Cómplices

Lunes 5 de agosto a domingo 11 de agosto de 2013

El sendero, aunque se escoja con calma y libertad, no siempre es sencillo. A veces uno se adentra por una vereda estrecha que se extiende junto al quicio de cárcavas y laderas pinas, casi abruptas. Una trocha polvorienta y reseca por aquí, pedregosa y áspera en otras partes, ondulada, con baches, expuesta al sol desde que éste asoma a la albada, y hasta que el ocaso bosteza en cualquiera de sus tonalidades.
Conviene no perder de vista el suelo, pues es fácil acabar, como mínimo, con una torcedura de tobillo o un esguince o algo más grave que es mejor ni siquiera pensar. Conviene no aproximarse al borde del caminillo, no vaya a dar un mal paso y el pie vaya pendiente abajo arrastrando el resto del corpachón tan poco ágil, tan poco flexible, tan poco fuerte.
Pero uno ha escogido este trayecto por su hermosura agreste y esencial, honda y silenciosa: tierra, césped, flores vigorosas en su pequeñez, pájaros, insectos, cielos, horizontes, brisa inquieta… Y al final del recorrido espera la encina achaparrada, digna y firme en su soledad y en su estatura.
¿Si hay que tomar tantas precauciones al recorrer esta ruta, cómo gozar del paisaje, cómo alimentarse de tanta belleza sin adornos?
Caminaré más lento, seré consciente de cada pisada y me detendré más veces. Que en cada parada las pupilas beban cuanto contemplen. Que en cada detención el cerebro deje su pensar absurdo y se tatúe en la memoria la curva de aquella ladera, el verdinegro de la chopera del valle que se intuye allá abajo, inaccesible, este cielo azul tan puro e inigualable, el aroma reseco de un césped agostado, el zumbido hondo de los moscardones, el canto precavido de las alondras rubias que, asustadas o sorprendidas al oír mis pasos, levantan su vuelo raudo.
Sí, que la mirada, más que los pies, camine, corra, vuele.
Que los pisadas, al reiniciar su cantinela, sepan que el objetivo es volver a detenerse, una vez subida la leve cuestecilla que está unos cien metros más allá, pues tras ella, de frente, al fondo, se columbrará la luna verde de nuestra encina, aquella que descubrimos aquella tarde, aquella a la que de tanto en tanto regresamos…
Luego, más tarde, desandado el camino, acabaré junto a la fuente, la fuente que mana, la fuente que mejor alivia la sed.

Si se da por buena la afirmación de que cada vida es una novela, la de uno sería de las más aburrida, al menos contemplada desde las afueras de estos días que se dilatan prendidos de las pinzas de la inactividad y de la espera.
Sé que son excusas, pero quizá no tanto.
A veces, como esta misma tarde, mientras deambulaba cansinamente por la ciudad, me digo que si no me embarco en la aventura de un nuevo libro, no es porque no tenga una idea, sino porque no la busco.
Lo que se ha dado en llamar inspiración, quizá no sea muy diferente del trabajo del buscador de pepitas de oro: el único modo de no encontrarlas es quedándose en casa, no acudir al río para escrutar durante horas las arenas que se quedan en los cedazos, o como quiera que se llamen los instrumentos que para tal menester usan los buscadores. Aunque pasar todo el día encorvado, metido en el cauce del río hasta las rodillas y anhelando el relumbre de una pepita de oro entre la arena tampoco garantiza su aparición.
Sin embargo, en otras ocasiones, como ahora mismo, me planteo que el trabajo, la dedicación y la aplicación de los rudimentarios conocimientos que uno posee, sólo cobran verdadero sentido, cuando, como diría Colinas, se nos regala ese primer verso o esa primera idea, ese primer fogonazo, mejor dicho, esa chispa que sirve para prender la llama.
Y quizá, si no siento ese primer empujón —inconfundible para mí a estas alturas—, es porque, aunque lo sintiera, intuyo que quizá no podría responder, ni siquiera con la digna torpeza con que respondía en los primeros casos.
No es que haya ausencia de temas o de ideas. Esos están ahí, pero no pasan de ser una nube alta, inasible. Para quien haya escrito en alguna ocasión, seguro que queda muy claro a lo que me estoy refiriendo. Hasta que una idea no pasa a ser algo similar a un pensamiento recurrente, casi obsesivo, no es de uno, quiero decir, aún no es la arcilla que uno debe moldear.
O no, o quizá no sea nada de esto, sino todo lo contrario.
[No me quejo, ahora no; simplemente describo el eco de mi latido. El actual.]

