Me convendría un mayor ejercicio
de humildad. Es verdad que uno pretende ser ratificado en sus teorías o
ideas, quizá para no sentir el vértigo de la duda o del yerro; sin embargo,
sería recomendable que, de vez en cuando, realizase el ejercicio de escuchar o
leer con atención a quienes opinan diferente e incluso opuesto.
Es muy poco sensata
la pretensión de que la verdad está siempre y en todo del mismo lado. Así, sin
matices, sin excepciones, sin una porción de duda o sombra. La verdad es mucho
más honda y amplia, aunque muchas veces resulte sencilla. Abarcarla en plenitud
se me antoja una imposibilidad para un pobre ser humano, por más que se
pretenda siempre hacerlo.
Vivir en la duda
quizá no sea cómodo —de hecho es desazonador—, pero enriquece y —a mi modo de
ver— ayuda a ser respetuoso con los demás; la duda, o al menos, la relatividad
de algunos asertos, es buena perspectiva para mantener la convivencia.
La intolerancia, si
no estoy equivocado, nace cuando se decide que la única posibilidad pasa por
acatar una determinada manera de entender la vida, e incluso la muerte. Cuando
tal sucede, de inmediato quien opina, cree o actúa de modo diferente pasa a la
categoría de adversario, cuando no enemigo, en vez de discrepante.
El diálogo es
sensato y productivo si pretendo que el otro me escuche, no sólo me oiga; para que
eso suceda la mejor opción que se me ocurre es escucharle, no limitarme a oír
sus palabras, habiéndolas rechazado de antemano. Si espero que mi interlocutor
encuentre en mis razonamientos argumentos y no caprichos o no simples clichés
tatuados en mi cerebro por la sola costumbre, debería hacer lo propio con los
suyos.
Y, si esto finalmente sucede, también podría ocurrir que uno se replanteara algunas convicciones
o, al menos, descubriera en las del otro un cimiento tan sólido como el propio.
Pero no soy tan
inocente como para no tener claro que todo esto queda muy bien sobre un papel,
como un discurso idealista, porque para que esto suceda, es necesario
que el interlocutor sea tal, no mero opositor cuya premisa, más que debatir, sea
rebatir. Así las cosas, el camino que se abre es el de la razón de la fuerza,
más que el poder de la razón.
Son muy pocas las
verdades absolutas, y en la mayoría de los casos, quizá se puedan alcanzar por
más de un camino. Sin embargo tras unos cuantos milenios de historia, da la
impresión de que la raza humana en general y cada individuo en particular,
sustenta su existencia en la creencia opuesta y actúa con lógica pasmosa: odio,
venganza, crueldad, persecución, violencia, sangre como modo de demostrar quién
tiene la razón en cada caso.
Escribe Antonio Colinas que
la respiración es uno de los escasísimos
bienes que nos conducen gratuitamente a la armonía. Pero suele ser tanta
nuestra diaria confusión que habitualmente ni siquiera somos conscientes de que
respiramos.
Al leer estas
palabras, de inmediato, me viene a la cabeza el verso de uno de sus poemas que
más me emociona, me he sentado en el
centro del bosque a respirar. No sé en qué orden cronológico están
escritos; quiero decir que no sé, si el verso es intuición que posteriormente
desarrolló, o, al contrario, ese convencimiento puesto por escrito en Tratado de armonía, le llevó al verso,
al poema que lo contiene a modo de estribillo o ritornelo.
Hemos estado
comiendo en Basardilla con M., P. y los niños. Como siempre que
paso allí unas horas, tengo la sensación de que las cosas suceden con otra
cadencia, que, como por ensalmo, dejan de tener importancia la mayoría de
preocupaciones cotidianas y que otras cuestiones pasan al primer plano.
Quizá el
despojamiento de los afanes inmediatos, ayude a ser más consciente de dónde
están los horizontes del existir.
Cuando le preparé la
pequeña traducción sobre la biografía de YG, me daba cuenta de que ahí había
encerrada una historia, no precisamente liviana. Él también se ha dado perfecta
cuenta y ya me empuja para que me ponga manos a la obra.
Lo que no sé es si
las fuerzas me acompañarán, porque la tarea, a poco que se mire con alguna
perspectiva, no es precisamente poca cosa. Aunque, por otra parte, me digo: no
tengo ninguna razón para emplazarme con nadie en ningún lugar ni en una fecha
determinada.
Como es bien sabido,
se hace camino al andar.
Me escribe un amigo comentándome
que hace semanas que parece que me he olvidado de lo que sucede en el mundo,
como, si de pronto, las cosas que llenan los media (que diría JJL) no
existieran o no me preocuparan. En realidad me aburren. (Así de lacónico he
contestado esa parte del correo, y he seguido con otros temas).
Es habitual
pontificar acerca de tremendas situaciones que se producen a varios miles de
kilómetros, mientras uno es incapaz de opinar con coherencia sobre un problema de
la calle en la que vive. Y sin embargo, ¿puede uno callar ahora, mientras oye
el tronar de los tambores de guerra que redoblan para acabar con el sátrapa
sirio tras sus —supuestos— salvajes ataques con armamento químico contra la
población civil?
