El sendero, aunque se escoja
con calma y libertad, no siempre es sencillo. A veces uno se adentra por una
vereda estrecha que se extiende junto al quicio de cárcavas y laderas pinas,
casi abruptas. Una trocha polvorienta y reseca por aquí, pedregosa y áspera en
otras partes, ondulada, con baches, expuesta al sol desde que éste asoma a la
albada, y hasta que el ocaso bosteza en cualquiera de sus tonalidades.
Conviene no perder
de vista el suelo, pues es fácil acabar, como mínimo, con una torcedura de
tobillo o un esguince o algo más grave que es mejor ni siquiera pensar.
Conviene no aproximarse al borde del caminillo, no vaya a dar un mal paso y el
pie vaya pendiente abajo arrastrando el resto del corpachón tan poco ágil, tan
poco flexible, tan poco fuerte.
Pero uno ha escogido
este trayecto por su hermosura agreste y esencial, honda y silenciosa: tierra,
césped, flores vigorosas en su pequeñez, pájaros, insectos, cielos, horizontes,
brisa inquieta… Y al final del recorrido espera la encina achaparrada, digna y
firme en su soledad y en su estatura.
¿Si hay que tomar
tantas precauciones al recorrer esta ruta, cómo gozar del paisaje, cómo
alimentarse de tanta belleza sin adornos?
Caminaré más lento,
seré consciente de cada pisada y me detendré más veces. Que en cada parada las
pupilas beban cuanto contemplen. Que en cada detención el cerebro deje su pensar
absurdo y se tatúe en la memoria la curva de aquella ladera, el verdinegro de
la chopera del valle que se intuye allá abajo, inaccesible, este cielo azul tan
puro e inigualable, el aroma reseco de un césped agostado, el zumbido hondo de
los moscardones, el canto precavido de las alondras rubias que, asustadas o
sorprendidas al oír mis pasos, levantan su vuelo raudo.
Sí, que la mirada,
más que los pies, camine, corra, vuele.
Que los pisadas, al
reiniciar su cantinela, sepan que el objetivo es volver a detenerse, una vez subida
la leve cuestecilla que está unos cien metros más allá, pues tras ella, de
frente, al fondo, se columbrará la luna verde de nuestra encina, aquella que
descubrimos aquella tarde, aquella a la que de tanto en tanto regresamos…
Luego, más tarde,
desandado el camino, acabaré junto a la fuente, la fuente que mana, la fuente
que mejor alivia la sed.
Si se da por buena la
afirmación de que cada vida es una novela, la de uno sería de las más aburrida,
al menos contemplada desde las afueras de estos días que se dilatan prendidos de
las pinzas de la inactividad y de la espera.
Sé que son excusas,
pero quizá no tanto.
A veces, como esta
misma tarde, mientras deambulaba cansinamente por la ciudad, me digo que si no
me embarco en la aventura de un nuevo libro, no es porque no tenga una idea,
sino porque no la busco.
Lo que se ha dado en
llamar inspiración, quizá no sea muy diferente del trabajo del buscador de
pepitas de oro: el único modo de no encontrarlas es quedándose en casa, no
acudir al río para escrutar durante horas las arenas que se quedan en los
cedazos, o como quiera que se llamen los instrumentos que para tal menester
usan los buscadores. Aunque pasar todo el día encorvado, metido en el cauce
del río hasta las rodillas y anhelando el relumbre de una pepita de oro entre
la arena tampoco garantiza su aparición.
Sin embargo, en
otras ocasiones, como ahora mismo, me planteo que el trabajo, la dedicación y
la aplicación de los rudimentarios conocimientos que uno posee, sólo cobran
verdadero sentido, cuando, como diría Colinas, se nos regala ese primer verso o
esa primera idea, ese primer fogonazo, mejor dicho, esa chispa que sirve para
prender la llama.
Y quizá, si no
siento ese primer empujón —inconfundible para mí a estas alturas—, es porque,
aunque lo sintiera, intuyo que quizá no podría responder, ni siquiera con la
digna torpeza con que respondía en los primeros casos.
No es que haya
ausencia de temas o de ideas. Esos están ahí, pero no pasan de ser una nube
alta, inasible. Para quien haya escrito en alguna ocasión, seguro que queda muy
claro a lo que me estoy refiriendo. Hasta que una idea no pasa a ser algo similar
a un pensamiento recurrente, casi obsesivo, no es de uno, quiero decir, aún no
es la arcilla que uno debe moldear.
