Lunes 29. Salgo del cine con el sol aún alto. Son poco más de
las siete y media. Sólo tres personas hemos visto Tres 60 en esta sesión. Si
no hubiera sido porque Sara Sálamo interpreta a Daniela, habría habido dos. El
público que busca esta producción no se corresponde con un cincuentón. Mas
actúa Sara, la hija de un gran amigo, y eso implica, no la obligación, sino la
necesidad de acudir a la sala.
He salido con una
pregunta revoloteándome como un moscardón incansable, como éste que pretende
salir atravesando el cristal del ventanal ante el que escribo, con lo fácil que
sería desviarse apenas a su izquierda y abandonar el salón por la puerta
abierta de la terraza. Una pregunta que no sé si formularé correctamente para
que quede claro en qué pienso, sin destripar la película a algún (hipotético)
lector que además pretenda verla.
¿Hasta dónde sería
capaz de llegar uno para lograr aquello que más anhela?
No soy crítico de
nada y menos de películas, pero como espectador infrecuente de las salas, para
mí Tres 60 tiene atractivos: la
fotografía, la música de Roque Baños, la brevísima e intensa interpretación de
Geraldine Chaplin, el trabajo de los tres jóvenes sobre los que descansa el
argumento, la luz que irradia Sara Sálamo cuando aparece en pantalla… Quizá le falte
algo de ritmo, quizá se le escapa una reflexión mayor o más honda sobre esta
pregunta, que para mí es la clave de la película, una pregunta que no es la
correcta tal cómo la he formulado, pero que no afinaré más…
Rumio también sobre
la cantidad de mal que hace el ser humano. No me refiero a barreras u opiniones
más o menos tamizadas por costumbres culturales o de civilización. Tampoco
hablo de un mal moral ni un mal causado por oscuras fuerzas intangibles del más
allá. Hablo del mal cuyo origen brota en el corazón humano, el que algunos
individuos de esta especie gestan y practican con la misma pericia con que
otros son capaces de des-vivirse por
hacer el bien.
¿Son temas que se
plantean al espectador para que éste los piense o los debata con otros mientras
vuelve a su casa tras la proyección, o comparte unas copas con los amigos con
quienes ha acudido al cine? ¿Son ocurrencias que provoca el abrasador sol
castellano de finales de julio?
Como sucede con el
surf, no es la cresta de la ola lo que realmente interesa, a pesar de lo que
creamos los no iniciados, sino ese túnel que se forma, dentro del que la tabla
se desliza. Y cuanto más alta y grande sea la ola, mayor y más hondo será ese
túnel. Como tantas cosas en esta vida, la apariencia es una, y, a veces, poco
tiene que ver con la realidad.
Martes
30.
Quizá no lo acabe. Pudiera ser. Pero tras varios meses, he empezado un poema.
Esto no le preocupa a nadie, pero para mí es muy importante; aunque nunca se
publique, aunque acabe en la papelera, aunque esté muchos días en la incubadora
y al final se malogre, al menos he comenzado un poema.
Miércoles
31. Ayer
publicó nuestro amigo José Francisco un artículo en La Esfera Cultural en el
que abordaba un tema al que soy muy sensible.
Al leer su
reflexión, ha regresado a mi cabeza un recuerdo de mi primera adolescencia o
del final de mi infancia; eso que psicólogos y pedagogos llaman
preadolescencia. Era quizá noviembre de 1974, puesto que estábamos en el primer
trimestre de séptimo de EGB. Uno tenía doce años… Nuestro profesor de Lengua
(don Miguel Ángel —alto, serio, delgado, con voz honda y pausada—) nos dijo que
se había organizado un concurso de cuentos navideños por parte de la Sección
Femenina, que todavía existía.
¿Por qué pensé
presentarme? Quizá no lo pensé. Apenas lo comentó, se me vino el tema a la
cabeza; pero no hice nada; tenía una ‘trama’
—perdón por la exageración—; sin embargo durante varias semanas ahí se quedó.