Está cambiando el tiempo, como se pronosticaba. Este respiro viene bien para quien sale a pasear a unas horas que en verano son intempestivas. Aprovechando esta tregua, he bajado la soleada Cuesta de los Hoyos.
Casi llegando a la Fuencisla, he alterado mis propósito inicial de regresar por el Paseo de Santa Lucía hacia el Azoguejo; en cambio he decidido cruzar la estrecha calzada y he tomado un senderillo que, tras unos pocos metros, enlaza con la Senda de El Eresma, esa vía que tiene señalado el kilómetro cero en la Piedad y concluye unos diez u once kilómetros más allá, en el pueblo de Hontanares.
Esta zona periurbana del camino bordea la cresta del Pinarillo. Es decir que, durante un buen trecho, he retornado sobre mis pasos, pero unos cuantos metros por encima.
Su punto más espectacular, es el llamdo Mirador del último pino, situado al borde de la pendiente que une el Valle del Eresma con el lado del poniente de este oterillo de pinos piñoneros o albares, cuyas semillas primigenias llegaron de Chañe, al igual que mi semilla.
Desde este mirador Segovia es el sueño de sí misma, como si hubiera detenido su navegar sobre el oleaje amarillo o verde de Castilla. Aquí uno se sitúa al lado de babor de la proa de un inmenso navío cuyo palo mayor sería la torre de la Catedral y parece que con sólo extender la mano se rozará su mascarón de proa, el Alcázar.
Mientras camino con el sol y el viento a la espalda, me doy cuenta de que la zona de la ciudad del lienzo suroccidental de la muralla se puede recorrer en cuatro itinerarios que, si se me permite la licencia geométrica, transitan prácticamente en paralelo o, forman cuatro ondas casi paralelas al giro con que el río modeló la roca sobre la que se yergue su casco antiguo.
El más breve se ahíla desde las sandalias de la ladera de El Salón, como quien dice, a los pies de la muralla y desemboca en el Alcázar. Acaso mi paseo favorito para los soleados días de invierno.
El más lírico bucea, escoltado por árboles que se alzan ávidos de cielo y luz, sobre del surco entubado del arroyo Clamores y se funde en el cauce del río Eresma, a los pies del Alcázar: fondeadero preciso de la proa de este navío en piedra; éste es mi preferido para los días calurosos del estío.
Por encima de él —¿una veintena de metros casi verticales?— serpea la pina Cuesta de los Hoyos por donde he iniciado mi deambular esta tarde. A mano izquierda en sentido descendente sestea el Pinarillo, lugar con reverberos sagrados pues durante siglos fue cementerio de los judíos segovianos; este camino tan desnivelado, lo recorro con alguna frecuencia en otoño o primavera.
Y la cuarta onda, otro escalón por encima, siempre hacia el lado del ocaso, es esta senda que he paseado hoy en mi retorno a casa, desde el puente de San Lázaro hasta la Piedad. De los cuatro, el más alejado de la urbe.
Desde los cuatros caminos, se gozan vistas similares, sin embargo es todo tan diferente, cambian tanto las perspectivas. Es como leer libros de distintos géneros sobre la misma ciudad, como si nos acercáramos a su hermosura atravesando un estudio científico, un ensayo filosófico, una poesía o una novela. Cuatro horizontes insustituibles, cuatro miradas certeras, cuatro visiones necesarias para acercarse —siquiera mínimamente— a la esencia de la bella durmiente.

