a cuántas melancolías vería pasar ante mí?
Como la de M. que no
se puede deshacer del dolor de la muerte hace dos años —creo— de su hijo, y
viene a recordar este paseo que, según acaba de revelarme, hacía con él tantas
veces…
…Tantas veces
también lo hicimos nosotros, saliendo de la infancia y entrando en la
adolescencia y bajábamos —¿por dónde, cómo?— como pájaros alborotados o
perrillos felices a Las Arenas o al Bodón de las Señoritas.
Cuando el verano era
el mejor taller de nuestra educación sentimental, la única que debiera importar
al ser humano, acaso porque entonces sólo vivíamos pendientes de encontrar lo
que nos permitiera ser nosotros mismos.