En vísperas de
finalizar el plazo, escribí mi texto deprisa y corriendo. Se lo presenté con
dos convencimientos: que era un cuento fantástico y que me había dejado la piel
en su redacción. Incluso me esforcé en la caligrafía lo que aún no se ha
comentado en ninguna parte, porque mi caligrafía no es que siempre sea
ininteligible, es que es muy fea, desagradable y difícil de mirar.
Al día siguiente me
llamó y me dijo que no iba a presentarlo al concurso (al parecer los profesores
hacían de primer filtro) porque no daba tiempo para corregir la cantidad de
errores sintácticos, repeticiones y algunas faltas de ortografía. «Si lo hubieras presentado antes», me dijo, «quizá podrías corregirlo, porque la historia no está mal».
La primera reacción
que tuve (sin repasar la redacción con sus notas) fue de rabia e incredulidad.
Cuando me fijé en la cantidad de tinta roja que salpicaba sus líneas azules,
empecé a alterar el destinatario de la rabia hacia mí mismo, por no haber
trabajado con más tiempo o con más atención. Por no sé qué manera de entender
las cosas, me quedé con la última parte de la frase: la historia no está mal. Eso era lo que me importaba, lo único que
me importaba.
(«Protesto, señoría. Era época de exámenes». «Se acepta»).
Por entonces ya leía
mucho (Enid Blyton, Julio Verne, Salgari). Aunque me lo pasaba muy bien jugando
(horriblemente) al fútbol con mis amigos o viendo la tele, creo que con lo que
más me divertía era con la lectura. Empezaba a barruntar que quizá lo que más
me gustara en esta vida fuese escribir. (Treinta y nueve años más tarde, sé que
me equivocaba: leer sigue siendo más placentera que escribir, pero necesito
escribir a diario—aunque sea del torpe modo en que lo hago—, como necesito
respirar para saber que estoy vivo. No hay otra explicación).
Después de los
primeros momentos, leí las anotaciones que abundaban en los dos o tres folios.
Si dijera que tales comentarios y correcciones fueron la mejor clase de estilo
literario de mi vida, mentiría, porque sólo fue la primera de unas cuantas
decenas recibidas por métodos similares, e impartidas por otros profesores y
sagaces lectores que no sé por qué están tan pendientes de mí.
Recuerdo que durante
las vacaciones de Navidad, y por primera vez en mi vida, rescribí uno de mis
textos. Al hacerlo comprendí algunas cosas, y de modo inconsciente le agradecí
su rechazo. Al regreso, le llevé una nueva versión, y me dijo que lo guardara
para presentarlo a la edición siguiente.
Le dije que no, que
para entonces ya tenía otra historia en la cabeza. Me miró sorprendido, pero
era cierto. Al curso siguiente no me pilló el toro, tanto que me dieron el
segundo premio. Sin embargo, a pesar del galardón (una placa conmemorativa que
aún guarda mi madre, y un gran libro sobre Goya), esa historia la he reescrito
varias veces. Los últimos toques se los volví a dar durante las navidades
pasadas, cuando publiqué el cuento en otro de mis blogs.
Aún así, o
precisamente por ello, me duele ser quien decida sobre un determinado esfuerzo
e ilusión, porque no me gusta hacer daño, pero a lo mejor algunas veces, sin
saberlo, lo hago.
Jueves
1. Publica
Antonio Gracia en su blog una reflexión sobre el ocio de hondura y enjundia.
Critica el afán contemporáneo de propugnar el ocio como pérdida de tiempo, no
como su aprovechamiento a través de un proceso activo, pues, textualmente, mayor placer produce la gimnasia mental que
su embrutecimiento mediante la atrofia de nuestras facultades.