Después de tantas
decenas de miles de muertos causados en esta guerra (in)civil, ¿no es cínico,
como poco, invocar en este momento el concepto de crimen contra la humanidad
como asidero sobre el que sustentar una acción militar encabezada por el
gendarme imperial? ¿Cómo se garantiza la vida de quienes se pretende salvar —en
teoría—, disparando misiles desde portaaviones o fragatas de guerra? ¿Volverán
a ser simples daños colaterales los muertos por error en el cálculo de la
trayectoria de estos cohetes cargados de muerte? ¿Es atribuible con total
certeza este ataque miserable contra civiles desarmados (niños, mujeres, ancianos…) al
ejército del tirano? ¿En virtud del principio de no ingerencia en los asuntos
internos de otro país, puede quedar impune un ataque de esta naturaleza? ¿En
virtud de salvaguardar los tratados internacionales que prohíben el uso de este
armamento, se debe intervenir militarmente en otro territorio? ¿Es mejor
ponerse al lado de lo que defienden Rusia o China, o sea la inacción diplomática?
Son demasiadas
preguntas cuyas respuestas, probablemente, se mezclan unas con otras y en cada
una habrá su parte de razón. Está demasiado próximo en la memoria común —al
menos en la mía— el recuerdo de la última acción de este tipo. La guerra de
Irak sigue siendo una vergüenza en nuestra conciencia colectiva, la victoria de
la mentira institucional como arma para acallar la opinión pública. Y aunque es
cierto que se derrocó a un tirano, no todo debiera valer. Demasiadas muertes para
aupar un sistema que dista de ser democrático y que sólo ha traído fragilidad a
un estado… ¿o era esta debilidad la que se pretendía en orden a proteger otro
tipo de intereses quizá menos confesables ante los posibles votantes?
Lo único que debiera
importar son las vidas de los inocentes que mueren a diario como ovejas en
matadero, o huyen despavoridas sin entender nada. Y no tengo muy claro que éste
sea el argumento que manejen las diplomacias.
Quizá sea muy
ingenuo, pero a mi modo de ver, si uno es Premio Nobel de la Paz, debería poner
todas las energías en logar el cese del fuego inmediato, como previo y primer
paso para llegar a la paz.
Cada día que pasa estoy
más convencido de que pocas cosas son las que verdaderamente importan hasta
llegar a perder el sueño o las más íntimas energías. Y todas ellas tienen una
raíz léxica común, o bien tienen que ver con un campo semántico similar.
Desde luego no es el
dinero. No es la fama. No es el poder. No es el triunfo. Más bien es todo lo
que tiene que ver con el amor, con la entrega, con esa pasión que provoca que
me des-viva, no que me muera.
Sí, son viejas
teorías, pero no por viejas son inciertas.
Todo cuanto atenta o
me aleja de lo esencial es la parte del equipaje de la existencia que me sobra
y me distrae y me desvía y me ralentiza y me paraliza. Cada día más esta
¿civilización? se afana en construir barricadas o muros que entorpecen y
dificultan el camino. Pero no es menor ni menos intrincado el laberinto que edifico
a mi alrededor sin intervención ajena y exterior; en realidad es un campo de
minas para disuadirme del amor.
Hay demasiadas posesiones,
ocupaciones, afanes…, que no sólo me sobran, sino que me estorban, actúan como
alambrada llena de púas que impide mi tránsito sosegado por el sendero que me
ha tocado recorrer.
Sin embargo no tardo
en encontrar una excusa o un por si acaso que me impide tomar en la práctica
algunas decisiones que, de hecho mi corazón ya ha tomado.
Me entero de la muerte del para mí desconocido poeta irlandés, Seamus Heaney, que en 1995 recibió el Nobel.
Si la poesía escrita
en nuestro idioma es minoritaria, conocer la poesía escrita en otro es cuestión
exclusiva de especialistas, traductores y algunos grandes paladares que saben los
lugares a dónde hay que ir. Como tenía un rato, he cazcaleado por las
hemerotecas y he descubierto que en octubre de 2003 anduvo por España. En El País he leído una entrevista
realizada por Miguel Mora tras una conferencia pública del poeta irlandés en
Madrid.
Quizá la respuesta
que mejor pueda servir para ponerme sobre los pasos de su ética, y probablemente de su estética, es ésta que transcribo.
Tras ser preguntado sobre el conflicto
vasco. Como buen irlandés, sabe bien de lo que habla:
No lo conozco muy
bien [el conflicto vasco], así que diré lo mismo que dijo Joseph Brodsky cuando
estuvo en Irlanda a finales del 98. Si uno no sabe mucho sobre algo, no puede
lanzarse a hablar ex cátedra. Es mejor aplicar los mandamientos. No matarás. Después
de eso podemos hablar de lo que sea. No hay otro modo de arreglar las cosas que
no sea sentándose. Pero primero es dejar de matar. En Irlanda lo sabemos bien.
Finalmente, hay que sentarse a hablar, y cada parte debe renunciar a cosas,
debe haber un tira y afloja; si no, las cosas no cambian.
Lo comparan con
Yeats. No sé. No puedo opinar, pues lo desconozco todo de él. Quizá sea un buen
motivo para acercarme a la biblioteca… una vez que su horario vuelva a ser compatible con el mío.