O no, o quizá no sea
nada de esto, sino todo lo contrario.
[No me quejo, ahora
no; simplemente describo el eco de mi latido. El actual.]
Está cambiando el
tiempo, como se pronosticaba. Este respiro viene bien para quien sale a pasear
a unas horas que en verano son intempestivas. Aprovechando esta tregua, he
bajado la soleada Cuesta de los Hoyos.
Casi llegando a la
Fuencisla, he alterado mis propósito inicial de regresar por el Paseo de Santa
Lucía hacia el Azoguejo; en cambio he decidido cruzar la estrecha calzada y he tomado
un senderillo que, tras unos pocos metros, enlaza con la Senda de El Eresma,
esa vía que tiene señalado el kilómetro cero en la Piedad y concluye unos diez
u once kilómetros más allá, en el pueblo de Hontanares.
Esta zona periurbana
del camino bordea la cresta del Pinarillo. Es decir que, durante un buen trecho,
he retornado sobre mis pasos, pero unos cuantos metros por encima.
Su punto más
espectacular, es el llamdo Mirador del
último pino, situado al borde de la pendiente que une el Valle del Eresma
con el lado del poniente de este oterillo de pinos piñoneros o albares, cuyas
semillas primigenias llegaron de Chañe, al igual que mi semilla.
Desde este mirador Segovia
es el sueño de sí misma, como si hubiera detenido su navegar sobre el oleaje
amarillo o verde de Castilla. Aquí uno se sitúa al lado de babor de la proa de
un inmenso navío cuyo palo mayor sería la torre de la Catedral y parece que con
sólo extender la mano se rozará su mascarón de proa, el Alcázar.
Mientras camino con
el sol y el viento a la espalda, me doy cuenta de que la zona de la ciudad del
lienzo suroccidental de la muralla se puede recorrer en cuatro itinerarios que,
si se me permite la licencia geométrica, transitan prácticamente en paralelo o,
forman cuatro ondas casi paralelas al giro con que el río modeló la roca sobre
la que se yergue su casco antiguo.
El más breve se
ahíla desde las sandalias de la ladera de El Salón, como quien dice, a los pies
de la muralla y desemboca en el Alcázar. Acaso mi paseo favorito para los
soleados días de invierno.
El más lírico bucea,
escoltado por árboles que se alzan ávidos de cielo y luz, sobre del surco entubado
del arroyo Clamores y se funde en el cauce del río Eresma, a los pies del
Alcázar: fondeadero preciso de la proa de este navío en piedra; éste es mi
preferido para los días calurosos del estío.
Por encima de él —¿una
veintena de metros casi verticales?— serpea la pina Cuesta de los Hoyos por
donde he iniciado mi deambular esta tarde. A mano izquierda en sentido
descendente sestea el Pinarillo, lugar con reverberos sagrados pues durante
siglos fue cementerio de los judíos segovianos; este camino tan desnivelado, lo
recorro con alguna frecuencia en otoño o primavera.
Y la cuarta onda, otro
escalón por encima, siempre hacia el lado del ocaso, es esta senda que he
paseado hoy en mi retorno a casa, desde el puente de San Lázaro hasta la Piedad.
De los cuatro, el más alejado de la urbe.
Desde los cuatros
caminos, se gozan vistas similares, sin embargo es todo tan diferente, cambian
tanto las perspectivas. Es como leer libros de distintos géneros sobre la misma
ciudad, como si nos acercáramos a su hermosura atravesando un estudio
científico, un ensayo filosófico, una poesía o una novela. Cuatro horizontes insustituibles,
cuatro miradas certeras, cuatro visiones necesarias para acercarse —siquiera
mínimamente— a la esencia de la bella durmiente.
En los últimos días ando
leyendo varias publicaciones al mismo tiempo. Es algo que nunca había hecho,
pero supongo que cada fase de la vida obliga a acomodar los ritmos a las
necesidades. Nada es inmutable, por más que lo parezca. Uno de estos textos —o
varios, por ser precisos— son las conferencias que a lo largo de varios cursos
dieron treinta poetas en la Fundación Juan March. El tema común de todas ellas fue
la poética, cómo cada uno de estos escritores la ha ido entendiendo a lo largo
de los años.
Estas lecturas me
han hecho emprender vuelo hacia aquel tiempo en que tuve la primera certeza de
que quería escribir poesía. Fueron dos momentos precisos y distintos una
primera iluminación y la posterior confirmación.