En los últimos días ando leyendo varias publicaciones al mismo tiempo. Es algo que nunca había hecho, pero supongo que cada fase de la vida obliga a acomodar los ritmos a las necesidades. Nada es inmutable, por más que lo parezca. Uno de estos textos —o varios, por ser precisos— son las conferencias que a lo largo de varios cursos dieron treinta poetas en la Fundación Juan March. El tema común de todas ellas fue la poética, cómo cada uno de estos escritores la ha ido entendiendo a lo largo de los años.
Estas lecturas me han hecho emprender vuelo hacia aquel tiempo en que tuve la primera certeza de que quería escribir poesía. Fueron dos momentos precisos y distintos una primera iluminación y la posterior confirmación.
El instante decisivo, sin duda, fue el primero. ¿Con qué lo compararé…?
¿Con la llegada a una encrucijada repentina, donde, de pronto, se abre un camino cuyo rumbo varía el que traíamos y se escoge este ramal? Más que el poema, lo determinante fue lo que sentí antes de empezarlo, mientras lo escribía y cuando lo leí, creyéndolo acabado.
Sin embargo, con quince años, tampoco se podía decir nada definitivo. Esta ‘iluminación’ no se redujo a un relámpago momentáneo. A partir de aquel primer poema llegaron más, sin necesidad de que nadie me pidiera uno. Poco a poco me fui percatando de que aquello era una manera de asomarse al mundo para intentar conocerlo un poco mejor.
Pero cuando tuve la absoluta certeza de que lo más importante para mí era la poesía, fue cuando, al cumplir los dieciocho años, preferí costear los gastos de la edición de un poemario con el dinero que hubiera costado el carnet de conducir. No sólo es el hecho, se trata de lo que sentí: el tiempo que tardé en plantear la posibilidad a mi padre —menos de diez segundos— y el alivio que me inundó, porque tomé aquella elección como el hallazgo de un tesoro. Otra cosa es que tal pretensión —a la que fui encaminado—, a la larga se demostrara excesiva. Pero de eso nadie más que yo tiene la culpa. Y todo caso forma parte de otros asuntos.

Segovia ha vuelto a elevarse, en busca de la luz, como diría María Zambrano. La luz es más pura, más alquimia de sí misma, si ello es posible. Ayer y hoy, también dicen que mañana, deberían ser retenidos en los corazones como muestra de que siempre es posible un grado más de belleza, de que se puede ser mejor.
Ayer, hoy, acaso mañana, debería cesar toda actividad distinta de contemplar en silencio este diafanidad que de tan hialina a veces se torna fulgor que irrita las pupilas, quizá malacostumbradas a demasiada grisura, turbidez y sombra.
Nada más se debería hacer salvo respirar el mundo así visto y sentido…
Si acaso, a la hora en que la campana de El Parral llamaba a vísperas —me encaminaba al Alcázar cuando en la brillantez del aire ha resonado como en un cristal su verso de bronce—, musitar un salmo de acción de gracias o de alabanza. Sin otra intención que dar gracias y alabar, porque la vida aún reserva horas como éstas, como las de hoy, como las de ayer…, acaso como las de mañana.

Hay —y esto como otras cosas lo comparto con T. R. R.— una zona de misterio casi inexpugnable e inextricable, al menos para mí, en la escritura de un poema. Acaso también en un texto en prosa que aspire a algo más que ser pálido e inútil retrato de lo ya sabido o manido.
No sólo tiene que ver con el uso más o menos acertado de las herramientas del oficio. Esto sería lo básico, mas no lo definitivo. Hay otra cuestión, «un no sé qué que queda balbuciendo», normalmente en sus silencios, y que no siempre acontece, en realidad muy pocas veces. Cuando sucede, en realidad se trata de un manar ajeno a la voluntad del poeta que bastante hará intuyéndolo y conservándolo evitando que la fuente se obstruya o se seque por culpa de su torpeza.
No encuentro modo más certero de alcanzar ese misterio —aunque sea indefinible— que leer y leer, o sea alimentarme de sus esencias esparcidas en el tiempo, y después olvidar, o lo que es lo mismo, permitir que ese alimento se sustancie en mi latido.

Ayer me preguntaba un vecino si preparaba algo nuevo. Le dije que ahora mismo, no tengo nada entre manos, salvo este diario, con el que me impongo una rutina, una obligación, una especie de entrenamiento, el hacer dedos de los pianistas.
Luego estuve dando vueltas al asunto. Y no es verdad. O no es verdad del todo. Acaso este diario, como todos los diarios, sea algo más, sin dejar de ser lo otro.
No tengo con sus páginas ninguna pretensión, salvo escribirlo. Pero es que este laboreo es quizá el que más me ayude a vivir mi vida, pues a la postre, la vida es el poso que nos queda de ella a través de la memoria, y qué mejor memoria que ir dejando leve huella de las jornadas, o de algunas de ellas, a través de estas palabras.