Tiene razón. El
problema es que los poderes de toda índole procuran lo contrario, pues son
conscientes de que en la práctica de tal gimnasia anida el final de sus
privilegios.
No es algo nuevo. La
historia podría interpretarse desde esta perspectiva: el individuo, a través
del pensamiento, avanza hacia la libertad cimentada en la razón. Un proceso
lento —varias veces milenario—, lleno de reveses, pero tenaz.
*
Hemos asistido a un esperpento.
Nuestros políticos han intentado representar otra escena que demuestre las
maravillas de esta ‘democracia’, que se ‘autocritica’ en un debate agrio y sin
concesiones. Pero no es cierto, porque en realidad desviaban la atención del
verdadero núcleo del problema: los partidos políticos, no como medio al
servicio del bien común, sino como único fin del sistema.
Durán y Lleida ha
empezado su contrarréplica afirmando que la suerte para el hemiciclo era que la
mayoría de españoles no habrían asistido al bochornoso espectáculo, puesto que estarían en la playa. Sin querer ha
definido lo que interesa: nuestra ignorancia, que cada día nos acerquemos aún
más al ideal de pueblo sumiso que soñaron, sueñan y soñarán los poderosos que
han sido, son y serán. (Entre paréntesis: ¿A quién contrarreplicaba, si Rajoy
sólo se ha dirigido en su contestación a Rubalcaba y a Alonso, ninguneando
ostensiblemente al resto de portavoces? ¿Tanto se ha pervertido el sistema que
a los poderosos les molesta que haya más de dos partidos en liza? Como
existieron triunviratos, quizá debamos definir nuestro sistema político como ‘bipartitocracia’).
Viernes
2. Cita
Tomás Rodríguez Reyes en su Ars Vivendi (Siltolá,
Sevilla 2013) esta frase de Popper: “La
persona que lee un libro comprendiéndolo es una criatura excepcional”. No
es de extrañar que, como afirma, quedara toda la tarde pintiparado con
semejante afirmación. Yo me he quedado todo el día dándole vueltas a una frase
suya que leí anoche en el mismo libro.
Viene comentando un
libro de Roberto Calasso, El rosa Tiépolo.
En él se reflexiona sobre la actitud del artista en general ante el mundo y la
creación, tomando como ejemplo —sinécdoque,
es el término que usa el sanluqueño— el modo en que el pintor veneciano
vivió su forma de entender el arte. Concluye TRR la entrada afirmando: “Esa es la postura de los que se entregan a
su creación, a saber, considerar su obra como una postura del alma”.
Cualquier otra
consideración de la propia obra, sería reducirla a términos tangibles y, por
tanto, prostituirla, pues sería encaminarla a un destino diferente del
propósito con el que nació. Salvo unas pocas miradas clarividentes como la
suya, aunque intuyamos la esencia, pocos alcanzan la formulación precisa, ésta
que sirve mejor que un plano detallado para no perderse en territorio
desconocido.
*
No es verdad que de un día para otro
las cosas sigan igual. Conviene alejarse del autoengaño. Cada día que pasa
aumenta la ruina de los andariveles que le sirven para transitar la realidad,
aunque sea a través de una bruma espesa y fría.
Sábado
3. Ha
amanecido fresco, pero propicio para la contemplación. Para dejarse llenar de
esta luz limpia, casi invisible.
Es una jornada
magnífica para abrirse el pecho y dejar que esta luminosidad sea la
misericordia que necesita mi conciencia.
Domingo
4. ¿Qué,
Por qué, para qué…? Preguntas previas a cómo, cuándo y dónde. Y sin embargo se
invierte más tiempo y energías en encontrar respuestas a las segundas que no a
las primeras.
Acaso la razón es
que el primer racimo es inalcanzable, es decir, carece de contestación, porque
si uno lo supiera comprendería la razón última de la vida.
Quizá, sospecho, las
esencias no se plantean, se disfrutan y se saborean, pues nada racional puede
explicarlas.