El instante decisivo,
sin duda, fue el primero. ¿Con qué lo compararé…?
¿Con la llegada a
una encrucijada repentina, donde, de pronto, se abre un camino cuyo rumbo varía
el que traíamos y se escoge este ramal? Más que el poema, lo determinante fue
lo que sentí antes de empezarlo, mientras lo escribía y cuando lo leí,
creyéndolo acabado.
Sin embargo, con quince
años, tampoco se podía decir nada definitivo. Esta ‘iluminación’ no se redujo a un relámpago momentáneo. A partir de
aquel primer poema llegaron más, sin necesidad de que nadie me pidiera uno. Poco
a poco me fui percatando de que aquello era una manera de asomarse al mundo para
intentar conocerlo un poco mejor.
Pero cuando tuve la
absoluta certeza de que lo más importante para mí era la poesía, fue cuando, al
cumplir los dieciocho años, preferí costear los gastos de la edición de un
poemario con el dinero que hubiera costado el carnet de conducir. No sólo es el
hecho, se trata de lo que sentí: el tiempo que tardé en plantear la posibilidad
a mi padre —menos de diez segundos— y el alivio que me inundó, porque tomé
aquella elección como el hallazgo de un tesoro. Otra cosa es que tal pretensión
—a la que fui encaminado—, a la larga se demostrara excesiva. Pero de eso nadie
más que yo tiene la culpa. Y todo caso forma parte de otros asuntos.
Segovia ha vuelto a
elevarse, en busca de la luz, como diría María Zambrano. La luz es más pura,
más alquimia de sí misma, si ello es posible. Ayer y hoy, también dicen que mañana,
deberían ser retenidos en los corazones como muestra de que siempre es posible
un grado más de belleza, de que se puede ser mejor.
Ayer, hoy, acaso
mañana, debería cesar toda actividad distinta de contemplar en silencio este
diafanidad que de tan hialina a veces se torna fulgor que irrita las pupilas, quizá
malacostumbradas a demasiada grisura, turbidez y sombra.
Nada más se debería
hacer salvo respirar el mundo así visto y sentido…
Si acaso, a la hora
en que la campana de El Parral llamaba a vísperas —me encaminaba al Alcázar
cuando en la brillantez del aire ha resonado como en un cristal su verso de
bronce—, musitar un salmo de acción de gracias o de alabanza. Sin otra
intención que dar gracias y alabar, porque la vida aún reserva horas como éstas,
como las de hoy, como las de ayer…, acaso como las de mañana.
Hay —y esto como otras
cosas lo comparto con T. R. R.— una
zona de misterio casi inexpugnable e inextricable, al menos para mí, en la
escritura de un poema. Acaso también en un texto en prosa que aspire a algo más
que ser pálido e inútil retrato de lo ya sabido o manido.
No sólo tiene que
ver con el uso más o menos acertado de las herramientas del oficio. Esto sería
lo básico, mas no lo definitivo. Hay otra cuestión, «un no sé qué que
queda balbuciendo», normalmente en sus silencios, y que no siempre acontece, en
realidad muy pocas veces. Cuando sucede, en realidad se trata de un manar ajeno
a la voluntad del poeta que bastante hará intuyéndolo y conservándolo evitando
que la fuente se obstruya o se seque por culpa de su torpeza.
No encuentro modo
más certero de alcanzar ese misterio —aunque sea indefinible— que leer y leer,
o sea alimentarme de sus esencias esparcidas en el tiempo, y después olvidar, o
lo que es lo mismo, permitir que ese alimento se sustancie en mi latido.
Ayer me preguntaba un
vecino si preparaba algo nuevo. Le dije que ahora mismo, no tengo nada entre
manos, salvo este diario, con el que me impongo una rutina, una obligación, una
especie de entrenamiento, el hacer dedos de los pianistas.
Luego estuve dando
vueltas al asunto. Y no es verdad. O no es verdad del todo. Acaso este diario,
como todos los diarios, sea algo más, sin dejar de ser lo otro.
No tengo con sus páginas
ninguna pretensión, salvo escribirlo. Pero es que este laboreo es quizá el que
más me ayude a vivir mi vida, pues a la postre, la vida es el poso que nos
queda de ella a través de la memoria, y qué mejor memoria que ir dejando leve
huella de las jornadas, o de algunas de ellas, a través de estas palabras.